Hombres de piel dura

Por David Obarrio

Hombres de piel dura 
Argentina, 2019, 86′
Dirigida por José Celestino Campusano.
Con Wall Javier (La Queen), Germán Tarantino, Claudio Medina, Juan Salmeri, Camila Diez, Sergio Sarria, Malena Majul Liuen, Mauro Altschuler, Pedro Meza, David Maldonado, Joel Maluenda y Reyna Vivas.

La vida es un pájaro lúgubre

Por David Obarrio 

En la historia reciente de las “películas materiales”, Hombres de piel dura debería ocupar un lugar de privilegio. Uso la palabra materia para referirme a la evidencia física que refulge en ciertas escenas privilegiadas; el trazo indeleble que opera como testimonio directo del aspecto verdadero, palpable, de lo que está dentro del plano, y que no yace lánguidamente como un elemento decorativo del montón sino que es, de alguna manera, el corazón de la escena. Las películas de Campusano rebosan de momentos en los cuales la materia estalla resueltamente, con una insolencia de otro mundo, como si el cine al que pertenecen de pleno derecho se ocupara en realidad de esas pequeñas cosas siempre con riesgo de pasar desapercibidas, de entumecerse en el fondo de la pantalla como un velo inocuo que junta motas de polvo y a las que un cineasta menos atento, menos lúcido y menos temerario que él deja escapar sin el menor gesto de desaliento. En esta película notable, capaz de abalanzarse sin miramientos sobre el espectador, la naturaleza sólida, espesa, ineludible de lo que se mueve en la pantalla constituye una poética y un dispensario lírico de lo que es, verdaderamente, “habitar” el plano; como si cada cuerpo, cada gesto, cada grano de voz nos recordaran la comedia insondable de estar en el mundo, sin escapatoria ni argucias de último minuto. Un ejemplo: la risa compadrona de la madre que entrega a su hija adolescente para el libre uso de los hombres que la visitan, transacción violenta, resignada al orden cíclico de las cosas, que el director resuelve en un par de planos concebidos con una gracia pasmosa: Campusano, acaso el director argentino menos previsible de la actualidad, se ha vuelto un especialista en desgranar escenas terribles con la impasibilidad del que ha visto y ha madurado todo el dolor, todo el misterio de los gestos trágicos, la piel dura expuesta a la intemperie del abatimiento y la lucha por la supervivencia. 

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Campusano parece terminar cada película y forjar la siguiente como una cadena de sentido en la que las imágenes se suceden unas a otras, animadas por un vocabulario que les es común, una serie de ideas-fuerza, de vectores que se encargan de trazar el mapa general de sus películas. ¿Qué se puede leer en ese mapa? Que la hostilidad del mundo es evidente, que se vive bajo un signo maldito de opresión, olvido, desamparo; que solo parecen quedar restos de un improbable orden social anterior que contenía la promesa de ideales comunitarios y lazos de unión entre quienes lo habitaban. Hombres de pielduradespliega sus temas de curas abusadores y de alienación dentro de ese marco que le es familiar a su cine con una fuerza y una capacidad de reinvención sobrenaturales. Las lindes de la ciudad que se convierte indolentemente en campo cobijan un ejército de hombres y mujeres duros, que auscultan la violencia latente en derredor con parpadeos de miedo y melancolía. En el medio, el director encuentra raptos secretos de ternura entre el chico rechazado y su hermana, o en el sexo a escondidas como vehículo urgente que libera el deseo y reconvierte la soledad del que no encuentra un lugar propio en aventura vital y esperanza de redención. 

Como tantas otras veces, el director argentino juega con fuego, enfrentándose a cualquier tema sin esgrimir concesiones ni excusas edificantes de ninguna clase. Las vidas de Hombres de piel duraparecen cantar para no morir, extender sus trucos de supervivencia diaria como un pájaro perdido en medio del fuego cruzado. Su película está construida sobre la materialidad contundente que se expresa en la aspereza de vidas descorazonadas, al borde del anecdotario más escabroso y menos digerible, y se muestra capaz de campear sobre ella exhibiendo una delicadeza letal de esgrimista. Campusano tiene la destreza suficiente como para tomar piezas que encajarían con demasiada comodidad en la “sección policiales” de cualquier noticiero o semanario al uso y extraer de ellas no solo una trama completamente personal, tan suya como cualquier otra, sino los rasgos visibles de una humanidad estremecedora, examinada pacientemente, de película en película, cuya existencia se admite con los ojos entrecerrados de asombro y a veces de aprehensión. El modo en el que retrata a los curas de su película resulta apabullante: como seres perdidos para el mundo, criaturas dolientes sin consuelo que parecen reptar en conversaciones tenues propias de confabulados o de una triste casta vampírica en ineludible trance de extinción. Dioses intermedios de una peste que empezó por arrasarlos primero a ellos. Cuando uno de los curas pide ser confesado por el otro, asoma la estupefacción abismal del Bergman menos acreditado –estoy pensando en El huevo de la serpiente, pero también podría ser el de la pareja de protagonistas estragados por la extraña invasión que sufre la isla de Fårö en Vergüenza-, aquel en el que el mundo se cubre de una pátina de misericordia inesperada, ejercida a un paso de la perdición total. 

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En el seno de un cine estandarizado que vive, digámoslo de una vez, de sus pequeños arrebatos de astucia, de su voluntad de ser siempre un cine con poder de circulación global, con facilidades para pertenecer a la familia en apariencia bien avenida de las imágenes con certificados, llaves maestras, acceso cómodo a los espacios de legitimación mundial, las películas de Campusano contribuyen obligadamente a crear alrededor de su director un halo de creador solitario, hecho de solidez autoral, obstinada visión propia y capacidad para moverse en cierta zona fantasma a la que se ve relegado con una mezcla de altivez y de resignación soberana. Ese lugar, ese territorio inestable donde el cine que importa está llamado a producir un cortocircuito lógico en la corriente de docilidad con la que las películas, simplemente, se dejan llevar, un poco adormecidas, sin gracia ni nobleza verdaderas, por el deber ser del cine – sus compromisos, sus complejos, su taciturna habilidad para posicionarse en el mercado- es nada menos que el “cuerpo a cuerpo” de Campusano: su encuentro con la inmediatez de la experiencia, allí donde las cosas suceden de una vez y para siempre, pertrechadas con la singularidad del momento; un relámpago irrepetible cuyo fulgor solo admite ser trasmitido en tiempo presente. Es decir, el compromiso con las imágenes a como dé lugar; el desafío constante que implica tener una mirada que hay que sostener contra todo obstáculo, al margen de los agasajos y las gratificaciones derivadas de la consagración aplicada a las fórmulas consabidas.   

En algún punto, Campusano debería ser tenido en cuenta aunque más no fuera como el cineasta intrépido cuyos ojos miran lo que nadie mira en el cine que nos toca en suerte. Por lo menos no lo mira así, desentendiéndose del arsenal de modales melifluos con los que se construye una reputación de refinamiento y habilidad para hacerse un lugar en la casta confiable del cine. La distinción desesperada de sus películas no es una cuestión de factura, de tono, de habilidad para no dejar huecos en el interior de cada escena –por la que pasa de todo: temblor, sorpresa, deslumbramiento, la estela de extraños movimientos funámbulos y la convulsión de pasiones ocultas de un falso, abrupto neorrealismo reinventado en Marcos Paz- sino, precisamente, de cierta candidez elemental con la que su cámara parece querer regocijarse en encontrar lo nuevo en las siluetas exhaustas de las cosas; mirar de nuevo todo, pero sobre todo mirar con una compasión regia lo que siempre ha estado ahí y a lo que se prefirió pasar por alto, dejar de lado para más tarde (es decir, para siempre) como una excrecencia o el signo de una falta vergonzante. En el cine de Campusano nunca hay medias tintas, como no hay otra cosa que no sea una vocación narrativa incesante, la convicción de que las películas no son un juego frívolo de toma y daca sino una construcción minuciosa mediante la que se es testigo obligado del mundo. Se mira para contar lo que se ha visto, se filma para ofrecer testimonio del asombro, el dolor, el encuentro fortuito entre el ojo y la misteriosa fosforescencia que se agita delante y que constituye aquello que llamamos realidad.     

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