Familia
La manera en la que Edgardo Castro maneja la mentira del cine en Familia es magistral. Parece simple, parece fácil, pero en realidad es astuta. No se trata de una forma de resucitar los viejos tiempos del más cansado Nuevo Cine Argentino, tampoco se trata de recurrir al borramiento, tan moderno, tan de hoy, entre documental y ficción. Por supuesto, Castro protagoniza la película que dirige, en la que retrata a una familia que es interpretada por los miembros de su propia familia en la vida real. Por supuesto, buena parte de la fuerza de la dinámica que adquieren sus momentos más chispeantes (esto, por supuesto, es una forma de decir) viene del peso que la repetición de esos gestos dejó visiblemente marcada en los cuerpos de quienes estuvieron dispuestos a ponerse frente a la cámara. Esto es innegable. Pero la maestría de Castro no estriba en el simple hecho de haber convencido a sus viejos (cansados, desinhibidos) de hacer para nosotros lo que hacen en un día cualquiera (y que probablemente no difiera mucho de lo que hacen todos los padres de por lo menos cierta edad), sino en la forma de registrarlos.