Dossier Estudio Ghibli (XVIII): La guerra de los mapaches

Por Gabriel Santiago Suede

La guerra de los mapaches (Heisei Tanuki Gassen Ponpoko) 
Japón, 1994, 119′ 
Dirigida por Isao Takahata

Dónde están nuestros sueños de juventud?

Por Gabriel Santiago Suede

Isao Takahata es un director impredecible. Puede ir del dramatismo más desgarrado a la comedia escatológica sin solución de continuidad. Usualmente confundido por un director realista, en realidad lo suyo está mucho más cerca del eclecticismo. Sin mencionar su obra en televisión y los largometrajes previos a los realizados en el estudio Ghibli, Takahata estableció una identidad de múltiples vías de entrada (si bien puede haber puntos de contacto entre La tumba de las luciérnagas (1988) y Recuerdos del ayer (1991), con La guerra de los mapaches (1994) la identidad del estilo realista se nos va a la mierda. Y ni hablar del salto que supone Mis vecinos los Yamada (1999) a Ana de las tejas verdes (2010) o a El cuento de la princesa Kaguya (2013)), por lo que a veces el encasillamiento no hace más que cometer una enorme injusticia porque nos predispone a una serie de expectativas que no necesariamente van a cumplirse. O directamente nos predispone a evitar entrar a la obra.

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El eclecticismo de Takahata, no obstante, encuentra en La guerra de los mapaches un medio para articular el viejo y querido discurso del estudio Ghibli en torno a las reivindicaciones de corte ecologista. Pero si ese fuera el único elemento que articulara las partes diversas de esta película frankensteiniana, a decir verdad estaríamos faltando a los hechos. Porque detrás de esa narrativa que pone el ojo en el avance de la tecnología y de la construcción (pero fundamentalmente de la vida moderna) sobre el mundo de la naturaleza, en el fondo hay algo más, acaso un tono melancólico de algo que se va, de algo que ya no volverá a ser. Curiosamente Takahata ha logrado expresar algunas de las tensiones de ciertos directores japoneses de post-guerra (aunque algunos de ellos contaran con una obra previa en el período silente) como Mikio Naruse y Yasujiro Ozu. Esa obsesión entre el pasado que se va y el presente que arrolla ha sido una constante en un género cinematográfico de la cultura audiovisual japonesa, el shōshimin-eiga (un género asociado al melodrama doméstico que narra hechos propios del contexto familiar en familias de clase media o clase media baja en contextos de cambio histórico).

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La curiosidad de La guerra de los mapaches es que Takahata logra tomar ese mood pero lo traslada hacia un terreno radicalmente distinto al del realismo de sus dos primeras películas en el estudio Ghibli. Por eso, cuando nos encontramos con la guerra que da el título a la película (guerra de los animales contra los humanos que avanzan sobre la naturaleza) entendemos que ese tono melancólico (ya sea que se trate de una metáfora del antiguo Japón (rural, de raíces nacionalistas fuertes, de preguerra) resistiéndose al avance del Japón cosmopolita (el Japón cosmopolita, urbano, de posguerra)) es el que permite entender que la obsesión y el tono están puestos en ese mundo que está cambiando, destruyéndose y que no va a volver. Por eso la elaboración narrativa de la película construye varias narrativas distintas: inicialmente una comedia física, posteriormente una suerte de comedia escatológica, finalmente un melodrama en tono menor con un código melancólico. Entre esas narrativas cambia radicalmente su tono cada vez que se le presenta la oportunidad, haciendo que se nos convierta en una tarea ardua intentar encerrarla en una sola forma. Asi las cosas, lo que prevalece es esa sensación tan narusiana y tan Ozu: una generación está muriendo o está dejando ir a las tradiciones que la generación siguiente no será capaz de defender o de encarnar.

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Cuando avanzamos, no obstante, nos damos cuenta que ese eclecticismo estilístico deja un montón de huecos en el medio, que permiten que la película respire a lo largo de sus casi dos horas, si, pero que también nos provee una sucesión de dispersiones que no parece manejar muy bien, como si le sobrara media hora hacia la mitad, como si a veces se olvidara que tiene personajes y que tiene que cuidarlos y quererlos y no dejarlos a la buena de Dios. Asi y todo, con su media hora de dilaciones y derivas, en el último tercio comienza a cerrar lo que había abierto. Y la metáfora se vuelve material hecho y derecho. Algo de eso lesiona la confianza en el mundo autónomo de mapaches con bolas grandes todoterreno (no recuerdo una película que pensara usos tan creativos para los testículos, sino miren la foto de los paracaídas que está acá al costado) que nos cautivaron en el primer tercio. Algo del cierre abandona un poco la comedia para erigirse en gran comentario sobre el paso del tiempo y la coexistencia de los dos Japón en la actualidad (o en la actualidad de mediados de los 90s, claro). Pero pese a esa agachada, el final se siente en el medio del pecho, porque logra conmover con las armas más justas, que son las de los planos justos. En esa corrida desesperada para el reencuentro con los propios, La guerra de los mapaches demuestra que, pese a que parezca lo contrario, tiene más corazón que odio.

Hay que reconciliarse con el pasado y con el presente nos dice Takahata. La convivencia no tiene por qué ser imposible. Entre lágrimas digo que si. Y comienzo a escribir esta crítica.

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