The Idol

Por Sergio Monsalve

EE.UU., 2023, 5 episodios de 50′
Creada por Sam Levinson, Reza Fahim, The Weekend (Abel Tesfaye)
Con The Weekend (Abel Tesfaye), Lily-Rose Depp, Suzanna Son, Troye Sivan, Jane Adams, Jennie Ruby Jane, Rachel Sennott, Hari Nef, Moses Sumney, Da’Vine Joy Randolph, Dan Levy, Eli Roth, Ramsey, Hank Azaria.

Babilonia enclaustrada

Con uno de los peores finales del año, The Idol fracasa en su pretensión de provocar un cisma en la red, una larga conversación acerca de sus mecanismos de expresión. 

El naufragio del desenlace, acaso, clona ciertas ideas redundantes del fallido cierre de Juego de Tronos, al forzar un cambio inesperado en la evolución de su protagonista femenina. 

Además, en el medio, somos testigos de la grima hecha performance, durante un inverosímil y estirado show de talentos, de quienes nunca das crédito. 

Se emplea una muy gruesa metáfora de la caperucita roja, para verbalizar cuestiones bastante obvias del subtexto. 

Las actuaciones rozan el esperpento, el kitsch del teatro de revista, con aquella soberbia del productor y cantante, con aquel impostado y condescendiente retrato de los demonios de la industria. 

Una trampa que convierte a Euphoria en una obra maestra. 

La serie “Idol” es más convencional de lo que cree su equipo de producción, demasiado pagado de sí mismo y confiado en la idea de un Sam Levinson, quien rueda una especie de erothriller cutre de los noventa, con estética de Showgirls, enferma de importancia, como un Paul Verhoeven deglutido y desarmado por el woke que nos sermonea desde la caricatura progre del infierno.

Puedo entender el propósito de exponer al mundo de la fama, al retratarlo como un calvario de manipulaciones y torturas, de sueños rotos y de contratos fáusticos, cada vez peores. 

Sin embargo, veo que The Idol redunda en tropos y temas, que acaban por reforzar todo lo que critican. En tal sentido, la serie viene arrastrando un escándalo, desde su fase de producción, cuando despide a su primera directora, pues deseaba proyectar un enfoque más femenino. A Weeknd no le gusta el perfil que va tomando el asunto, y al final se decide cambiar a la realizadora, volver a filmar escenas e imponer una mirada de masculinidad tóxica, que se regocija en la cosificación, el sexismo y una porno tortura seudochic, más propia de una revisión artie de 50 sombras de Grey, que de una pretenciosa serie de HBO. 

Prefiero Abel Ferrara o Spring Breakers.
Lo mejor que tiene “Idol” es la autorreferencialidad o el sentido vouyerista de acercarse al lado oscuro del estrellato frívolo de Hollywood. 

Una suerte de Babilonia enclaustrada en sus miserias a lo Britney, donde se respira un aire malsano de secta cool. 

Nada distinto del vapor que genera el actual ecosistema de influencers y celebridades, que apañan séquitos de parásitos mediáticos, en la creencia de aportar arte y contenido a la red.
Lo peor de “Idol” reside en su incapacidad de romper auténticos moldes, al servir de lucimiento a dos flojos actores, como la nepbaby Lily Rose Deep y el cantante The Weeknd, que jura trascender en un papel de un pimp místico del realismo sucio americano. Un cliché gangsta del que hemos visto cientos, desde los setenta, y que The Idol reconstruye como un demonio que despierta sentimientos encontrados.

Pero “Idol” se ha atascado en la mueca de dolor de Jocelyn, siendo manipulada por su novio-mentor, Tedros, alias Weeknd, quien juega a verse en un reflejo perverso de sí mismo, como el creador de una estrella terrorífica del pop, una Britney shock, una Hannah Montana en el momento preciso de devenir en una escandalosa Milley Cirus.
Es el en tercer capítulo donde mejor cierra la propuesta de la serie, a pesar de sus imágenes reiterativas de un calvario femenino, proporcionado por el inquietante gurú de una pequeña secta musical, un productor que el cantante gusta en recrear con toda suerte de tics y ademanes de hombre abusador, tóxico, violento.
De fondo suena un tema de Weeknd, haciendo de la serie aún más autoreferencial en su apuesta de ser una de las máscaras que adopta el compositor de Canadá, para exponer y cuestionar ciertos mecanismos de poder que sigue explotando la industria, respecto a su trato de las mujeres, como chicas inocentes que victimizan en sesiones de tortura, medio espiritistas, con el fin de sacarles algo de alma y de esencia de muñecas rotas.
Ahí la producción parece justificar su existencia, dando pie a innumerables polémicas por asuntos como la cosificación y la pornificación del mercado de las lolitas convertidas en carne de cañón del freak show.
El director Sam Levinson se ahorra cualquier sutileza, o tono ambiguo, prefiriendo ir al golpe seco de mostrar sin censura, lo cual supone un riesgo que asume la cadena HBO, dado su prestigio de televisión de ruptura.
Naturalmente, se lanza como provocación para una audiencia demasiado saturada por el control puritano de la pantalla.
Así que se busca romper ciertos códigos parentales del streaming, en aras de conectar con una demanda más desinhibida.
Personalmente, el softcore de la serie, me resulta hasta light, en su tosquedad estilizada. Más dureza abunda en la red.

Al final, el contrato se rompe por completo, sucumbiendo la serie a un remate cacofónico y sonrojante. 

Culpa de la arrogancia de los creadores.

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