Familia
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Familia

La manera en la que Edgardo Castro maneja la mentira del cine en Familia es magistral. Parece simple, parece fácil, pero en realidad es astuta. No se trata de una forma de resucitar los viejos tiempos del más cansado Nuevo Cine Argentino, tampoco se trata de recurrir al borramiento, tan moderno, tan de hoy, entre documental y ficción. Por supuesto, Castro protagoniza la película que dirige, en la que retrata a una familia que es interpretada por los miembros de su propia familia en la vida real. Por supuesto, buena parte de la fuerza de la dinámica que adquieren sus momentos más chispeantes (esto, por supuesto, es una forma de decir) viene del peso que la repetición de esos gestos dejó visiblemente marcada en los cuerpos de quienes estuvieron dispuestos a ponerse frente a la cámara. Esto es innegable. Pero la maestría de Castro no estriba en el simple hecho de haber convencido a sus viejos (cansados, desinhibidos) de hacer para nosotros lo que hacen en un día cualquiera (y que probablemente no difiera mucho de lo que hacen todos los padres de por lo menos cierta edad), sino en la forma de registrarlos.

Ragnarok

Ragnarok

La comparación viene al caso aquí ya que Ragnarok juega a varios juegos conocidos, pero fundamentalmente al de las siete diferencias. En su vuelta de tuerca, que supone convertir a los materiales mitológicos en versiones seculares y mundanas, me resonaba algo que supo ser una moda pasajera hace un par de décadas pero que luego se perdió en el olvido. Algo me resonaba de finales de los 90s y los primeros 2000s, cuando una diversidad de películas y series (acaso corridas por el ánimo reflexivo tardío de la cultura pop, cīnica y descreída de los relatos clásicos de finales de siglo XX) se propusieron un camino alternativo a la ya remanida recurrencia de volver a contar las mismas historias a nuevas generaciones. Será por eso que algo de esta clase de propuestas traía implicado a un público con una competencia cultural adecuada como para ser parte de la fiesta. Porque si nos invitan a una fiesta y no sabemos bailar, como que mucha gracia no tiene el asunto.

Tower Of Evil (Jim O’Connolly, 1972)
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Tower of evil (Jim O’Connolly, 1972)

Llama la atención que cuando se trata de estudios sobre el género de terror en los setenta haya poco material sobre lo que se producía en Inglaterra. Esto no significa que no hubiera películas pero da la sensación de que fueron eclipsadas por lo que hacían sus vecinos. Tengamos en cuenta que la famosa renovación del fantástico no solo fue en Estados Unidos, Italia y España, sino que fue en todos los países que abordaron al género. Hay numerosos libros analizando el fenómeno del fantástico en esos países, pero de Inglaterra poco y nada. Si los hay sobre la anterior década y referidos a la productora Hammer y sus ramificaciones. El porqué de esto es muy obvio. No solo se trata del legado que dejo dicha productora, que al fin y al cabo renovó a los mounstros clásicos y nos dio nuevas estrellas. Sino que era algo propiamente suyo, de su propia identidad. La Hammer, y también sus imitadores, supieron traer a pantalla a todo aquello que hizo a la cultura fantástica inglesa.

El Precio De La Verdad
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El precio de la verdad

Hay directores que toman riesgos cambiando universos personales y tono, que prueban cosas nuevas, pero lo de Haynes es otro asunto: el hombre renuncia a su mundo por nada, por una película que se agota toda en el cuento a lo David y Goliat. Dark Waters está diseñada para producir unos efectos muy precisos: indignación, toma de conciencia, compromiso. Un par de Oscars, tal vez (no se dio). Pero de pasarla bien nada. Un cine que queda bien hacer y ver. Si algo tuvo la filmografía un poco despareja de Todd Haynes fue, justamente, la generosidad con la que se invitaba al espectador a disfrutar de las historias siempre excesivas, con un tratamiento exagerado de los estereotipos, que exhibían gustosas superficies coloridas y apropiaciones del melodrama. Dark Waters, en cambio, no sabe lo que es jugar.

Fin del Contenido

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