Amor sin tiempo

Por Amilcar Boetto

La Bete
Francia, 2023, 146′
Dirigida por Bertrand Bonello. 
Con Léa Seydoux, George MacKay, Guslagie Malanda, Martin Scali. 

Lo posible

La manera excéntrica en que Bonello articula su relato, a su vez que su eclecticismo formal pueden ser tanto una virtud como un fracaso de su propio sistema. Evidencian al mismo tiempo la ambición como la inseguridad de un director que, en una primera lectura, parece disparar en todas las direcciones, dando en el blanco tanto como fallando estrepitosamente. 

Pero no todo es tan simple como parece, porque a medida que se desarrolla su extensa duración, La Bete va revelando un cierto espíritu escondido detrás de su parafernalia. Da la sensación, cuando termina la película, de que a Bonello le hubiera gustado simplemente filmar ese travelling inicial, ese melodrama de época sobre dos jóvenes que parecen nunca animarse a amar(se). A Bonello le hubiera gustado hacer el travelling del baile de Francisca y narrar la adaptación de la novela de James (La Bestia en la Jungla) con la conocida precisión de la palabra cinematográfica de Manoel De Oliveira. Pero no solo Bonello no es De Oliveira (y eso está lo suficientemente claro) sino que el mundo ya no es el de 1981. La subjetividad de Bonello, a su vez que nuestra relación contemporánea con la imagen, hizo que sea imposible meterse de lleno en una representación realista de 1903.

En lugar de eso, el cineasta francés asume un riesgo tan riesgoso como interesante, que es buscar esa bestia en el presente. No solo buscarla, sino también mostrarla explícitamente, hacerla evidente. Y allí es donde esa relación casi imposible entre imagen y realidad se hace presente. Donde, por distintos medios y formas, Bonello las pone en tensión. 

En una de las más terroríficas escenas de la película, Lea Seydoux llama por desesperación a una tarotista que le dice que no puede hablar con ella porque hay alguien más en la casa, luego la computadora se llena de anuncios escalofriantes, caras deformadas por el ácido hialurónico, rostros generados por inteligencia artificial. Ante esto, el personaje interpretado por Seydoux cierra aterrorizada la computadora. A diferencia de Leos Carax, Bonello nunca abraza el CGI, las IA o el glitch digital como arma posmoderna para enrarecer su relato. No se siente nunca que haya una romantización irónica como en Annette. El distanciamiento tiene otro motivo que es ni más ni menos que el miedo. 

En este sentido, el miedo permite dos cuestiones: primero, borra la ya mencionada ironía y segundo, moraliza al relato pero nunca desde un lugar condescendiente. El terror, cuando se siente genuino en el rostro de un actor o en la construcción espacial de una escena, genera un efecto totalmente contrario al de la superioridad moral. El centro del relato de Bonello puede tornarse evidente si se lo piensa de esta forma: tenemos miedo de que la imagen generada por computadora nos reemplace como humanos, tenemos miedo de que, entonces, ya no pueda existir nunca más La Bestia en la Jungla ni tampoco Douglas Sirk, o Claude Sautet. La moral se ubica como un lugar de pertenencia que se pierde y la otredad se ve desde la irracionalidad del miedo. Entonces, lo humano sobrevive en ese resquicio, en esa pequeña ventana donde se ve el terror en los ojos de Seydoux.

En su crítica a la película, los críticos españoles Elisa McCausland y Diego Salgado mencionan que La Bete es una catedral cimentada en el rostro de Léa Seydoux poniendo a la actriz como centro constitutivo de la película. Todo el camino lleno de tropiezos, riesgos y digresiones se contrastan con el poder humano de la actuación de Seydoux, cuyo rostro es prácticamente la única constante formal de las tres partes de la película. En esta relación entre cuerpo y cámara es que Bonello traza su defensa del melodrama, su carta de resistencia frente al miedo paralizante que domina a La Bete.

Es difícil saber si el agua de la inundación de París, las escenas nocturnas de baile, el corte lynchiano durante el sexo o las ya mencionadas videollamadas con la tarotista son una serie de gimps (en términos de Manny Farber) que intentan volver extraordinaria una película más bien ordinaria, pero si es totalmente posible entender que detrás de esos juegos meta y ese camino de tropiezos que bien podría leerse en clave canchera y autoral, hay una narración posible entrecortándose y existiendo en las tinieblas, un melodrama tan angustiante que evade su propia representación y aparece como un grito desesperado en el plano final..

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