Un festival de cine debe tener al menos un mérito: el mérito de lo desconocido, de lo inalcanzable, de lo intangible, de lo ininteligible, de lo inapresable. Se trata en verdad del mismo mérito; nombres diversos para un efecto de desasosiego que apunta en la misma dirección. Leer un gran festival como el Bafici significa tropezar con signos acaso imprevisibles, ripios gozosos que son en realidad el tesoro irremplazable del aficionado al cine; ese inveterado que capta imágenes esquivas, el que se mete en la sala con la convicción íntima de que eso que cree saber quizá sea, finalmente, un misterio, una cosa distinta de la esperada, un más allá de las expectativas, una entidad extraña, tantas veces dispuesta a saltar de la pantalla y abalanzarse sobre su conciencia para desengañarla, sumirla en la incertidumbre más absoluta, quitarle con violencia eso que creía que tenía, esos automatismos, esa comodidad.