Chile, 2023, 100′
Dirigida por Christopher Murray
Con Valentina Véliz Caileo, Daniel Antivilo, Sebastian Hülk, Daniel Muñoz
Sin sorpresas
En una entrevista que le realizaron en el canal de TV chileno Bio Bio, Christopher Murray asegura que su película “busca la construcción de una identidad en un camino que la protagonista comienza con un reclamo de justicia”. El tropo, tan tradicional del terror como del policial, está dispuesto sobre la mesa en Brujería, en donde la joven protagonista debe desaprender forzosamente el catolicismo que sus patrones le inculcaron para encontrarse con sus raíces huilliches.
Este camino comienza con un dispositivo formal definido: un travelling minuciosamente encuadrado y coreografiado (un recurso formal al que nos tendremos que acostumbrar durante los 100’ de metraje) en el que Rosa recorre la distancia de su casa con la casa de sus patrones. Luego, la película muestra con la suficiente paciencia el proceso en el que prepara el desayuno hasta que la vemos retirarse en el momento en que los colonos alemanes se preparan para rezar antes de empezar a comer. El sútil destrato con el que se vinculan a Rosa es causal de xenofobia explícita apenas una escena después, cuando el padre de familia alemán asesina cruelmente al padre de Rosa.
Es innegable que Brujería es una película que maneja inteligentemente sus tensiones, que decide, con bastante criterio, que acciones dejar fuera del cuadro y que es cuidadosa con no pasarse de absurda ni de cruel incluso cuando su propio argumento pareciera conducirla reiterativamente hacia esos lugares. Esas condiciones conviven, a su vez, con un marcado maniqueísmo y una relativa tendencia a dejar a su personaje en un lugar siempre seguro, tanto moral como físicamente. Esas dos primeras escenas que describí brevemente en el párrafo anterior, exponen todas estas condiciones que son las que la película va a imponer formal y narrativamente.
De esa forma, el relato de autoconocimiento que Murray describe se desarrolla con una intención deliberadamente sutil en su psicología, que se anima muy poco a mirarle la cara a lo siniestro y que expone un sistema moral bastante claro. Al mismo tiempo resulta muy difícil no vincular a la película chilena con The Witch, con la que comparte algo más que decisiones de forma. Al igual que Eggers, Murray también queda encerrado en la dicotomía entre claridad narrativa y sutileza formal. Quizás con mayor inteligencia y mayor riesgo, el realizador norteamericano logró que su película pareciera, a los efectos prácticos, una película más ambigua e intrigante, sin tener que renunciar a mostrar, motivo con el que parece tan obsesionado el terror de festivales.
Quizás, entonces, la escena más interesante de Brujería sea aquel momento inicial que describí, ese travelling y ese desayuno, en el que se exponen las tradiciones católicas de Rosa tras bambalinas (la puerta de la cocina que la separa de la adinerada familia como límite simbólico la vuelve bastante obvia). Ese comienzo es lo más liminal (para usar la palabra que Aaron Rodríguez Serrano utilizó para describir el film) de la película, el momento donde el choque cultural presenta la más arriesgada contradicción, antes de que sepamos firmemente de que lado tenemos que estar posicionados como espectadores y en qué lado están los personajes escena tras escena.
Hay un tejido complejo (utilizando, de nuevo, las palabras de Murray) entre los distintos personajes e identidades de la isla sugerido por la película, que, de nuevo, es mostrado con la suficiente distancia como para no caer en desinteligencias en la articulación de una trama que parece nunca resquebrajarse, a costo de no sumergirse en el abismo pasional, espiritual y terrorífico que estas relaciones culturales parecen contener. Casi como un reverso de Nazareno Cruz y El Lobo, Brujería narra el descubrimiento de una identidad sin sumergirse en la interioridad de su personaje, o al menos, con una confianza demasiado grande en una imagen pulcra que no puede traducir el inmenso peligro que un alma siente al abandonar una fe para adquirir otra. El personaje de Rosa, cuyo camino termina en la gloria máxima de su nueva identidad, es, en un principio, un personaje bastante más rico en matices que el de Anya Taylor-Joy en The Witch, con un dilema identitario bien complejo al Murray no parece cuestionar, particularmente. Y aunque pareciera que la película presenta peligros concretos, en el fondo, estamos muy cómodos, atentos a las imágenes sin sorpresas de un dilema que no nos interpela.