Morrer Como Um Homem

Por Fernando Luis Pujato

Morrer Como Um Homem
Portugal, 2009, 133′
Dirigida por Joao Pedro Rodrigues
Con Fernando Santos,  Alexander David,  Gonçalo Ferreira De Almeida,  Fernando Gomes, Jenni La Rue,  Miguel Loureiro,  Chandra Malatitch,  André Murraças,  Cindy Scrash

Planos y canciones

Por Fernando Luis Pujato

No resulta nada fácil desembarazarse de principios morales, valoraciones éticas, ideologías seculares o, simplemente, de actitudes sensibleras al momento de ver Morir como un hombre. Y mucho menos fácil al momento de pensar o escribir acerca de ella.
No se trata de esgrimir reglamentaciones absolutas con el propósito de convertirse en un dispensador tribunalicio o, lisa y llanamente, de blindarse contra tales cuestiones con el afán de convertirse en un autómata vidente despojado de cualquier constricción valorativa. Después de todo, si alguien quiere ver allí un modo de vida contrario a las leyes de Dios, de la Naturaleza y de los hombres, un comentario clínico acerca del Poder, de los micropoderes y de las jerarquías sistémicas sexuales, o una conducta informada por una sensibilidad exquisita que sólo poseen las minorías marginadas desde siempre, está en todo su derecho de hacerlo. Esas demasiado imaginadas conspiraciones manifiestas, esas demasiado transitadas significaciones ocultas, esas demasiado explicitadas intenciones latentes, ese proyectarse sobre lo que se está viendo, es una maniobra habitual, cómoda y confortable, para justificar lo que se quiere o lo que se desea ver frente a aquello que se nos está mostrando a ver. Una probidad o una representación o un deseo y Morir como un hombre está lista para ser enterrada junto a los féretros de Tonia y Rosario en ese soberbio plano secuencia que no culmina precisamente con un plano sepulcral sino con la vista de un puente, el mismo que ha cruzado Rosario para quitarse la vida en una playa solitaria porque ya lo sabíamos: “él no iba a soportar vivir sin ella”.
Y también sabemos, como en esa magnífica película que es El verano de Kikujiro, que los puentes comunican, que es algo que hay que atravesar para evadirse de algún lugar o para llegar a un otro lugar, para escaparse de alguien o para encontrarse con algún otro alguien y que, tal vez, lo verdaderamente importante no sea aquello que comunican sino la forma en que lo hacen. En el film de Kitano, que comienza con un niño atravesando un puente y finaliza con una despedida entre un adulto y ese mismo niño en ese mismo puente, la forma es el juego, que atraviesa, literal y circularmente, toda esa suerte deroad movie provinciana japonesa. En el film de Rodrigues, que abre con un primerísimo plano de un rostro camuflándose como un guerrero y cierra con una panorámica de Lisboa y de su puente, la forma es un tránsito hacia la muerte, que permea -ni circular ni metafóricamente- toda esta suerte de corporalidad sustantiva marcadamente occidental.
Parte de aquella preocupación que está en el centro mismo de la filmografía de Denis, los cuerpos fatigados de los colonos y los cuerpos en espera de los colonizadores, está también en el vórtice de este film, solo que aquí en contraste con la expansividad viajera de El intruso o el retrato coreográfico de Bella Tarea, el film de Rodrigues se cierra sobre la figura de Tonia y clausura cualquier intento de situarlo más allá de los acotados límites de su entorno inmediato. Porque más allá sólo hay figuras fantasmagóricas en la noche, jóvenes soldados en la selva portuguesa, jóvenes perdidos en las calles de Lisboa, y un paseo mágico y ensoñador por un espacio que parece funcionar como contrapunto ficcional de la realidad de Tonia pero que es, en definitiva, una alusión real a ese mundo artificioso en el que ella vive, a ese cuerpo artificial con el que ella transita.
Sin discursos excusatorios, sin reflexiones metafísicas, sin oposiciones societarias y, sin tan siquiera, cotidianidad explicativa, Rodrigues logra, tan sólo con planos y canciones -casi un musical a lo Davies pero sin niñez y sin cine- mostrar la devastadora soledad de alguien, el agobio terminal de un cuerpo, la nostalgia por aquello que se ha elegido y la irrevocable decisión de morir como uno cree que debe morir.
Para algunos esto puede ser una bandera de lucha a enarbolar o un ejemplo de perversas desviaciones a erradicar, un caso jurídico sobre el que hay que fallar o un ejemplo clínico sobre el que hay que opinar; probablemente así sea si es que deseamos encontrar en el cine un ejemplo o un contraejemplo de aquello que somos y de aquello que pensamos.
Para algunos otros poco importa si ese alguien es un travesti, si ese cuerpo es un artificio, si esa nostalgia es una puesta en escena, si esa decisión es providencial; probablemente así sea si buscamos que un film nos muestre las formas y el derrotero de una elección y las formas y el modo de una decisión.
La secuencia en la que Tonia y Rosario tomados del brazo se deslizan suavemente por lo que, luego vemos, es un cementerio, es la ilusión verídica de un anticipatorio querer morir. Es la forma y la manera de morir, de Morir como un hombre.

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