Reporte desde Corea del Sur (II): Obaltan & Seopyonje

Por Marcos Rodríguez

Dos de las primeras películas coreanas clásicas (o más o menos) que vi son, al parecer, no solo grandes clásicos sino refinadas reflexiones sobre el sufrimiento, además de obras maestras.

La primera es Obaltan (Aimless Bullet, bala perdida), de 1960 (o ’61, depende de dónde se mire), citada en varios lugares como la mejor película clásica coreana: un retrato crudo y neorrealista de la Corea de postguerra que, de tan crudo, al parecer estuvo prohibida en Corea durante varios años. La segunda se llama Seopyonje, la dirige el gran Im Kwon-taek y, si bien por forma y tema (está ambientada en la década del ’50) podría considerarse clásica, en realidad es del ’93. Un clásico nuevo no es menos clásico, sobre todo si tuvo un éxito inmenso (e improbable).

Obaltan 
Corea del Sur, 1961, 107′
Dirigida por Yu Hyun-mok
Con Choi Mu-ryong,  Kim Jin-kyu,  Moon Jeong-suk,  Seo Ae-ja,  Kim Hye-jeong

Seopyeonje 
Corea del Sur,1993, 112′
Dirigida por Im Kwon-taek
Con Kim Myung-gon,  Jung-hae Oh,  Kyu-chul Kim,  Sae-kil Shin,  Byeong-kyeong Ahn

Saber sufrir

Por Marcos Rodríguez

La segunda muela. Son muchas las cosas que podrían decirse sobre Obaltan: desde la fotografía impecable (e impecablemente restaurada) hasta el registro de una Seúl en pleno (y doloroso) proceso de reconstrucción, pasando por las evidentes referencias neorrealistas (la calle, la postguerra, la miseria). La película se construye como un fresco que se despliega a través de los diferentes miembros de una familia caída (y en caída libre) en desgracia: el pobre empleaducho de un estudio contable (¿el protagonista?) que se la pasa con dolor de muelas y no puede gastar ni un centavo en un dentista, su esposa embarazada, su hijita que sueña con tener alguna vez un par de zapatos que le calcen; la hermana joven que pronto caerá en el oficio de prestar servicios a los soldados yanquis con tal de ganar algo de plata; el otro hermano, héroe de guerra, medio tullido, desempleado, desengañado y orgulloso, que no puede aceptar mantener la relación con su novia porque no podría mantenerla; el hermanito menor, que no puede asistir a la escuela (a pesar de los lamentos de sus hermanos) porque se dedica a canillita. La crudeza y frontalidad melo de los coreanos frente al sufrimiento es tal que esta familia a la cual no le falta ni una desgracia hasta incluye una madre loca, que se la pasa toda la película, como una especie de bajo continuo, tirada en un cuarto de la casa gritando “¡Tenemos que salir!”, atrapada infinitamente en un trauma de la guerra, recordatorio de los males que no habrán de terminar jamás.

El deambular de estos personajes, y sus eventuales tropiezos y profundizaciones de desgracias, permiten recorrer diferentes espacios, que quedan trazados como retratos de un país de fondo: desde el centro, con sus oficinas e instituciones, hasta los barrios de casuchas y callecitas, bares, ruinas y demás. El fresco incluye hasta la incipiente industria del cine: meca de los sueños dorados que el hermano héroe de guerra rechazará con asco cuando se le ofrezca la salida fácil de un papel en una película porque es un tipo pintón y, de paso, tiene la herida de guerra justa que necesitan para el papel. Cuando la desesperación se cierra sobre el personaje, el fresco que es Obaltan se abre también para incluir una secuencia de persecución policial tensa y pulida, broche definitivo de todo lo que podía salir mal.

En el medio de las desgracias está el protagonista: un personaje al que, según lo describen en la propia película, se le están doblando los hombros por el peso que significa tener que cargar con toda su familia.

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Hay un detalle significativo. Hacia el final de todo, cuando la tormenta de males irreparables se abatió irremediablemente sobre su figura, el hombre comienza a vagar (“bala perdida”, lo dicen en la propia película) débil, agotado, al borde de la locura. De pronto se encuentra con guita en el bolsillo (se la aportó su hermana prostituta para que pudiera comprar pañales para el recién nacido) y, como ya sabe que nada vale la pena, mientras va de un lado al otro por el centro de Seúl, se arrastra finalmente hasta el consultorio de un dentista. El dentista, como corresponde, es un tipo frío y bastante asqueroso, que le saca una muela de juicio y le dice que vuelva a verlo la semana siguiente para sacarle la otra. No, le dice el hombre como entre sueños, sáqueme las dos que no soporto el dolor. No puedo, contesta con fría corrección odontológica, el dolor sería demasiado y además podría desangrarse. Y lo echa. Cheol-ho (interpretado por Jin Kyu Kim, actor de una cantidad inverosímil de películas, incluyendo The Housemaid) sigue vagando por las calles nocturnas y finalmente se mete en el consultorio de otro dentista. Lo vemos salir con la boca hinchada del otro lado también y las dos comisuras de su boca empiezan a sangrar lentamente, en un tramo final de desgracia y estallido formal.

Esa segunda muela es fundamental: no hacía falta que le dolieran los dientes para que su vida fuera una mierda, pero nada le puede salir bien a Cheol-ho: se pasa la película agarrándose la mandíbula y en varios pósters se lo ve en esa pose. No bastaba con que Cheol-ho tuviera un trabajo de mierda, una familia sobre los hombros, un hermano en cana, un parto imposible y un dolor de muela. Tenía que tener, además de una muela de juicio jodida, dos muelas.

En el exceso de dolor, que se aproxima desde todos los frentes, en esa exuberancia de sufrimiento, ahí está la clave de todo.

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Poética del dolor. Los personajes de Seopyonje no la pasan menos mal, pero la diferencia es que esta maravilla de Im Kown-taek toma el dolor como contenido explícito de su trabajo y como objetivo (o, tal vez, condición) del arte, de modo tal que el sufrimiento no solo se vuelve una parte esencial de la existencia de los personajes, sino que estos lo buscan, lo paladean, lo trabajan.

Seopyonje cuenta la historia (a través de diferentes flashbacks) de dos huérfanos en una región rural de Corea del Sur en la década del ’50 (que por momentos se parece bastante a un tiempo remoto, en el que de pronto aparece un teléfono perdido), que son criados por un cantante ambulante, que los acoge, los arrastra por todos los climas imaginables y los entrena en el tradicional arte coreano del canto con tambor. Un arte que, tal como se explicita repetidas veces, ya no le interesa a casi nadie: ni siquiera en el campo, perdidos en pueblitos y calles de tierra, son muchos los interesados en ese arte viejo, sufrido y sufriente. La gente prefiere el jazz, la música extranjera, las cosas modernas que están llegando a Corea una vez terminada la guerra.

Sopyonje

A pesar de la apreciable decadencia de un arte que parece condenado al olvido y que prácticamente no produce ninguna ganancia, Youbong educa a sus hijos adoptivos con un rigor digno de leyendas. Un rigor que va más allá de todo, que no conoce moral y que se antepone a todo. No importa vivir o morir, pasarla mal o bien (¿qué es eso?): lo único que importa es entrenar, practicar infinitamente, sufrir por el arte pero, sobre todo, sufrir, porque, tal como le explica a su hija Songhwa, para cantar como se debe hay que tener dolor en el corazón. La técnica exige una disciplina imposible pero, una vez alcanzado eso, lo importante es que la voz refleje ese dolor. Se vive para sufrir porque solo así el corazón puede tener ese dolor que cuentan las historias de las canciones tradicionales que Youbong canta incluso si nadie quiere escuchar. Ahí, de vuelta, está la clave de todo.

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