#37MarDelPlataFF – Diario de festival: Retreat, Sinfon14, Legítima defensa

Por Luciano Salgado

Retreat es uno de los típicos estudios de caracteres del cine austríaco (aunque en este caso sea una película de nacionalidad suiza), especialista en el desplazamiento entre géneros, expectativas, abocado a jugar con las limitaciones del espectador a la hora de jugar el juego. En este caso el asunto tiene una premisa bastante simple, porque arranca con unas breves vacaciones entre padre e hijo, aislados en la montaña, en pleno bosque, en invierno. No obstante, siguiendo la previsible lógica de lo imprevisible, en un determinado momento, las cosas tornan hacia un castaño oscuro que con el tiempo nunca crece en intensidad, pero que mantiene el malestar: el padre impide a su hijo cualquier comunicación con el exterior. Y el “retiro” se convierte a a poco en un secuestro en el que el menor no puede hacer otra cosa más que esperar, someterse, intentar, atisbos absurdos de por medio, irse del medio de la nada a quién sabe dónde, retenido por un padre que escala en su locura en tono menor, sosteniendo que todo lo que hace lo hace para cuidarlo y para enseñar a su hijo la supervivencia frente a un inminente apocalipsis climático que, desde ya, nunca llega. La película, con algunos puntos de contacto en la premisa con Take Shelter (Jeff Nichols, 2011), no obstante, no sabe cómo salir de esa frialdad autoimpuesta, de esa meseta narrativa de espera eterna. Hasta que un giro póstumo permite un reconocimiento. En su blanca gelidez, Retreat promete cosas que no cumple. Y cumple cosas que no promete. Pero lo que seguro lleva adelante es un cine que ya hemos visto demasiadas veces. Y que hemos olvidado aún más rápido.

Cada vez más alejado de ciertas costumbres propias, como lo suelen ser aquellas que obligan a declamar identidad, al mismo tiempo que entregado a una velocidad furiosa entre películas, Perrone cada vez se parece menos a sí mismo. O mejor dicho: su cine se parece cada vez menos a lo que podríamos esperar de su cine, en una clara confirmación de su sello de anti-autor, estampado furiosamente en cada una de sus películas. Un director impersonal? Un director de covers que replica formas de terceros? Hay algo de ese gesto que bordea la histeria pero que no la expresa como una declaración boba, sino como parte de un proceso de cambios, como si todo el tiempo estuviera probando la mutación de piel, pero quizás sin el objetivo de encontrar una definitiva. Un cine de identidad trashumante, para decirlo rápidamente. En ese recorrido veloz y casi bulímico es donde debe pensarse a SINFON14, donde el calce de piel parece jugar con el cine de Albert Serra. Pero en este caso el juego es todavía más extremo, porque como en otros casos, cuando jugaba con samurais, en esta ocasión el juego es con aristócratas franceses de estilo rococó. El problema es que el cine de Perrone, en su pobreza de recursos, siempre supo arreglárselas de alguna manera para encarar la gambeta que cambie el ritmo incluso contra la misma inercia del cambio. En esta ocasión los fragmentos del mundo de la lujuria, el deseo, el placer no se transmiten más que como una pose congelada, como si el cambio de piel no hubiera funcionado correctamente, como si la falsificación de la puesta en escena desde este reducto periférico no hubiera sido capaz de comprender el mundo que tenía que representar. Por eso quizás el mayor ruido provenga de la autoconciencia, el gesto reflexivo, la exposición del artificio, que son artilugios que se van consumiendo sobre la marcha (porque Perrone no es el Rohmer de Perceval el Galo, otro obseso del realismo que a veces jugaba a salirse de su propia obra), hasta que el juego deja de interesarnos, porque quizás también Perrone estiró demasiado la cuerda de algo que merecía un metraje menor.

Legítima defensa es un rara avis para un festival. Mucho más cercana al tratamiento y las formas de abordar los géneros (en este caso la mezcla es el policial con el melodrama familiar) de cierto cine argentino de corte industrial antes que una historia encuadrable en el esquivo formato de “película de festival”, el cuento que narra Legítima defensa es el de un fiscal que, luego de haber abandonado su pueblo, habiendo dejado muchas cosas pendientes en el lugar, debe volver para investigar una sucesión de asesinatos que de a poco se van revelando como íntimamente ligados a la corrupción de los poderosos del lugar. Si hasta ahí la premisa entrega en mayor o menor medida algo esperable, la película opta por sumarle al combo el componente de la denuncia, elemento nunca ajeno a ciertos modos del cine industrial, como si ese aspecto le agregara un diferencial, denuncia que en esta ocasión incorpora el terror por las derivaciones de los agrotóxicos, un tópico cada vez más presente en la representación del mal y del poder (si, resaltados en su carácter de abstracción casi metafísica, que es un resabio progresista que heredamos con el retorno de la democracia) en el cine argentino (en otras épocas eran las mineras, en otras las financieras/bancos y así). En este sentido la película se concentra en el inevitable aspecto personal de su protagonista, pero la excusa narrativa da el pie al plano social de los hechos narrados, como si ese encadenamiento le diera a la película una pátina de legitimación (por momentos algo de la estrategia me recordaba a la muy fallida Un crimen común, que pudo verse hace un par de años también en el Festival de Mar del Plata). Al finalizar la película nos preguntamos si este era su lugar. Y seguimos dudando. Veremos cuál resulta ser su suerte para el estreno. Mientras tanto el festival sigue y las películas circulan, buscando su público entre la niebla.

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