Si se me permite, voy a empezar por el final: la última película que pude ver en Mar del Plata (lamentablemente no me pude quedar para el cierre del festival) fue O Trio em Mi Bemol de Rita Azevedo Gomes, una película basada en una obra de teatro de Eric Rohmer y protagonizada ni más ni menos que por Pierre León y Rita Durao. La referencia a Rohmer en la película tiene dos órdenes: uno inevitablemente relacionado al guión, que es un relato clásico rohmeriano sobre la relación entre una ex pareja manteniendo una tensión que se resuelve al final cuando se libera uno de los elementos que la película mantuvo en cuestión constante (así como en Cuento de Invierno lo era la aparición casual del padre, en la película dirigida por Azevedo Gomes esto gira en torno a una melodía de Mozart) y el otro relacionado a la dirección de arte, si bien esto está íntimamente ligado a la elección de la locación, la relación que esta adquiere en la película con la puesta escenográfica y los vestuarios intentan recrear ante nuestros ojos el mundo de Rohmer, como si de una invasión se tratase. Sin embargo, mediante la puesta de cámara y la coreografía actoral, la directora portuguesa logra darle otro espesor a su película que va más allá de revivir a Eric Rohmer. La distancia y la quietud de la cámara (diría que un 70% de la película son planos fijos y enteros, donde difícilmente se le ve la cara a los actores) la vuelven una película de Azevedo Gomes. La presencia de Rita Durao y su forma de moverse en el cuadro recuerdan, incluso, a los mejores momentos de Venganza de una Mujer. Pero este espesor no es solo el de una apropiación, es decir, una adaptación, sino que, al agregar al director Adolfo Arrieta como el personaje que está dirigiendo a esos dos personajes, dándole a su vez secuencias oníricas, lo que la película logra es mostrar una adaptación al mismo tiempo que fuga a otro mundo posible, un mundo no-rohmeriano, donde no hay lugar para esos relatos. Se podría decir que es una adaptación sumado al proceso de una adaptación, pero no, esa fuga es algo más, no sé bien lo que es, pero es una liberación que vuelve aún más potente esa obra. Lo que sí sé y puedo asegurar es que la distancia de la cámara no implica que haya distancia emocional con los personajes, con quien la película nos conecta mediante un muy buen sonido directo, además de ese glorioso zoom in del final.
Volviendo, entonces al principio del que nunca empecé a decir nada, una de las primeras películas que tuve la oportunidad de ver en el festival fue Un Beau Matin de Mia Hansen-Love, y el caso es que es otra película con claras influencias rohmerianas (tan claras como Azevedo Gomes, claramente no). Si O Trio em Mi Bemol construye el mundo de Rohmer a su vez que se fuga de él, Un Beau Matin interpreta ese mundo como un encierro, como un estancamiento en que la película no logra hacer nada más que retratar algunos gestos actorales bonitos (todos provenientes de niños, que por suerte todavía mantienen una libertad que les permite salir de los márgenes tan estrictos que impone Hansen-Love). La intención constante de entrar a las escenas cuando ya están empezadas, irse antes de que terminen, cortar en momentos incomodos de la conversación (particularmente hay un momento en la calle donde salta el eje por lo menos dos veces, generando una incomodidad significativa) la convierten en una película muy poco interesada por su texto y por su desarrollo actoral. Podríamos decir, entonces, que el mundo rohmeriano (también reverenciado desde la dirección de arte, algunos hechos que suceden a lo largo de la película, las conversaciones sobre filosofía y poesía, y sobre todo por la presencia de Pascal Greggory y Melvil Poupaud) parece ser un espacio ya construido sobre el que Hansen Love posa la cámara unos segundos por plano y pulula, no un mundo orgánico en construcción donde los personajes viven revelaciones a su vez que el director como en O Trio em Mi Bemol. Para ver este problema es notable como la escena de la navidad, la más larga de la película, es a su vez la mejor, y en esto insisto: los protagonistas aquí son los niños, aún no empapados del nihilismo superficial de la directora.
Pero en un festival de cine no todo pueden ser citas a otros directores, también hay enormes eventos a los que da mucho placer asistir. En mi caso, ver El Dependiente en una copia que realmente está a años luz de la que se puede ver en YouTube con la presencia de Graciela Borges en la sala fue una de las más emocionantes. Ni hablar de lo que fue Die Hard post charla con Mctiernan. Es un deber destacar que está edición permitió estos grandes eventos y que el clima general fue muy emocionante en prácticamente todas las funciones. Pero de lo que quiero hablar particularmente es de ese gran evento inesperado que fue El Método Tangalanga. La proyección de la película de Bendesky en el Ambassador fue algo que realmente me sorprendió, no necesariamente por la calidad de la película, sino por la interacción que pudo tener la película con el público en la sala. El gran acierto de El Método Tangalanga, en este sentido fue haber tomado una figura tan popular y tan argentina (voy a evitar la idea de representante de lo argentino, es una figura argentina simplemente porque casi todos los argentinos escuchamos los llamados de Tangalanga) y darle un biopic que no esté narrado desde una realidad objetiva, sino desde una construcción de mundo posible para el Tangalanga de Piroyanski. Es decir, la intención de la película, a diferencia de la mayor parte de las biopics de los últimos años, no es narrar los hechos de la forma más cercana posible a como fueron, sino construir un relato que muestre cómo se creó el mito Tangalanga. Ese relato se construye desde del género fantástico, mediante la aparición de un hipnotizador interpretado por Silvio Soldán que libera a un joven empleado de marketing para convertirlo en un verborrágico bromista. Ese mundo, en igual medida tierno y canchero, tuvo una capacidad enorme para conectar con el público, no solo mediante el humor, sino mediante una construcción mitológica de su propia cultura.
Si de ternura hablamos, la última película de Mcdonagh, Los Espíritus de la Isla tiene, y de sobra. Y cuando digo de sobra no lo hago simplemente porque es una forma del habla, sino porque realmente se siente que la ternura que produce el personaje interpretado por Colin Farrel, por momentos es un abuso que deriva en la condescendencia antes que en la empatía. Por momentos el enfrentamiento de aquel personaje ante la dureza fría del personaje de Brendan Gleeson derivaba en un incómodo sentimiento de lástima. Sin embargo, la película no es unilateral en este sentido, en especial porque el personaje de Gleeson también tiene grandes momentos de ternura (cuando lo levanta a Farrel luego de una paliza oficiada por el comisario, o mismo cuando golpea al comisario) en las que vemos a un personaje al que le entendemos las razones de su frialdad y su alejamiento. McDonagh logra crear grandes personajes mediante su relación con el personaje de Farrel y a su vez logra construir un espacio en iguales medias hostil y tierno mediante la repetición. A diferencia de los ejemplos de los que empecé hablando, este mundo es completamente propio y personal, en su particularidad se encuentra su gracia, en la falta de referencialidad. Personalmente, fue una hermosa sorpresa, en un festival lleno de ellas, luego de lo que había sido para mí lo último del director británico.