El poder del perro

Por Ariel Esteban Ramos

The Power of the Dog
Australia, 2021, 128′
Dirigida por Jane Campion
Con Benedict Cumberbatch, Jesse Plemons, Kirsten Dunst, Kodi Smit-McPhee, Thomasin McKenzie, Frances Conroy, Keith Carradine, Geneviève Lemon, Peter Carroll, Adam Beach, Karl Willetts, Yvette Parsons, Tatum Warren-Ngata, Maeson Stone Skuggedal, Ramontay McConnell, Daniel Cleary, Ella Hope-Higginson, Ken Radley, Sean Keenan, George Mason, David Dennis, Cohen Holloway, Eddie Campbell, Alice Englert, Bryony Skillington, Jacque Drew, Richard Falkner, Alice May Connolly, Stephen Lovatt, Stephen Bain, Edith Poor, Vadim Ledogorov, Julie Forsyth, Alison Bruce, David T. Lim, Ian Harcourt

Claroscuros de frontera

Jane Campion tiene un talento especial para generar incomodidad colocando personas y objetos en las fronteras de territorios extraños, y a veces más allá de ellas, en un juego de contrastes, espejos y apariencias. En la ya legendaria The Piano, una viuda prácticamente vendida para segundas nupcias a un granjero neocelandés (en combo con su pequeña hija) desembarca con su mudez y su voluminoso piano en la selva, donde un granjero que nos parece inicialmente aún más bestial demuestra una sensibilidad particular. El piano se transforma a lo largo del filme un punto de pasaje de simbolismos y metonimias que articula las oposiciones entre los distintos personajes. Pocas palabras e imágenes siempre cargadas de sentido (recordemos que para el estructuralismo francés y no sólo para él, el sentido aparece en la oposición y la diferencia). Aunque en The power of the dog también hay un piano, el juego de las referencias está liberado al gran paisaje, pero se establece en forma de archipiélago, entre islas, espacios cerrados (ahora que lo pienso, un piano es también un cajón), de grietas escondidas en lo abierto sin fin del cielo y las montañas. 

George y Phil Burbank son dos prósperos granjeros de Montana que manejan la granja de sus padres, quienes viven cómodamente en la ciudad. George es el administrativo tranquilo, simple e introvertido; Phil, el capataz exageradamente machote, aunque creíble por la gran interpretación de Benedict Cumberbatch. Se puede ver que algo ya no funcionaba fluidamente entre los dos hermanos cuando George termina de inclinar la balanza. Conoce a una viuda (la siempre bella Kirsten Dunst) con un hijo… particular; se casarán e irán a vivir al rancho, una vivienda con algunas comodidades de ciudad trasplantada a la pradera. Phil les hará la vida imposible a la recién llegada y a su hijo hasta que un hecho fortuito le revela al muchacho (Peter) el rostro oculto de Phil. Poco a poco, nos enteramos de un Phil que rinde culto a una figura desaparecida que resulta ser mucho más que un amigo admirado. Peter y Phil se acercan, lo que precipita aún más a su madre en la desesperación. Dejamos el resumen incompleto porque aquí el misterio y la película valen la pena.

El Western se ha utilizado con éxito para hacer fructificar estos contrastes fronterizos, con personajes en fuga, descastados que se sienten cómodos o sólo pueden sobrevivir al margen (o sobre el margen mismo) de la ley. Sobre un fondo rígido y tipificado se hacen creíbles subjetividades menos clasificables que llegan a ser lo que son en su gran momento de verdad. Todo ese juego está amplificado aquí por otra distancia: la de las temporalidades, un siglo XX precoz que invade al XIX prototípico del Western clásico. En este último las fronteras eran blanco/negro (maniqueísmo o tragedia) o se trataba de círculos concéntricos, con las embajadas de la civilización en el pueblo como centro (el telégrafo, la oficina del Sheriff o el sacerdote) hasta el indio en el gran afuera. La figura del cowboy articula esas fronteras haciéndolo un extraño por partida doble (clásico Todorov) de manera similar a la figura del gaucho en la literatura argentina. Pero las fronteras en El poder del perro, decíamos más arriba, son enclosures, cerramientos, puntos distribuidos aquí y allá de subjetividad cerrada, sentido, secretismo y culto. En buen creole, placards. El macho que no es tan macho (un egresado de Yale, un fraternity boy), el “mariquita” que se la banca (desfila con su vestuario excéntrico ante los chiflidos de los vaqueros rudos sin prestarles atención para ver un nido de pájaros), el pusilánime que enfrenta a su hermano y se maneja por hechos consumados, etc. Estas anomalías (lo oculto, lo no dicho, como aquella mudez de la viuda pianista) se destacan a su vez sobre dos paisajes: el edén sensorial de las montañas donde los peones del rancho se bañan inocentemente en pelotas, como niños, y el paisaje musical que, aunque tiene un formato instrumental clásico, enfatiza la ambigüedad con armonías del siglo XX (ecos de Penderecki y sobre todo el Bartók de los cuartetos de cuerdas intermedios). Este maridaje entre el paisajismo de Campion y las disonancias de Jonny Greenwood (sí, el guitarrista de Radiohead) logra un verdadero lirismo de frontera, donde todo está a la vista y sin embargo nos acecha lo invisible (¿son fronteras internas o externas?). Hay un aire de familia innegable con la banda sonora de There will be blood, del mismo compositor.

La clave de bóveda que desarma estos escondites es el juego constante de las profanaciones: George que introduce con fórceps a su esposa en la casa que comparte con Phil, quien a su vez invade con su mirada y hasta su música a su frágil cuñada, cuyo hijo descubre el sanctasanctórum de Phil y lo descifra… Sábato estaría feliz de ver convertida la imagen que cierra El túnel en plano cinematográfico, donde vemos y no vemos la acción desde un interior oscuro a través de ventanas, una hermosa figura de oposición entre el afuera y el adentro, que sólo coinciden casual, momentáneamente bajo un punto de vista. Es también a través de una ventana que Phil persigue a Rose, y en un claro homenaje a Psicosis, el punto de vista final de quien mueve los hilos para anudar la historia. Si las ventanas son umbrales abiertos, los guantes son umbrales cerrados, sin los cuales se corre el riesgo de enfermedad (Peter), locura (Rose) o muerte (Phil). El talón de Aquiles de Phil es esta necesidad de contacto epidérmico con su verdad (¡esas caricias metonímicas a la silla de montar!, pero también el pañuelo o los trabajos manuales), algo que comprende y aprovecha su enemigo más cercano, un tanto border y amoral. El único límite claro sigue siendo la muerte.

Cualquier búsqueda de este título en Google arroja en sus primeros renglones la expresión “masculinidad tóxica”. Me arriesgo a decir que el monstruo está más en el ojo del espectador o el crítico sesgados que en la película, que no es tan fácil como querrían. La novela que da nombre a este título es de 1967, de Thomas Savage, y resulta por lo menos interesante que en 2001 prologara su nueva edición la escritora Annie Proulx. Se recordará que en 1997 Proulx había publicado un cuento de amor homosexual entre vaqueros en base al cual se filmaría en 2005 Brokeback mountain (Secreto en la montaña). Un encadenamiento temático sutil y no tanto entre los dos libros y las dos películas. La pregunta del millón, el nombre de este filme, se revela al final cuando el dedo de Peter recorre el Salmo 22: “…líbra a mi vida del poder del Perro”. No aclara mucho las cosas, y los críticos que he leído tienen tan poca Biblia que no hacen más que despistar. Este salmo (del Antiguo Testamento) se interpreta en el ámbito cristiano como una profecía del sacrificio expiatorio de Jesús en la Cruz. Se lo conoce tradicionalmente como “Deus, Deus meus” (Dios, mi Dios, por qué me has abandonado), o también famosamente “Eli, Eli, lama sabachtani” en arameo, la cuarta frase (abandono) de las tradicionales siete que pronuncia el crucificado antes de expirar. Phil debe ser sacrificado para que el resto del mundo, y sobre todo su madre, obtenga alguna redención. 

Sin contradicción, dilemas, hubris, culpa o muerte no hay tragedia. En este sentido, El poder del perro pertenece, con suficiencia, altura y belleza descarnada, a las tradiciones antiguas y modernas que indagan sobre esa figura cifrada, cruda y cocida a la vez: la condición humana.

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