Los íconos y los superhéroes

Por Amilcar Boetto

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El cine de superhéroes pasó de ser bastardeado en sus inicios a adquirir una suerte de aura de respeto que se va expandiendo cada vez más. Ese aura aparece directamente asociada a lo que el género hace con la cultura popular que nos rodea. En esta extensa nota, un poco con la excusa de repensar Avengers: Endgame en relación al resto del MCU, su autor, un joven crítico y nuevo integrante de la revista, se dedica a pensar con emoción qué es eso de crecer junto a una saga y cómo se vincula eso con su iconografía y el lugar que esta ocupa en nuestras vidas.

Cómo crecer juntos

Por Amilcar Boetto

Hace poco estaba en la casa de mi hermana y observé en el piso, casi sin quererlo, un escudo de Capitán América. Se trataba de un escudo pisoteado, de goma eva. Un escudo tirado en el piso entre tantos juguetes que podrían haber pasado desapercibidos, en un caos de ruido y movimiento. Entre todas esas cosas estaba él, un escudo, trucho, berreta, de disfraz feo de cumpleaños infantil. Así y todo, logró emocionarme. Es inexplicable, pero el haber visto entre los juguetes un escudo del Capitán América me represento un acto de ternura enorme. No solo se trataba de la admiración de un niño por un superhéroe, particularmente por una película, por un personaje cinematográfico (aunque sepamos que el origen es del mundo de los cómics). Mi emoción tampoco tiene que ver con que admiro al Capitán América (de hecho, creo que lo que ha hecho Marvel con el personaje de Rogers ha sido precisamente sacarlo de ese lugar nacionalista del personaje con su origen, que era el de ser “el representante de América”, pero no nos adelantemos). A ver, es difícil de explicar (como toda emoción), pero el hecho de que el Capitán América haya sido un ejemplo, un ícono para un niño, logró afectarme de alguna manera que no entendí en ese momento.

Justamente es esa palabra, ubicada tímidamente y casi al final del párrafo anterior es la que cobra una importancia fundamental en el germen de lo que quiero decir sobre el último mega-evento cinematográfico de Marvel, Avengers: Endgame. Ícono. Un ícono, para la semiótica no es otra cosa que es un signo que se relaciona con un objeto por semejanza. Coincide con el objeto por una relación particular, supongamos una relación visual, pero el vínculo es la semejanza. Los personajes de los cómics de Marvel han creado, por supuesto, una iconografía particular (al final de cuentas el escudo del Capitán América es parte de esa iconografía), esto, desde ya, requiere una enorme dificultad en la representación.

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Al llevar al cine a estos personajes, Marvel Studios asume la dificultad de enfrentar los presupuestos que este universo requiere frente a un submundo creciente de fanáticos. Pero además, y como nuevo problema, debe poder comunicar, al menos a quienes no saben nada de estos héroes, una iconografía. El problema está ahí mismo: Marvel Studios debía respetar y adaptar la iconografía de los cómics de Marvel, pero a su vez debía introducir a un nuevo público en esta iconografía que, para la gente que la desconocía, estaba siendo creada frente a sus ojos.
A ver si logro explicarme: para los fanáticos la tarea de Marvel era sencilla, dado que el estudio debía adaptar “simplemente” la iconografía de los cómics al cine. No obstante, para la mayor parte de la gente -que no leyó cómics de Marvel, o ha leído unos pocos- el proceso radicaría en crear una nueva iconografía para el público neófito. Al fin y al cabo, en alguna medida la publicidad apela al mismo principio, había que construir, que instalar un conjunto de signos nuevos y pregnantes para nuevos ojos. Esa iconografía superheroica (por supuesto asumiendo rasgos particulares de cada uno de los superhéroes), responde a factores arquetípicos. Y qué mejor para un arquetipo neoclásico en la contemporaneidad mas que el que puede ofrecer el mundo de los superhéroes, quienes en su versión ideal(ista) representan a los mejores exponentes de una sociedad, cargando sobre si todo lo bueno que la gente quiere llegar a ser. No solo cargan sobre sus hombros la respuestas a los problemas que una sociedad acarrea (crímenes, guerras, desigualdades), sino que también viven las aventuras que nosotros, de niños, quisiéramos vivir.

Si el género de superhéroes (si es que ya podemos afirmar que existe como género en sí mismo) se pregunta (o mejor dicho, lo pone en escena) por lo el arquetipo como ideal de lo que sociedad particular proyecta, Marvel, en este sentido, partió de un lugar incómodo. Con Iron Man (Jon Favreau, 2008), debido a que Tony Stark es, (no tan) indirectamente uno de los creadores de eso horrible de la sociedad que los superhéroes debierían idealmente subsanar: la guerra y la destrucción masiva. Y si bien, por supuesto, Tony se redimiría de esto y se volvería Iron Man dejándolo bien en claro en el último plano de la película, donde asume su identidad superheroíca ante el mundo, el lugar de partida ya plantea una zona de duda en la moral del superhéroe. Y es que si bien Iron Man es un súper-hombre, inalcanzable tanto por su inteligencia desmedida como por su extensa fortuna ¿puede que su negligencia ante el mundo le quite algo de su identidad superheroica, al menos en un principio? Quizás, en un comienzo, Iron Man sea más un justiciero yendo en contra de aquellos que le dieron su fortuna al descubrir las injusticias que estos cometían.

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El universo Marvel siguió luego con algo más convencional, Capitán América: El Primer Vengador (Joe Johnston, 2011). A primera vista, en aquella, se consumaba, efectivamente, el ideal nacionalista de la guerra. Si Rogers se convertía en el arquetipo de lo americano, en el ideal de un pueblo con ansias de batallar contra nazis. Un súper soldado vestido con la bandera del país que ponía el cuerpo por todos. Por eso la iconografía de la película de Johnston está construida de una manera muy clásica y similar al modo de representar al héroe en el cómic original. Como complemento, debido a que aparece el héroe se produce la aparición del villano (quizás la película más consciente de este problema sea El protegido (M. Night Shyamalan, 2000), sino nunca hubiera existido. Como buena actualización del sistema de mitos clásicos, el cine de superhéroes sabe que cuando existe un ideal positivo de una sociedad siempre es en relación a su contratara negativa.
Luego, en Capitán América: El Soldado de Invierno (Hermanos Russo, 2014), se produce un cambio, una evolución con el personaje de Steve Rogers. Si resumimos el arco del personaje en una sola palabra sería decepción. En esta segunda entrega de la saga el Capitán América descubre, como se tratara de una thriller de espías y de conspiraciones de los 60s/70s (formato al que la película imita en su narrativa y en su forma), que aquellos a quienes defendía eran en realidad sus verdaderos enemigos: S.H.I.E.L.D era secretamente HYDRA. Y los servicios de inteligencia de Estados Unidos eran, secretamente, la GESTAPO, como para decirlo suavemente. Este momento clave para el universo cinematográfico de Marvel en general -y para el Capitán América en particular- convertía a Rogers en un hombre contemporáneo, en un Capitán América contemporáneo y no es del idealismo del frente de batalla de la segunda guerra mundial.

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Al fin y al cabo, si algo caracteriza a la conciencia política de la contemporaneidad es la decepción por las instituciones. Pensemos que luego de la revelación de los hechos del 11 de Septiembre de 2001, las guerras de Irak/Afganistán, las revelaciones Assange-Snowden y los múltiples atentados por el mundo, la sensación es que quienes prometieron proteger no solo no lo hacen sino que se han convertido en un estado policial que espían, invade la intimidad y, en nombre de eso, tortura y mata, prolongando el caos y muerte en territorios en donde el caos y la muerte tenían que ser resueltos. En momentos de zozobra e indefinición semejante, es imposible determinar la cara verdadera de cada institución. Por eso estamos frente al paso previo a que Steve Rogers asuma esto como conciencia. Este segundo paso de su arco dramático logra orientarlo progresivamente hacia una versión del Capitán América anclada en decisiones individuales, de raíz anarquista, operando por su cuenta. El salto cualitativo de esa toma de conciencia política se produce en Capitán América: Civil War (Hermanos Russo, 2016). Por el contrario, Iron Man siempre estuvo más cercano a regulaciones normativas, incluso a riesgo de violar libertades constitucionales. Por esto quiso crear un sistema nuevo, sistema fallido, en Los Vengadores: La Era de Ultrón (Joss Wheddon, 2015). De hecho termina por aliarse al sistema anterior por necesidad frente al fracaso.
En resumidas cuentas, bien podemos decir que la iconografía del Capitán América se actualizó a un understatement acerca de la guerra y las instituciones, compartido por una gran parte de la sociedad americana actual.
La iconicidad de Thor, en cambio, se hizo viró drásticamente en la extraordinaria Thor: Ragnarok (Taika Waititi, 2017), que logró hacer de esa adaptación proto-shakespereana, solemne y sin gracia de las dos primeras películas de la saga del personaje, un borrón y cuenta nueva. Y es que a el ícono-Thor simplemente se lo implosionó, vacíandolo de sus antecedentes más cuadrados y aburridos. El cambio logró crear una figura plagada de humor físico, quitándole los rasgos icónicos (del cómic y de las primeras películas), desarraigándolo de su prestancia original (su pelo y su martillo, para empezar). Así se empezaría de nuevo y Thor abandonaría esa solemnidad aristocrática y Waititi podría tener la libertad de hacer un slapstick pop, en donde lo más importante sería el juego y la maqueta artificial.
La iconografía de estos héroes, en definitiva, ha sido actualizada, pero no con un fin exclusivamente comercial, sino que en su capacidad de revisar retrospectivamente el ícono y su cambio también habla de una nueva identidad.

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Una de las enormes precisiones de Avengers: Endgame está clara y es lo muchos análisis ya han señalado por diversos lados: los arcos de los personajes cierran perfectamente, que todo lo que se había planteado entorno a esos personajes clausuró justamente, que sus familias, sus relaciones, sus romances/tensiones sexuales (quizás el ejemplo paradigmático de esto sea el trinomio Banner-Romanoff-Barton) quedaron definidas. Más allá de detenernos en por qué estos arcos cierran bien (a esta altura de cuentas, sería redundante), en la transformación que hay que detenernos es en la reflexión sobre lo construido que adquiere el film y que relación tiene esa visión retrospectiva con lo icónico. En esta última entrega la reflexión sobre lo construido es literal y figurativa. No es simplemente viajar diegéticamente a otros films anteriores pertenecientes al MCU, asi como tampoco es citarlos gratuitamente. No: el acto de reflexión puede implicar una descomposición de un pasado en relación a un presente, pero también una proyección a futuro. En este caso la reflexión se produce por obra y gracia del choque: volvamos al plano 360º de Los Vengadores (Joss Whedon, 2012), esa majestuosidad y rimbombancia que implicaba la lógica del mega-evento debido a que (y permitiéndonos hacer un excursus del punto al que estamos yendo) de alguna manera la película choca aquella lógica con este nuevo mega-evento con muchas menos luces y rimbombancia, ya que lo que en ese momento brillo ahora palidece, debido a que Avengers: Endgame es probablemente de las distopías más terribles que haya mostrado este joven género. Escritura y reescritura crítica. Repetición y diferencia a la vez.
En el choque en cuestión radica la reflexividad sobre lo construido que Marvel establece con precisión quirúrjica. Detrás de esa lógica no solo hay una propuesta de participación activa para el espectador, no sólo hay un viaje a través del tiempo para re-disfrutar las películas anteriores (si se quedara en ese lugar de comodidad retro quizás sería más Ready Player One y menos Volver al Futuro II), sino que, en la repetición plantea la diferencia: no solo los personajes están viejos y cansados (hablando específicamente de los Vengadores originales) sino que se dan el gusto de una aventura final pero para esto deben desarticular su pasado (tanto literal como simbólicamente), y esto, incluye al espectador, ya que Marvel sabe que, a fin de cuentas, nosotros también crecimos con ellos a lo largo de poco mas de una década, que vimos los 22 films (o buena parte), por lo que su crecimiento es también nuestro crecimiento. La reflexión conjunta implica, indefectiblemente, el hecho de haber visto los films anteriores. Es una forma de competencia cultural, por qué no? En esa dirección varios críticos se han hecho eco de que la película no es un film en sí mismo sino un film en conexión con otro, como si esto fuera inherentemente algo negativo. Pero ¿no es un film también un film en tanto oposición a otro? ¿La identidad de los primeros films de Godard no se construyó en torno a la repetición/diferencia/oposición con respecto a los films de género clásicos del Hollywood de la edad de oro? Y más aún ¿Dónde ubicamos a los seriales, al folletín, pero sobre todo al cómic?

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Hay algo de triunfante en la construcción de Marvel. Y no me refiero al triunfo en la boletería. El triunfo, en todo caso, proviene de la capacidad de creación de una iconografía que ya ha trascendido a esta generación (I am Iron Man como esa unión, esa iconografía nueva y precisa, ese latiguillo que quedará en la generación de los nacidos a finales de los 90s/primeros 2000s como el I am your father), ya han logrado que los niños se disfracen de Iron Man y que compren los escudos del Capitán América pero con una perspectiva distinta a la de aquellos que reconocían a los personajes por los comics. Ojo, también hay algo de nostálgico: estos personajes se tienen que ir, esta es su última gran batalla. Eso es desgarrador, tanto para Marvel como para los espectadores (acá está la comunión que nombraba, en ese plano de Jon Favreau -director de las primeras dos películas de Iron Man y productor de varias otras- al lado de la hija de Tony Stark, llorando su muerte, al igual que todos nosotros, involucrados en esos últimos 20 minutos que los Russo nos dejan entrar al funeral para despedir todos juntos a Los Vengadores). En ese binomio se mueve el film: entre el goce por todo lo vivido y la nostalgia por no volver a vivirlo, porque va a ser la última vez que veremos a estos héroes juntos y en la pantalla grande. Esa, a su vez, es otra de las grandes hazañas de Marvel en tiempos de Netflix y de caída estrepitosa del publico en salas: volver a lograr que la gente en masa vaya al cine. Todo este camino conjunto que ha creado Marvel de alguna manera es lo que la nueva trilogía de Star Wars no ha podido lograr: recrear una iconografía ya consagrada, volviendo a los orígenes siendo cómplice del espectador. La última entrega de Star Wars, de hecho, tuvo que apelar a la lógica de la decepción y de decir “no es lo que esperaban” en Star Wars: El último Jedi (Rian Johnson, 2017), lógica que funciono a medias (ni cerca del funcionamiento que tuvo la muerte inicial de Thanos, planteada desde la velocidad y el resumen, demostrando que no es a lo que la película apuntaba, a diferencia de la película de Johnson en donde se engaña vehementemente al espectador) pero que a modo de enderezar las cosas sobre el final intenta un guiño al espectador, queriendo lograr también, una comunidad, que se aprecia tan forzada (me refiero a la escena de la escoba) que no podemos evitar compararla con lo sincera y comprometida con sus personajes que es la comunión generada en el último o mega-evento de Marvel. 

Es interesante, para finalizar, pensar entonces cómo funciona la similitud entre la noción de superhéroe y la de familia. Esta similitud radica en el lugar de idealización en las que ambas están colocadas, fundamentalmente desde una perspectiva infantil. Si bien la familia está ubicada en el plano real de la idealización y no en el plano simbólico, como los superhéroes, los dos son ideales, por ende, exponentes de aquello a lo que una sociedad (en el plano real como en el simbólico) quiere llegar (incluso en familias no tradicionales, como en la comunidad de Las Hijas del Fuego de Albertina Carri). Podemos asumir, entonces, que la operación de decepción que realiza Capitán América: El Soldado de Invierno se puede comparar con la operación que proponen películas sobre el revés de lo familiar como Delirio de Locura (Nicholas Ray, 1956) o como Una Historia Violenta (David Cronenberg, 2005). Repasemos lo dicho: decepción porque aquel ideal en el que confiamos ya no existe (la familia, lo superheroico), los ideales trastocados en sentimientos marginales terminan siendo ocultados, así como quienes atentan contra el ideal se nos ocultan máscaras mediante (hay en ese sentido una doble máscara, tanto en S.H.I.E.L.D/Hydra como en el personaje de Viggo Mortensen en el film de Cronenberg). Avengers: Endgame construye un fuerte lazo entre familia y superhéroe, como si los segundos, al haber fracasado en su misión, tuvieran que empezar a dedicarse al otro gran ideal de las sociedades: Tony con su hija y el Capitán América con sus cursos de auto-ayuda (queriendo generarse una nueva familia) son los ejemplos paradigmáticos, entre familias y superhéroes. La película, por lo tanto, al reescribir un código, un ícono, nos hace parte del proceso de construcción de una identidad colectiva. Quizás sea eso lo que emociona tanto a las masas de las películas de superhéroes del MCU: la posibilidad de proyectar un ideal imaginario, pero también de verlos cumplir su ideal real frente a nuestros ojos.  

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