La deuda

Por Gabriel Santiago Suede

Argentina-España, 2019, 74′
Dirigida por Gustavo Fontán.
Con Belén Blanco, Marcelo Subiotto, Edgardo Castro, Leonor Manso, Walter Jakob, Andrea Garrote y Pablo Seijo.

Ver con la mano

Hay algo que siempre sobrepasa al poder del ojo y del oído en el cine de Gustavo Fontán. Y como lo excede, esos dos sentidos se ven desbordados, apabullados. Por eso el cine del director ha sido calificado una y otra vez como un cine de carácter bressoniano, en el que la experiencia táctil sea aquella que exprese lo que el ojo no ve y el oído no distingue. Esta cualidad logró que, en relativamente pocos largometrajes, Fontán montara una identidad, encontrara un perfil y definiera una obra. Y como los críticos somos en buena parte adeptos a las obras y a la identidad del autor, todos contentos. El tema es que tener una obra no debería volverte necesariamente bueno, ni interesante, ni sensible ni complejo. Hay miles de películas sin una obra detrás, sin una mirada autora precisa y sin miles de cosas que las “protejan”. De ahí que, cuando un autor abandona esa previsibilidad que da el corpus fílmico, encontramos con cierto regocijo esos resquicios de libertad que suelen hacer tanto bien como el aire fresco en una habitación hedionda. Las obras pueden ser lugares de muerte, por lo que a veces lo mejor que podemos hacer con ellas no es otra cosa que alejarnos corriendo bien rápido, a ver si la velocidad del tranco trae algo distinto.

Marcelo Subiotto Y La

Fontán (de previa carrera teatral, con varios cortometrajes y mediometrajes en su haber) había dirigido catorce largometrajes (repartidos ellos casi en mitades entre ficciones y documentales, categorías poco amables para un cine que se ha caracterizado por la porosidad entre esos dos registros), pero es posible que nada de lo que había filmado previamente se parezca a La deuda, que en buena medida es una bienvenida salida de esa habitación de trilogías reconocibles. Ahora bien, esta incursión en un formato más cercano al cine narrativo supone también una oscilación extraña: algo del cine anterior del director parece adecuado al mundo que se narra en la película: hay un estado, una sensación de desamparo, una percepción de malestar que no puede verse u oírse, sino que debe tocarse. Desde ese costado, toda la obra previa de Fontán, con su capacidad de concentrarse en los detalles, parece ser el prisma adecuado para ingresar en el mundo de esta película, que parece eludir todo eso que podríamos esperar de su premisa (resumidamente: una mujer debe conseguir una suma de dinero para reponer en su trabajo, suma que irá pidiendo a diversas personas a lo largo de 14 hs de su recorrido por distintas zonas del sur del conurbano bonaerense, en particular Avellaneda y Gerli). Por qué la elisión? Porque quizás lo que le interesa realmente a Fontán es construir un clima de desasosiego antes que contar una historia sobre ese desasosiego en particular. La pregunta que uno se hace, por lo tanto, es por qué la película, a partir de cierto punto, se convierte en otra cosa, acaso algo banal, en un movimiento centrífugo, que necesita hacer visible y audible lo que antes era perturbadoramente palpable. El modo en el que están mostradas las calles, las autopistas, los espacios sucios de la noche, los trenes, dice mucho más que el encadenamiento al que se somete a esas imágenes cuando la película va acercándose a su cierre.

La Deuda.0010

La deuda no necesita indicarnos si estamos en 2019, en 2015, en 2007 o en 2002. Si nos guiáramos por la cantidad de dinero que el personaje de extracción económica de clase media debe restituir a su trabajo (15mil pesos), quizás nos resulte más claro ubicar la película en 2002, 2007 o 2015, donde esa cantidad de dinero parecería implicar un mayor problema que en la actualidad, donde esa cantidad no está muy lejana a el costo de un alquiler de un monoambiente en la ciudad de Buenos Aires (mientras que algunos años atrás esa cifra podía implicar perfectamente el sueldo mínimo de un trabajador…o incluso dos sueldos mínimos…o más, si nos seguimos yendo para atrás en la línea cronológica). De ahí que resulte particularmente curiosa la necesidad de la película de establecer un correlato forzado con el presente (insisto: correlato que no se ve necesariamente pero que si puede palparse o intuirse). En esa necesidad de dar cuenta de un estado de cosas presente es en donde todo el trabajo minucioso de la película por construir el malestar se trastoca en una necesidad de verbalizar el malestar. Ese cambio, en esencia, se reduce a un gesto, que es el de encontrar la metáfora adecuada. Y esa metáfora se hace visible cuando la deuda en cuestión encuentra una vía que llena ese vacío significante que la mayor parte de la película había logrado sugerir: detrás de toda la deuda que ensombrece a la protagonista está el mundo del juego, de la timba, para decirlo en porteño. Ese giro no es inocente ni es menor, porque completa lo que el ojo no veía ni el oído escuchaba pero la mano si sentía. Ese giro activa el carácter político de la deuda, de la timba, pero también el carácter alegórico de la sucesión de significados posteriores.

La Deuda 8

El encuentro de la protagonista con el personaje encarnado por Leonor Manso (que se comporta como madre pero quizás sea algo más o menos que eso, poco importa) termina de encadenar a la película al aspecto más festejado: el comentario político sobre el presente. La alusión a la timba financiera, al rol del FMI, a la capacidad que tiene toda deuda en dinero de envilecer las relaciones (en muchos casos convirtiendo a relaciones empáticas entre personas en meros actos de prostitución y manipulación de voluntades a cambio de billetes crocantes) es quizás el componente más obvio de una película que no lo parecía, que más bien se había sabido comportar de manera suficientemente elusiva como para que nada ni nadie la convirtiera en hija de un solo tiempo. (las obras que se reconocen solo en el contexto de su tiempo también pueden estar irremediablemente condenadas al olvido). Así las cosas, la necesidad que excede a la programática del cine narrativo (aclaro para que no parezca que le echamos la culpa de esto a la incursión del director en pensar películas que narren antes que preocuparse por hacer películas descriptivas) termina llevando al film de Fontán hacia un terreno en el que todo lo sugerido se vuelve subrayado. Y en donde lo lateral se vuelve central y obsceno (como lo es el comentario social de la secuencia de cierre, como si en alguna medida la película necesitara plantear el acto de endeudarse como un fenómeno novedoso, como si nunca en el pasado hubiera sucedido esto que hoy por hoy experimentamos quienes vivimos en Argentina). En ese contexto en el que la película se oxida con su bajada de línea, es en donde nos preguntamos hasta donde la poética de un autor no solo puede ser una coraza adecuada contra el peligro del anonimato sino también una estrategia para abordar problemas que se desconocen. Bueno, parece que al cine de Fontán le sigue siendo conveniente confiar en lo que la mano toca (no por nada sus películas siempre están trabajando el problema de las capas de profundidad en los planos, capas que no siempre dejan entrever y entender el espacio) antes de entregarse a lo que el ojo ve o el oído escucha. A veces la ceguera es una estrategia mucho más sensible para acercarse al drama cíclico (y quizás una manera menos redundante de remarcar lo evidente).

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