Tres delirios cinéfagos

Por Federico Karstulovich

A veces nos levantamos en medio de la noche. Escribimos. No podemos volver a dormir hasta 16 horas después. Pero también dormimos 10 años. O viajamos en el tiempo con nuestra memoria cinéfila que es, a veces, lo único que nos queda. No podemos pedirle coherencia a eso que decimos. O podemos pedirle, apenas, corazón (más y mejor que el odio). Por eso, en nuestra memoria, el cine es alimento. Lo comemos entre sueños. De tres delirios cinéfagos nacen estos tres pequeños textos: sobre los artesanos competentes del mainstream de hace 20 años, sobre los fantasmas que van de Capra a Martel pasando por Lynch y finalmente sobre el cine hecho a los golpes de el olvidado Walter Hill.

Por Federico Karstulovich

Cq5Dam.web .1200.675 2

1. Países pequeños, islotes

Para André de Toth, in memoriam

Hace apenas un par de horas terminó Cielo de octubre (Joe Johnston, 1999). La pasan por cable usualmente. Es de esas películas que cinecanal deja a la parilla para llenar el horario del día. Esa decisión gerencial-televisiva es en parte motivo de felicidad: hay películas que nacieron para ser islotes de felicidad, que nacieron ciudadanas de segunda, para ser programadas entre las 2 de la mañana y las 11 am. Hay mundos microscópicos en esas películas que apenas flotan entre el resto del mundo de las imágenes. Son paises pequeños, gobernados por presidentes nobles. El presidente de Cielo de octubre es el aún más noble Joe Johnston (si, el director de la ninguneada Jurassic Park III). Él es uno de esos tipos que el cine americano siempre supo tener: en ocasiones directores de segunda unidad que pronto pasan a primera línea…industrial, pero que son leídos como meros engranajes, si vamos a hacer la lectura clásica. Hemos visto sus películas, pero no reconocemos el nombre detrás. Ese mismo es el efecto de los paises pequeños en nosotros: los recordamos con la felicidad que nos brinda un santuario para resguardarnos del mundo pero no necesariamente tenemos que conocer a sus gobernantes. Hay – y me sale el costado mítico aquí-, casi, una estirpe de esos gobernantes, que son directores de la industria grande pero que perviven en silencio. Habría que hacer, quizás, una joven genealogía de esos paises, diseñar una cartografía (pero no esa cartografía cognitiva de Jameson), un mapa torpe, hecho a mano, pero que dibuje un camino a recorrer. Joe Johnston pertenece a ese grupo de ciudadanos de los paises pequeños, gobernante circunstancial. Están los Don Ross, los Frank Marshall, los Kevin Reynolds, el último Roger Donaldson, el primer Lasse Halström y otros varios entre los que hasta hace poco estaba David R. Ellis. Malutilizando y citando mal a Deleuze podríamos decir que son directores de lenguas menores. Error: pertenecen linguísticamente a ese universo mayúsculo que es el de la tradición del cine americano clásico, por ende, lengua oficial. Y sin embargo son de paises independientes, principes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra. Quien sepa oir, que lea. Esto sigue, como nos prometía el DeLorean de Marty McFly. Una genealogía de los olvidados, una arqueología del anonimato cinematográfico.

Gac Mulholland Drive

2. Vindicacion del cachetazo como aprendizaje

El tipo sale de su casa, desesperado. Vale más muerto que vivo, de eso no cabe le menor duda. Ella en cambio entra a una casa. Donde la espera una muerta descompuesta sobre la cama. Ella, comparte la misma condición: su valor se cotiza en peso muerto.

Él se asoma a un puente. Ella se asoma a una cajita minúscula. Ambos prueban las mieles de otra cosa: el what if como condición existencial. El es George Bailey. Ella es Betty Elms.

Ahí donde el tipo aprende -dickensiana y discepolianamente- que el mundo fue y será una porquería, pero cada tanto la vida puede ser maravillosa; ella, por el contrario, encandilada, se da de bruces contra su propio sueño. Él, que probó las redes de Posttersville, aprenderá en silencio masoquista a amar el sedentarismo de su Bedford Falls de pesadilla. Ella prueba los aromas de Hollywood para ir a morir, con suerte, a un cuarto oscuro de Inland Empire, condado lindante a la tierra de los sueños (no casualmente el título de la siguiente película de Lynch): el olfato, en Lynch, es el único sentido que guía hacia el encuentro.

Las dos son las contracaras más crueles de la expulsión como sistema de vida. Una de esas caras nos persigna ante la necesidad de un milagro, la otra nos entrega al universo onírico como si fuese una salvación. Quizás la tercer pieza de este tridente debiera venir con esa otra historia de quien, mirón profesional, jugó sus cartas a un mundo, a una posibilidad, pero perdió. Y el mundo le volvió a dar su chance, bajo otra faz, pero el mismo semblante: sin milagros ni sueños, el mundo de los muertos -como bien lo supo entender Lucrecia Martel en su incomprendida historia de fantasmas, La mujer sin cabeza-, ahí Scottie espera a su segunda Madeleine Elster. A esa no la va a dejar escapar. Como con un muy buen sueño.

Capra, Lynch, Hitchcock (pero también Martel) se reunen en un espacio imposible. El de la construcción del mismo como cifra de lo que no fue ni será. Sus tres películas son  esperanzas vanas de algo que no cambiará. Son, al mismo tiempo, hábiles narraciones sobre una puesta en escena que patina sobre un hielo finísimo, sobre la metafísica de las superficies: no son más que saltos al vacío y variaciones especulares sobre el yo. ¡Qué bello es vivir!Mulholland DriveVértigo no son más que primas hermanas del siniestro arte de la fascinación por el fracaso ajeno. Son, en alguna medida, películas hipnóticas sobre la destrucción en ralenti. Todos, alguna vez, fuimos Scottie-Tristán: Isolda, al fin, descansa en el montículo de basura de nuestros sueños podridos.

Iu 14 2

3. Badassssssss saudade

para Charles Bronson -q.e.p.d-, que quería romper huesos pero nunca pudo

67 años puestos por la cabeza. Los huesos. Los músculos. Las ganas menguantes del hombre envejecido. Walter Hill. El trabajador cinéfilo. El obrero de los gestos secos. El corte a los hachazos. Clásico y elegante. Los 70’s. Golpizas prolijas. Etica del afuera: outsiders outlaws. Siempre perimetrales, siempre conflictivos. La tertralogía gloriosa del inicio con El luchadorThe driverLos guerreros, Cabalgata infernal ; la consolidación del artesano en la década del 80 con  Calles de fuego y Encrucijada , en los 90’s alguna que otra sorpresa como Trespass y luego el oprobio de la mediocridad y la tv.

Hombres de pocas palabras. Cultores de la secta de los Siegel y los Peckinpah , se mueven a los golpes. Avanzan por tracción a sangre…de los demás. Los personajes de las primeras películas de Hill son los últimos especímenes de un mundo que muere. Hill lo sabe. Los ama porque sabe que con ellos, se despide una moral de la exterioridad pura. Se va la escuela de Wayne y compañía. Lo que muere no sólo es una sensibilidad (el catálogo fácil la llama sensibilidad de western). Lo que muere es un sistema de prácticas del pudor y del silencio, una economía del lenguaje, una arqueología de gestos encomiables y tímidos. Y el problema es que esos personajes cargan con la hidalguía ya no de los viejos héroes, sino la de los antihéroes fuera de lugar, los hombres que han perdido su lugar porque el tiempo les pasó por encima (poco importa si son viejos o jóvenes).

¿Qué tiene de especial estar fuera de lugar? Justamente, no es lo excéntrico aquello que los define sino lo descentrado de sus actitudes. Viven en un mundo con reglas de ubicuidad, pero no se saben pertenecientes a ese espacio. Porque sus vidas son un siempre afuera. Porque el descentramiento es una procesión interior. Porque jamás podrán ni querrán pertenecer. Porque siempre llegan tarde. Es la tragedia viscontiana de el ya sucedido. Cuando debían estar no existían. Cuando se presentaron todo había terminado. El lugar es extramuros: del otro lado de la puerta.

El cine casi no entrega estos personajes clásicos. No es justo demandarle al Eastwod otoñal de Gran Torino que cargue con esa responsabilidad.

Esos hombres trágicos tienen en la figura del Ethan Edwards de Más corazón que odio (John Ford, 1956) su antepasado célebre. Ese antecedente tendría su consecuente en el capítulo final de la vida de Wayne: en 1976 moriría de un cancer fulminante luego de terminar El tirador. Esa curva marca la debacle anticipada de estos hombres ex-céntricos.

Walter Hill, apenas, reavivará las últimas cenizas. El resto será polvo.

En 2013 el cuerpo machucado de Stallone volvió a las andadas de la mano de Hill, como en los viejos tiempos con Bullet to the head , nada menos que la vuelta a los orígenes: historia de un hitman. El último duro. El último golpe. Un manotazo de ahogado o necrofilia de autor, volvemos al mundo de los perdidos. Luego de 2013, Hill aparece retirado. Solo nos queda Clint. Pero… muertos Eastwood y Hill… ¿quién podrá ayudarnos?

¿Te gustó lo que leíste? Ayudanos con un Cafecito.

Invitame un café en cafecito.app

Comparte este artículo

Otros ArtÍculos Recientes

Enterate de todo...

Recibí gratis todas las novedades en tu correo a través de nuestro Newsletter