Jean Rouch, el otro (IV)

Por Fernando Luis Pujato

Uno de nuestros redactores mas interesados en el cine como encuentro de culturas se tomó mucho tiempo de su vida cinéfila para pensar en autores que ponen ese encuentro en tensión. Uno de ellos es, ni más ni menos, que Jean Rouch. Como desde hace buen rato teníamos ganas de publicar una serie de notas sobre algunas de sus películas les traemos una serie de textos de Fernando. Este es el cuarto, sobre Las viudas de quince años La Goumbé de los jóvenes juerguistas. No se pierdan ni esta, ni la primera, ni la segunda, ni la tercera ni las siguientes salidas.

Las viudas de quince años
Francia, 1964, 24′
Dirigida por Jean Rouch

La Goumbé de los jóvenes juerguistas
Costa de Marfil, 1967, 26′
Dirigida por Jean Rouch

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Por Fernando Luis Pujato

Resulta interesante comparar el registro parisino de Las viudas de 15 años, muy a lo nouvelle vague, muy al retrato de la alta burguesía francesa de los 60´, con el desembarco africano de Rouch en Costa de Marfil, con esa preocupación -también muy francesa- de asir inteligiblemente una otredad ya no tan pura, ya no tan especular, aunque sí altamente contrastante. Porque lo que parece ser en un principio una fábula de tono más bien moralista, un grupo de jóvenes cuya vaciedad vivencial atraviesa, al parecer, gran parte de la historia de las sociedades opulentas, se convierte a la luz de La Goumbé de los jóvenes juerguistas en una suerte de condena ética y estética, en un gesto casi desesperado, casi infantil, por tratar de guarecer un futuro, hasta una relación generacional, de un mañana ya clausurado en su propio devenir.
¿Qué encuentra Rouch allá, en ese corazón conradiano que sirve de soporte material a ese allí tan adorablemente napoleónico?: unos jóvenes también que han perdido sus referencias societarias, extraviados en un lugar que ya no vincula nada salvo el trabajar anónimamente en emplazamientos coloniales, en transcripciones callejeras, en confecciones domiciliarias. Y esos jóvenes, al igual que los de la metrópoli, se juntan, se aglutinan, se organizan, tratando de otorgarle un sentido a sus nuevas vidas, intentando mantener vivo el “espíritu del Africa”, replicando modernamente la hipocresía burguesa, instalando la idea de un romántico pasado, reviviendo generacionalmente la falsedad imperial.

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Y entonces, todo lo que Rouch ficcionaliza magistralmente, conduciendo su película por medio de dos adolescentes situadas en un contexto social inequívoco, utilizando la fotografía como un registro al servicio del cine e instaurando un plano final que nos muestra un desesperado intento salvacionista por parte de alguien que parecía no soportar ver a su país más que a través de la lente de una cámara, se convierte en todo lo que Rouch documentaliza derivativamente en esa otra -misma- película cuyos personajes se presentan con su propia voz, con nombres propios, con jerarquías establecidas, despojados de esa suerte de velo exótico impresionista que cubre buena parte del ideario occidental acerca de la otredad. Aquella primaria sensación de extrañamiento (los nativos) y aquél establecido orden de propiedad (mis africanos) es reemplazado por personas reconocibles, con problemas concretos, que instituyen una comunidad extracotidiana subvirtiendo una dirección orgánica cotidiana.
Lo que ya no parece ser tan interesante sino más bien difícil de llevar a cabo es no inclinar la balanza ideológica-visual hacia la fortaleza existencial de los otros en detrimento de la asfixia vivencial de un nosotros. Porque es tan flagrante la dicotomía entre estos dos mundos, tan opuestos sus designios presentes, que resulta tentador ver allí parte de aquello que tres décadas después constituirá la preocupación primaria de Claire Denis y la pretérita advertencia de Manoel de Oliveira: el agotamiento corporal del Occidente, una civilización a la deriva e incluso una romántica idea de los trópicos, vía Lévi Strauss, como el último reservorio de una prístina humanité.

Tal vez así sea. Pero hay algo distinto en la obra de Rouch, algo que lo singulariza más allá de paralelos retrospectivos, intenciones personales o pesados corpus coloniales. Y ese algo está, indudablemente, en la puesta en escena de sus films, que siempre comienzan con una brevísima introducción situacional del tipo estamos en tal lugar, pasan tales cosas y demás etcéteras descriptivos para luego introducirse visualmente en viajes iniciáticos, ritos propiciatorios y asambleas resolutivas. La voz del narrador desaparece, la figura del director parece estar sólo en los créditos.
Y no se trata de un cine premoderno, preconciente, primitivo y demás artilugios verbales excusatorios con los cuales se quieren disfrazar las confusiones identitarias o poner a buen resguardo las motivaciones escapistas. No hay nada más moderno -o posmoderno si es que esa noción todavía guarda algún sentido- que la pretensión de retratar a los otros, de evocar lo que ya se ha visto.Y no es que Rouch no supiera distinguir las formas documentales, esa otra distinción acomodaticia aunque más académica, o pretendiera escabullirse en la noción integral de una puesta inventariada. No le interesaba zanjar un abismo o deglutir una diferencia o explicar una conducta; El Humanismo y las Ciencias se las arreglan bastante bien con esto.

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En el último plano de La Goumbé de los jóvenes juerguistas alguien está cantando mientras toca un instrumento de percusión. Antes de que se cierre la noche y la pantalla funda en negro ese alguien está mirando a cámara. No sabemos lo que canta, no hay traducción posible, no hay traslación posibilitaria ni, ciertamente, resolución interpretativa. ¿Quién mira a quién y para qué?. Ficcionalizar una diferencia cultural no significa, necesariamente, inventar e inventarse una confortabilidad trascendental, aunque acaso pueda significar incluirla e incluirse en el laberíntico intento de un comprender. Tal vez, tan sólo, la posibilidad de un comprender.

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