Irma Vep

Por Marcos Rodríguez

EE.UU., 2022, 8 episodios de 53′
Creada por Olivier Assayas
Con Alicia Vikander, Adria Arjona, Fala Chen, Carrie Brownstein, Lars Eidinger, Jess Liaudin, Vincent Lacoste, Jeanne Balibar, Hippolyte Girardot, Vincent Macaigne, Nora Hamzawi, Antoine Reinartz, Alex Descas, Michèle Clément, Johannes Oliver Hamm, Tom Sturridge, Byron Bowers, Pascal Greggory, Dominique Reymond, Sigrid Bouaziz, Vivian Wu, Valérie Bonneton, Calypso Valois, Denis Podalydès, Nathalie Richard, Maya Sansa, Clément Métayer, Thurston Moore, Kristen Stewart, Lou Lampros

Piel de terciopelo

En más de un momento (bastante más que unos cuantos, perdí la cuenta), los personajes de Irma Vep se dedican a intentar dilucidar qué sería exactamente la Irma Vep que están filmando (dentro de la ficción): una serie, la remake de un serial, la remake de una vieja película del director ficcional (paralelo explícito de Olivier Assayas), una película de ocho horas dividida en partes, contenido para plataformas, arte, cine, una pajereada del director que no logra olvidar a su ex esposa hongkonesa, una sesión de exorcismo, el vehículo barato y prestigiador para una campaña de perfumes. Cada personaje tiene su punto de vista (que va de lo pragmático a lo pedante) y suelta argumentos que no me queda claro si se suponía que tenían que ser profundos o solo parte del juego. Irma Vep (la que miramos nosotros), claro, no es nada de todo eso. Irma Vep, simplemente, no es nada.

Es cierto lo que dicen unos jóvenes hacia el final del último capítulo de la serie: es probable que quienes miren esto en plataformas hoy (si es que alguien lo mira, no tengo números) estén descubriendo a un director ya un poco viejo y venido a menos, de entrada menos atractivo como razón para verla que su protagonista: esa criatura de cine que lleva por nombre Alicia Vikander. Pero a quienes conocemos el cine de Assayas, nada de todo esto puede sorprendernos demasiado: no solo porque se trata de un “autor” en el sentido más repetitivo de la palabra, sino porque también, justamente a partir de su anterior Irma Vep, sabemos que la autoreflexión forma una parte fundamental de su, digámosle, universo cinematográfico, y en este caso el rulo se riza sobre el rizo: la ficción reflexiona sobre la ficción y la película filma no solo la filmación de una película, sino la filmación de una película sobre una película sobre una película: Irma Vep al cubo. La canchereada y el posmodernismo no son ajenos a Olivier Assayas, pero tampoco lo es la belleza. La Irma Vep que vemos contiene no solo la historia de un rodaje (y todas las peripecias, encantadoras y transitorias, que eso conlleva), sino que contiene concretamente planos de la Irma Vep anterior de Assayas (en sus momentos menos narrativos) y, sobre todo, contiene una gran cantidad de planos de Les Vampires (el serial mudo original), así como también algunos momentos de recreación histórica de fragmentos de las memorias de Isadora (la protagonista original del serial), que suman “documentación” a la ficción. Lo que vemos, entonces, son más los problemas para filmar que el acto mismo de filmar, y una historia episódica, rocambolesca e inverosímil (el argumento de Les Vampires), que suele contarse a través de las palabras de los personajes que se preparan para filmar determinadas escenas, que en la mayoría de las veces no vemos: buena parte de Les Vampires lo narran las propias imágenes de Les Vampires. Cuando vemos, cada tanto, el resultado del trabajo de toda esta gente que se embarcó en la tarea absurda de recrear (otra vez) un serial de hace cien años, los planos que vemos (señaladas muy claramente por los tonos, los modos) aportan más atmósfera que historia: probablemente lo que un serial mudo de hace cien años casi no tenía. Filmación que no vemos, historia que no vemos, filmación de la filmación: el resultado, finalmente, no es tanto una reflexión (como sí ocurría en la primera Irma Vep, de 1996) sino más bien una pirueta en el aire. 

No es casual la cantidad de tiempo que la serie le dedica a los vestuarios. No me refiero únicamente a la discusión y despliegue del vestuario de Irma Vep (terciopelo negro, a diferencia de la seda negra del original, según se nos dice en más de una ocasión), que es tema de discusión y también tema de una cantidad infinita de planos. Ni siquiera me refiero al despliegue de diferentes vestuarios que Mira (Vikander) debe utilizar en las diferentes escenas en las que Irma Vep no aparece con su disfraz (su verdadera piel) de fantasma/dominatrix. Todo es vestuarios. Llega un actor y vestuarios. Diferentes escenas y lo más importante es probar vestuarios. La producción busca un reemplazo para el director en uno de los episodios, y lo primero que hace este nuevo director/usurpador (o, por lo menos, lo único que se nos muestra) es consultar por el vestuario de una de las actrices. En Irma Vep (la que vemos nosotros) lo que importa es el aspecto de las cosas, la iconografía, su superficie: aquello a lo que va a acceder la cámara. Hay, cada tanto, alguna discusión sobre lo que se supone que se está filmando, sobre el sentido de las escenas (sobre todo, en el episodio en el que se discute, en tiempos del #MeToo, los modos en que se filma un secuestro sexy), sobre las “motivaciones” de los personajes, pero con un serial nada de todo eso tiene mucho sentido. En cambio, el vestuario está siempre presente, como tema central, como nota al pasar, como reflexión: el vestuario hace al personaje. La piel es la esencia. Para esto es fundamental el personaje interpretado por Jeanne Balibar, pero esta integrante de la producción, la lesbiana canchera y drogona, el lubricante que articula la socialidad del rodaje y la intimidad de más de un actor, podría haberse dedicado a cualquier otra cosa y no, es la vestuarista, ese rol que no creo que haya tenido nunca una importancia simbólica tan grande como en esta serie/película.

Hacia el final de la serie, en particular a partir del capítulo 6, Irma Vep comienza a girar de forma explícita hacia una reflexión sobre lo invisible, lo mágico, lo fantasmagórico: el cine como canalización, como invocación, además de como exorcismo de los demonios interiores. Las citas se vuelven más extrañas, las imágenes se vuelven más experimentales (o, en realidad, se vuelven una cita a un cine experimental) y la narración se libera: ya prácticamente no hay personajes nuevos por introducir ni muchos giros de historia más, la ficción (dentro de la ficción) comienza a invadir la realidad (de la ficción) y se introducen elementos fantásticos. Se trata, probablemente, de sus momentos más encantadores: ya ni siquiera importa Les Vampires, no importa atenerse a las reglas de la lógica, lo que importa es un espíritu de terciopelo que se pasea por habitaciones de hotel y por los techos de París. La reflexión se va diluyendo en la fe y lo que queda es puro amor al cine. Se trata de una fe, por supuesto, así como las ideas de luz y sombra, demonio y fantasmas, bastante chatos: nada tiene más espesor que el de una pantalla. Pero esa es su gran victoria: no hay profundidad posible que podamos alcanzar en el cine de Olivier Assayas, sino pura superficie. Pero el cine, después de todo, solo existe en esa superficie.Nada de lo que Assayas, sus personajes o nosotros en relación con ellos podemos decir o pensar sobre el cine, sobre el amor, sobre nuestros demonios va a importar mucho. En cambio, entregada a las piruetas del cine adentro del cine adentro del cine adentro de una serie, Irma Vep alcanza una estratósfera en la que la gravedad apenas se siente. Sin el peso de la lógica, casi sin el peso de una historia, por suerte casi sin el peso de cosas importantes por decir, lo que queda es pura superficie, casi ocho horas de pantalla liberada. En esas horas cabe un poco de todo: la repetición, el estereotipo, la perversión, pero por suerte también, ocasionalmente, fulgores de terciopelo.

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