Hojas de otoño

Por Diego Maté

Fallen Leaves / Kuolleet Lehdet
Finlandia, 2023, 83′
Dirigida por Aki Kaurismaki.
Con Alma Poysti, Jussi Vatanen, Janne Hyytiainen y Nuppu Koiua.

La noche de los proletarios

Ningún director maneja con tanta elegancia el arte de las variaciones como Aki Kaurismäki. Kaurismäki encontró demasiado pronto un mundo narrativo y formal propio, y lo que siguió a eso fue una larga serie de transformaciones que vuelven obsesivamente sobre una escena primordial. Después de haber calibrado un tono personal en sus primeras películas bajo una visión lunar de las cosas, aleación de comedia amarga y de drama discreto, llega el momento de la consolidación con Sombras en el paraíso, donde una pareja de trabajadores desdichados se encuentra de casualidad y, teniéndolo todo para perder, comienzan algo parecido a una relación. Hojas de otoño vuelve una vez más sobre esos motivos: una empleada de un supermercado y un trabajador metalúrgico se conocen en un bar de karaoke y a los tumbos, con la torpeza de los apenas enamorados, empiezan a salir. Como de costumbre, Kaurismäki, un demiurgo severo, les interpone un camino tormentoso hecho de malentendidos, despidos y adicciones. La caída de la pareja debe arrastrar consigo los pilares que regulan la vida conocida y esperada: la familia, el trabajo, la amistad, alguna promesa de prosperidad. La filmografía del finlandés gira entera alrededor de algo que habría que nombrar con el arcaísmo de proletario; un cine que narra las penurias sin remedio de una clase condenada, entregada siempre a los designios de patrones, empresas o propietarios. Curiosamente, los cuentos, casi las fábulas, de Kaurismäki, reinterpretan mejor los lugares comunes del marxismo que las parrafadas en off de Godard o que la mayor parte del cine social europeo, sin la pompa de las llamadas a la rebelión ni la demagogia de las consignas simplonas (las críticas de la película que retoman y amplifican la querella “contra el capitalismo” crean una imagen escuálida y panfletaria de su cine). La pose del compromiso sobreactuado, del sujeto atribulado, no es para Kaurismäki: lo suyo es la queja entre dientes, con voz ronca y para sí mismo, un gesto parecido al de Holappa, que se pasa largas noches en los bares borracho y refunfuñando bajito.

Pero hay maneras infinitas de filmar gestos como la rabia contenida o la impotencia del que se ve perdiéndolo todo. El estilo Kaurismäki, un bloque monolítico de formas que todos conocemos y entendemos perfectamente (hasta que alguien solicita que lo describamos y las palabras faltan), se juega entero en la justeza de la representación. No parece cosa fácil filmar el desasosiego sin ceder a las tentaciones de la solidaridad inmediata (del lado del público) o del paternalismo y la crueldad (hacia los personajes). Como muestra basta recordar las elecciones estéticas de las viejas películas de los hermanos Dardennes, donde la moraleja sobre los males de la sociedad exige la escenificación inescrupulosa del sufrimiento de los protagonistas. Kaurismäki nunca quiso que sus personajes fueran víctimas propiciatorias en el altar de alguna denuncia de ocasión: el finlandés narra el hundimiento de sus criaturas desde una posición anfibia que alterna la frialdad con la compasión, el comentario político con la calidez del humanista. Kaurismäki dispone la cámara y arma el plano: todo el dolor del mundo tiene que caber en el encuadre. Todo se resuelve en la distancia, que es visual pero también narrativa: hay que filmar el sufrimiento evitando el golpe bajo, el sentimentalismo o la condescendencia, todos males de la cercanía, del primerísimo primer plano, el recurso de los directores que no saben cómo construir la emoción si no es a través de la exageración del rostro. Kaurismäki filma las pasiones en sordina de Ansa y Holappa buscando siempre el movimiento del cuerpo, como cuando ella pone a calentar la comida vencida que robó del supermercado en el que trabaja y al sacarla del microondas se da cuenta de que se olvidó de sacarle el plástico: el error cifra las frustraciones del día, que son las de una vida. El gesto que sintetiza todo es el acto, diligente pero funcional, sin exageraciones, de arrojar la comida al tacho de basura. De ese gesto, el espectador o el crítico podrán inferir lecturas políticas que sirvan mejor o peor a sus intereses repitiendo, seguramente con pereza, ideas precocidas sobre las diferencias de clase, la explotación laboral, las condiciones de vida o el estado del mundo. Nada lo impide, y esas lecturas en buena medida contribuyen al “capital simbólico” del director, volviendo posible su circulación por festivales y salas. Pero en esa traducción, en la que la materia de las películas se vuelve el insumo para que un grupo social se hable a sí mismo, se pierde, se empobrece, se reduce todo el programa kaurismäkiano. Tal vez para desarmar esos reflejos, esos tics de la crítica y los espectadores, el director oxigena el final con un momento de felicidad tempestuosa en el que resuena la memoria emotiva del cine mudo y donde hasta un perro celebra.

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