J. Edgar

Por Fernando Luis Pujato

J. Edgar 
EE.UU., 2011, 137′
Dirigida por Clint Eastwood.
Con Leonardo DiCaprio, Naomi Watts, Armie Hammer, Judi Dench y Josh Lucas.

El padre de la criatura (*)

Por Fernando Luis Pujato

Ya está, ya pasó, a otra cosa. El film más importante  descendido desde La Meca hasta este rincón del Cono Sur hace pocos años atrás casi no existe más, muy pocos lo recuerdan ya, se lo citará como ejemplo o contraejemplo de algo que no tenga mucho que ver con el cine directamente y, eventualmente, algún cineclub lo repondrá dentro de un ciclo de autor o de una temática del tipo “La consolidación política del  Imperio” o se lo utilizará como ejemplo en un curso acerca de “Psicosis y personalidad en grandes figuras norteamericanas del siglo XX” o cosas por el estilo -aunque con otros títulos, es de esperar. Tal vez, no tan paradójicamente, el film corra más rápido que la crítica periodística, que cree correr más rápido que el cine, que se ilusiona con esa posibilidad de eficaz despachante de una aduana global acumulando capas y capas de información en la web que ya están perdidas, que reseña. Esto ya no significa nada, lo que hasta hace no mucho tiempo atrás era novedoso y, probablemente, necesario, ha pasado a ser un trámite pautado, formateado, sin sorpresa e imaginación, sin otra cosa para decir que la fotografía es deslumbrante, las actuaciones son verosímiles, la música es maravillosa, los efectos especiales son increíbles y, por supuesto, la historia es comprensible. Hay algunas variantes en torno a estos tópicos -el revés de todo lo anterior, por ejemplo- y sería bastante aburrido, un tanto inútil, y muy poco placentero confeccionar una lista de éstos pues transcurren por los mismos lugares comunes. Los films parecen ser más o menos iguales, los autores más o menos parecidos, el cine es una llanura con alguna que otra pendiente o elevación de acuerdo a los consensos, el aparato publicitario o, sencillamente, la escasa disposición para asumir algún riesgo crítico o algún riesgo sin más.

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Todo esto -tan poco como esto- para decir que aún hay cuestiones que discutir en torno a Cartas desde Iwo Jima (2006). la variante fílmica de un informe que produjo la gran antropóloga Ruth Benedict en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial a instancias del Departamento de Inteligencia y Propaganda del ejército de los EE.UU para comprender el carácter de los japoneses (el libro se editó en 1945 y, por supuesto, El crisantemo y la espada es una ironía acerca del carácter de los…norteamericanos)  y de Gran Torino (2008), la puesta fílmica de las cicatrices de la guerra de Corea en un anciano republicano conjugada con una excéntrica y desprotegida familia mnong gar, en un territorio en el cual ambas presencias inquietan e incomodan, tal vez una más que la otra pero sólo por su extranjería y una tanto como la otra pero sólo por su ciudadanía; una incómoda presencia del presente y un innecesario residuo del pasado. Dos grandes films que intentan revisar parte de la historia reciente de un país no demasiado acostumbrado a mirar las cosas desde el punto de vista de los otros, a dar ese rodeo incómodo pero necesario para poder situarse imaginativamente frente a una irreductible diferentia sin apelar ni al provincialismo ni a la fácil condena moral, y mucho menos proclive a respetar una traslación lingüística ajena en una pantalla de cine, a enfrentarse con  aquellos límites de los que hablaba Wittgenstein, ese lenguaje acotado a un mundo, clausurado en su propio devenir. No es el caso de J. Edgar, claro está, que no pretende lidiar con una comprensión cultural casi incompresible allende al Océano ni tampoco inmiscuirse con una otredad poco menos que inaprensible puertas adentro, pero que se encuentra, claramente, en sintonía con aquellos films en torno a esa cuestión histórica que Marc Bloch resumió en una sola, brillante y límpida frase: “comprender el pasado a través del presente y el presente a través del pasado”; casi una imposibilidad.

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Pero Eastwood intenta, tozudamente, comprender. Comprender lo que puede significar una filiación, una amistad, y una prohibición. De todas las cosas que son necesarias para conservarlas, de lo que se debe soportar, soslayar, y mentir, en pos de un vínculo familiar, de una relación de amor no querida tempranamente, de un sueño amoroso deseado desde siempre pero nunca (¿o sí?) consumado; al menos físicamente. Se piense lo que se piense psicoanalíticamente del insoportable retrato de la madre de Hoover, de la fidelidad de su secretaria, y de la abnegación de su enamorado. Se diga lo que se diga acerca de la castración, de la ausencia de la figura paterna, del complejo de Electra, del puritanismo feroz, de la hipocresía, de la renuncia y, por sobre cualquier otra consideración científico explicativa, de la incondicionalidad, el triángulo privado que vertebra J. Edgar es una historia acerca del ocultamiento, de un saber ocultar en lo público cualquier instancia privada que pudiera frenar el ascenso y la consolidación de una obsesión que, hasta hoy, sigue permeando el ethos del pueblo norteamericano, al menos el de aquellos que dirigen, desde las sombras o no, los destinos del Imperio. Que Eastwood pivotee el relato entre lo privado y lo público, instaurando un registro oscuro, entre penumbras -como los recuerdos, como algunos recuerdos- y quebrando la linealidad temporal con flashbacks y citas memoriosas no es otra cosa que la puesta en escena de aquella obsesión, que tiene su tiempo y su lugar, sus trazos políticos y su cotidianeidad, sus momentos maquiavélicos y su discurrir afectuoso, que toma la forma de una evocación personal y de un registro policíaco, que nos pasea continuamente entre la conducta de un pequeño gran déspota titiritero manejando los hilos de las marionetas de turno en el gran teatro de la democracia y los tortuosos laberintos de la pequeñez de cualquier hombre en aquellos momentos en los que el mandato ya no alcanza, en la suspensión fugaz y siempre transitoria de un deber ser.

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Lo cual no significa ni una disculpa histórica a la figura de Hoover, ni una posición tibiamente objetiva en aras de pintar una problemática subjetividad, y ni siquiera un tránsito hacia el entendimiento de las maneras que deben asumirse para forjar un organismo de inteligencia. No hay absolutamente nada en el film que semeje una exhaustiva investigación documental acerca de los acontecimientos históricos que permitieron la emergencia de una espía ciudadana, ese collage de fotos, archivos de diversos tipos, documentación oficial y no tanto, testimonios fidedignos y no tanto, con los cuales se supone -y a los cuales se les reclama- que arribaremos a la cruda verdad, al desnudo objetivismo, a la ansiada comprensión. Tampoco hay una escena o un plano, una línea de diálogo o una conversación, que sugiera, que intente sugerir, una mecánica correspondencia -o una correspondencia sin más- entre la sexualidad del creador y mandamás del FBI y sus despóticos manejos entre bambalinas, menos aún una pesquisa sociológica en torno a las conductas de los sujetos involucrados en el nacimiento y consolidación de un aparato estatal. Porque el  film no es ni una casuística, ni un tratado acerca de la homosexualidad y de los efectos que ésta puede producir en hombres que detentan cargos poderosos, ni una certera comprobación de procederes universales; es la vista de una condición atrapada. Y si esta complejidad parece algo simple de llevar a cabo es porque Eastwood nunca inclina la puesta hacia tal o cual aspecto del mostrar, porque recorremos el film junto a los personajes y no a través de ellos, porque sólo esos dos planos alejados de Hoover deteniéndose unos instantes frente a la foto de George Washington antes de entrar al despacho presidencial son suficientes para entender el peso de un legado fundacional.

Si todas o algunas de estas cuestiones significan que estamos ante un cine clásico, una manera de narrar cadenciosa, una economía de las formas y de su destino -la adquisición de una sabiduría cinematográfica- es algo que no debería preocupar en demasía a nadie y ni siquiera debería ser motivo de discusión alguna. El cine del futuro podría ser éste, el cine del pasado también, el presente es J. Edgar. Es suficiente con esto.

(*) Publicada previamente en el blog www.lanochedelcazador.wordpress.com

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