#GimmeShelter: cine, series, libros y otras cosas para sobrevivir (V)

Por Ariel Esteban Ramos

Confesiones confinadas

Por Ariel Esteban Ramos

Lo confieso.

Fui uno de los tantos ingenuos que se emocionó pensando que durante la cuarentena iba a leer dos veces la biblioteca de Alejandría, recordar algo de cálculo diferencial, llenar algún que otro hueco en mi cultura de cine-arte, lograr el lomo de Charles Atlas con esas pesitas de morondanga y subir dos niveles de alemán… que el coronavirus me valga. ¿Qué querías, que te creciera el pelo también? Ya hace un mes que estoy como el ameo David en su cuarto blanco de Odisea del Espacio, flotando en un tiempo de goma que combina los quehaceres de la cocina, la limpieza y la crianza. Mientras tanto, a puro machetazo mental, trato de talar un claro en esta selva de locura colectiva y virtual para trabajar con medios que cuando hice la secundaria eran (¡todavía son!) Ciencia Ficción. Ya perdí la cuenta de las veces en que, deambulando por casa, de repente me pregunto qué hago en la cocina con un par de medias en cada mano. Mandela logró la presidencia después de 27 años encerrado en un 2 x 2 con una mesa, una silla y un balde. Era Superman y nunca nos enteramos.

Pero basta de terapia, que tenías que escribir algo sobre las películas y libros que te evitaron las pastillas.

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Hace tiempo ya que sigo los premios Booker. En 2015 lo ganó Marlon James con A brief history of seven killings. Son 700 páginas de patois jamaiquino con códigos tumberos y de época, en donde se cruzan punteros, caudillos, Bob Marley, Cuba y la CIA. Tamaña dificultad impone una paciencia Zen desde el primer párrafo, pero ahora que lo pienso, este era el ejercicio adecuado, monacal, para el primer mes de la fiesta de San Covid. Más allá de las dificultades idiomáticas, podría traducirse sin ningún problema al vocabulario argentino, versados como estamos en punteros, caudillos y política de bolsillo (en sentido literal y figurado). El estilo remite, el autor lo dice clarito, al Faulkner de As I lay dying, pero también hay aroma a Pedro Páramo y Boquitas pintadas aquí y allá. Recomiendo las dificultades del inglés extendido original para evitar las traducciones de la oralidad negra ofrecidas por el enésimo Jordi-Anagrama, peligrosamente cercanas a las vendedoras de Mazamorra de los actos escolares. Peor es nada.

¿Y viste alguna película?

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Claro, pero con un hijo como compañero de celda, tuve que replantearme aquel programa de cine-arte. La bacanal Miyazaki en Netflix fue muy tentadora, y ante la imposibilidad de salir a la calle, cavamos en la imaginación un túnel hasta Japón para visitarlo. El viejo está bien, un poco triste porque Alberto ahora no lo deja salir con el 2CV, y en lo que va del mes parece que hizo cuatro películas como para no aburrirse. Perdonen, ya estoy de nuevo en la cocina con los dos pares de medias. Vuelvo a la realidad: vimos casi todo lo que conocíamos nuevamente, para encontrar detalles perdidos u olvidados, emociones sin usar y comparaciones que sólo son posibles con un régimen intensivo. Llegó, además, el momento de ver las más fuertes, Chihiro y El castillo vagabundo, con él. Y ahora no me dieron miedo. Pero la estrella fue Ponyo, a quien le dedico una crítica en estos días.

Voy a sacar las empanadas del horno y sigo.

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Por último, leo que están de moda los milenarismos de todo signo y cuño. Zizek dice que ahora sí, posta, se acaba el capitalismo, mi vecino afirma que se acaba la especie humana, Baricco profetiza que se acaba el hombre tal como lo conocemos. Y sin embargo, imagino que los sobrevivientes van a desbordar canchas de fútbol, los pocos no pauperizados van a llenar los pocos restaurantes que queden y que las masas gozarán de la reconstitución de la capa de ozono tomando largos baños de sol aunque sople con furia el invierno más cruel. Algunos ni siquiera se resignaron a que un bichito de los murciélagos chinos les robara un feriado del mes con mejor clima de la historia argentina… entre tanta incertidumbre y profecía-catástrofe, es tranquilizador observar que al menos nuestros vicios no morirán. ¿Cambiará el hombre, aunque más no sea un poco? ¿Nos dejará alguna huella todo esto a los sobrevivientes? Joseph Campbell también opinaría que no, supongo. Después del fárrago jamaiquino que comentaba más arriba, arranqué con el primer tomo de Las máscaras del Dios, una tetralogía en la que el norteamericano interpreta las principales mitologías de la humanidad de todos los tiempos y geografías. Si la naturaleza tiene que invertir millones de años en crear un biotipo que sublima en tantas culturas distintas las mismas cuatro o cinco invariantes traumáticas, es poco probable que un par de meses (toco madera) de confinamiento forzoso nos dejen algo más que los bolsillos vacíos y hambre de sol. En el primer reencuentro con el pasto, el primer gol de papi fútbol con lo muchacho o la primera caminata por la Av. Corrientes post-apocalíptica vamos a reprimir todo esto con tanta eficacia que hasta vamos a rebautizar nuestra libertad liberada con un porrón de Corona. Un mes después del final del confinamiento, nadie se acuerda del Zoom.

Tal vez sea un inconsciente, no sé, pero tengo esperanza. Creo que vamos a poder mirarnos a los ojos y hablar de otra cosa que no sea el número de infectados, o ya no discutir bizantinamente si condecoramos a Ginés o lo linchamos. Hasta darnos un abrazo, o un beso. Vamos, gente, que con un poco de suerte la semana que viene nos vemos. Los dejo ahora; tengo que llevar un par de medias a la cocina.

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