Muerte infinita

Por Diego Maté

Infinity Pool
Canada, 2023, 118′
Dirigida por Brandon Cronenberg
Con Alexander Skarsgård, Mia Goth, Jalil Lespert, Cleopatra Coleman, Thomas Kretschmann, Amanda Brugel, John Ralston, Caroline Boulton, Jeffrey Ricketts.

Un órgano sin cuerpo

La breve historia de Cronenberg (Brandon) podría haber sido filmada por Cronenberg (David): del cuerpo de un director de cine se desprende algo, un tumor o una protuberancia que trata de imitar la arquitectura biológica del que fuera su host. En sus primeros años de vida autónoma (Antiviral), el joven organismo logra con cierto éxito reproducir la constitución genética de la criatura m(p)adre y el nuevo cuerpo vislumbra algo parecido a la felicidad de la homeostasis, prospera (thrives). Pero, como en todo relato cronenberguiano (davidiano), la amalgama o la división fracasa y surge un conflicto celular que amenaza con destruirlo todo. La forma de vida identificada como Cronenberg Brandon se vuelve irregular, falla, se desgarra en un océano de confusión (The Possesor); la herencia genética se agota y el organismo no consigue desarrollar los mecanismos que le permitan adaptarse por sí solo al entorno. La etapa de degradación cobra una nueva velocidad: el Cronenberg Brandon pierde los datos de la conciencia que alguna vez lo ayudaron a imaginarse como un ser singular, un sujeto, y se disgrega (Infinity Pool), se hunde en el desorden, como sucede en las tragedias biológicas que filma Cronenberg David, que ve deshacerse en un charco de enzimas al montón de materia que alguna vez fuera su descendencia y le asegurara una sobrevida genética.

Infinity Pool cierra el primer ciclo vital de un director de cine que trató por todos los medios disponibles de matar al padre para darse un mundo propio y terminó matándose a sí mismo (una tragedia antigua antes que cronenberguiana). La primera película de Brandon, Antiviral, se aferraba al universo cárnico del body horror levantado especialmente por David: había ahí un clima infeccioso, una sátira hiperbólica (que ponía a resguardo la película de cualquier interpretación demasiado lineal -pero sin obturarla) y, sobre todo, un manejo un poco rústico pero energético del thriller corporativo que leía el cine estadounidense de los 70 y su obsesión con la conspiración total. Antiviral era una película esforzada, que trabajaba con detalle su mundo y a sus personajes, imitaba con atención la aspereza y el antipsicologismo del film noir y se tomaba en serio tanto su premisa distópica (las celebridades venden sus enfermedades bajo la forma de virus que distribuyen grandes corporaciones). Era una película de principiante, sí, casi una prolongación de alguna tesis filmada en una carrera de cine: la asepsia generalizada del blanco hasta hacía acordar a THX 1138, el corto estudiantil que a George Lucas, para pérdida de todos, se le ocurrió transformar en largometraje. 

En The Possesor, Brandon sigue otro camino: el hombre se entusiasma con los artefactos que pone de moda el nuevo cine de terror, ese que el director de esta página y otros más llamaron arterror señalando un sistema estético que desde hace años movilizan algunas películas (hoy son legión). En The Possessor están todos los tics de ese cine al uso: una historia ligeramente incomprensible; una sobreabundancia de lo que, a falta de un nombre mejor, llamamos “climas”, aunque en realidad se trate de una atenuación narrativa; una batería de recursos exagerados como planos raros, miradas a cámara, máscaras, flashbacks confusos, inserts veloces o una fotografía invasiva. Todo en The Possessor, al igual que en It Follows, Midsommar, Huye o Titane, grita un sentido, una sola y única cosa: “no soy una película (movie) de terror, soy algo más, mejor, soy un fim, soy artística, profunda, mirá las cosas que hago y cómo te dejo confundido, conmigo pensás”. Es verdad, The Possessor deja pensando, pero no en lo que acaba de verse sino en la idea estrambótica (pero ahora dudamos) de Manny Farber sobre El Ciudadano y el cine de Welles: Farber estaba seguro que el debut de Welles llevó al cine los peores recursos del teatro y la literatura, los gestos grandilocuentes, la impostación o los arranques de oscuridad, y que su éxito arruinó la carrera meteórica de un medio que gozaba de una salud estética robusta y se regía por códigos más vitales. Farber creía que Hollywood le dio lugar una película como El ciudadano porque necesitaba reinventarse, labrarse una nueva imagen cultural que permitiera cautivar a un público esquivo que buscaba el arte en otros lugares. Varias décadas después, el diagnóstico sigue vigente y ahora sucede dentro del terror con estas (ya no tan) nuevas películas, que entienden el cine como un acto de acrobacia formal destinado a generar la impresión de estupor, de complejidad o de profundidad (lo que sea que eso signifique). 

Infinity Pool empieza: algo huele mal en el país de Li Tolqa, en el seno de la pareja protagónica, en el writer’s block de él, en el malestar sordo de ella, en los vapores malignos que envuelven el resort. La cosa se desenvuelve enseguida: los dos encarnan el estereotipo de los turistas acomodados (“dos burgueses”, pensará el espectador, encantado con su reservorio semántico) que viajan a países pobres en busca de experiencias fuertes, primarias; el territorio les muestra su reverso terrible y se descarga el castigo que cierra el sentido de la fábula (“como en Midsommar”, conecta el espectador, mientras recuerda que la película le gustó, que le pareció importante, distinta, un cine necesario).

Brandon renuncia al legado carnal del padre para abrazar otro credo, el del horror exageradamente discreto que dispone aquí y allá signos de una elegancia presunta. Al comienzo, uno de los planos se inclina y gira mientras sigue de espaldas a la pareja: pero estas cosas ya las hacían el expresionismo alemán o Torre Nilsson. Después está la ambigüedad, apuesta que siempre paga bien, tal vez porque crea el espacio mental para que el espectador juegue a completar lo que falta y, al mismo tiempo, sienta que accede a algún tipo de elaboración intelectual: (mal) truco de prestidigitador que el cine de terror tradicional desconoce. Después continúa la seguidilla de lugares comunes mínimos para la seducción intelectual: hay dobles, exotismo, una elite decadente y cruel, un estado de primitivismo generalizado, nativos atávicos, escenas de maltratos, humillaciones y un hombre vacío que se busca a sí mismo en los lugares y las situaciones equivocadas (y paga el precio de sus errores). Brandon sabe que esa caja de juguetes conocidos puede activar en el espectador una memoria emotiva conectada con algunos grandes nombres como Buñuel, Ripstein o Ferreri, y de cuya invocación espera extraer metonímicamente la potencia que su película no consigue por medios propios. En una de las primeras escenas una mujer le hace una paja sorpresiva al protagonista: antes hay un plano que observa el pis cayendo; después del orgasmo, otro que muestra el semen. Filmar secreciones es un acto declarado de fan service: el espectador mira las imágenes y cree que asiste a un hecho escandaloso que un público más pacato y menos curtido no toleraría (lo mismo pasa con los vómitos en El triángulo de la tristeza, que no es de terror pero que nuestro espectador imaginario vio y retiene en su memoria).

Pasan cosas, el protagonista atropella a alguien, es sometido a un juicio sumario y a ser ejecutado a manos del hijo mayor de la víctima, pero todo se arregla pagando una alta suma de dinero con la que el gobierno fabrica un doble idéntico para que reciba la pena en su lugar. Todo se enrarece, el protagonista es recibido por una cofradía de millonarios que ya atravesó el proceso varias veces y que ahora, desprovistos del temor a cualquier represalia estatal, se entregan sin culpa a toda clase de excesos y de diversiones terribles. La película es un plomazo, pero en ese momento el guion le revela a Brandon un nuevo camino a seguir: el hombre ahora puede dedicarse a filmar los actos de rapiña, el vandalismo y el comportamiento gangsteril del grupo, hay energía en las salidas nocturnas en auto, en los planes para sembrar el caos o torturar a civiles incautos. Pero el director sigue en la suya, en eso que por pereza llamamos “climas”, en la música electrónica grave, en los planos de máscaras nativas, en el estupor de James y sus dudas sobre la identidad.

Cautivo de sus propios tics, desperdicia el magma de pasiones que se anuncia en la segunda mitad y opta por buscar refugio en el absurdo, un gesto de autoconciencia que (debe creer Brandon) lo blinda contra las críticas, como el inseguro que se apresura a reírse de sí mismo para ganarle de mano a los otros y asegurarse así algún resto de dignidad. Mientras tanto, David filma Crímenes del futuro, una película decididamente menor y olvidable que, por contraste con el cine que nos toca en (mala) suerte, y eso incluye las películas de  su vástago Brandon, es de lo mejor de los últimos años.

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