Dos o tres cosas acerca de él

Por Hernán Schell

El vitalista

Por Hernán Schell

Empecemos con una historia que todos creemos conocer: en 1938 Orson Welles hizo una transmisión radiofónica de La Guerra de los Mundos que causó pánico en la sociedad americana. La raíz de esto es que el director había hecho una versión del famoso libro de H G Wells pero en clave de noticiario. A partir de allí, muchos pensaron que estaba transmitiéndose un ataque extraterrestre en serio y empezaron lógicamente a tener un miedo que casi causa un desastre a nivel nacional. Sin embargo, hay teorías que dicen, con pruebas bastante sólidas, que todo ese supuesto fenómeno colectivo fue tremendamente exagerado. Algunos sostienen que en el momento en el cual Welles hizo esa transmisión, sólo el 2 por ciento de los radioescuchas estaban concentrados en ese programa, mientras buena parte del resto escuchaba un show radiofónico muy popular llamado Chase and Sanborn Hour. Por otro lado, no hay ninguna prueba de que alguna persona de ese dos por ciento haya creído alguna vez que lo que estaba escuchando era una transmisión real, ni ningún registro policial que haya hablado de alguna acción demente por parte de algún ciudadano. Hay incluso sociólogos y estudiosos sobre el tema que sostienen que si hoy creemos que ese pánico sucedió, se debe a varios factores: una campaña por parte de diarios que decidieron publicar ese supuesto miedo colectivo para advertir los peligros de la radio (que en ese momento estaba siendo muy popular y pensaban que podía destronar al papel como medio de información), más un investigador de psicología de masas llamado Hadley Cantril, que por una confusión pensó que esas mentiras de los diarios eran ciertas y basó una tesis y un libro en esa anécdota que en verdad nunca pasó.

Orson Welles War Of The Worlds Newspaper Headlines 1938

Es curioso el asunto. Tanto si aceptamos la versión del pánico generalizado, como la versión de la leyenda del pánico generalizado, terminamos un poco en la misma conclusión: que hubo una historia falsa que terminó siendo percibida como cierta. Es una casualidad hermosa si uno lo piensa. Tiempo después de esa transmisión, el Welles realizador se la pasaría haciendo películas sobre protagonistas que tratan de hacer lo que sea para lograr que cosas falsas se vuelvan verdaderas. Charles Foster Kane de El Ciudadano hace todo para que una cantante mediocre se vuelva genial a partir de publicaciones mentirosas; Quinlan de Sed de Mal planta pruebas falsas para resolver crímenes reales; el Clifford Irving de F de Falso busca imitar cuadros de manera tan exacta que termine siendo indistinguible saber qué cuadro es falso y cuál verdadero; e incluso las tres adaptaciones que hace Welles de obras de Shakespeare se basan en personajes dispuestos a creer las propias mentiras que se construyeron: Macbeth, Otelo y Falstaff.

Quizás por eso en casi todos ellos (diría que en todos) hay algo de aniñado, de gente que en el fondo, tras todo su poder, esconde un costado un poco infantil y caprichoso. Desde el magnate Kane soñando con el trineo de su infancia; el capitán Quinlan de Sed de Mal paseándose con su chupetín y sus mofletes redondos como un nene obeso, y el Falstaff de Campanadas a la medianoche inventando fábulas heroicas como lo haría un chico. A mi me es imposible, cuando pienso en esto, no relacionar esta característica infantil de esos personajes con una de las frases más conocidas de Welles: su comparación de que cuando llegó a Hollywood se sintió que le estaban dejando jugar con el tren eléctrico más grande del mundo. Que ese juego haya durado poco tiene que ver quizás con que Welles quiso comportarse como un chico ahí donde debió haberse comportado como adulto. Así es como firmó un contrato insólito para la RKO a una edad ridículamente joven, hizo una película asombrosamente buena, pero olvidando toda previsión o sentido de supervivencia profesional se metió con un magnate de medios exorbitantemente poderoso que boicoteó una película que lo pudo haber enviado a la cima de las cimas a velocidad luz.

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Lo que vino después es conocido. Películas destrozadas por las productoras, uno que otro encargo que Welles hizo a desgano, el exilio europeo, varias películas truncas, obras maestras mayores incomprendidas y muchas apariciones y anécdotas inolvidables de un personaje increíblemente carismático. En una de ellas, Welles se atrevería a definir uno de los aspectos más paradójicos de su carrera: el hecho de que cada vez que iba a una fiesta o un cocktail a pedir algún tipo de financiamiento a algún millonario, se encontraba con que los productores iban a saludarlo gustosos de encontrar al que quizás fuera el más grande cineasta vivo. Sin embargo, cuando Welles le pedía a alguno de ellos el más mínimo financiamiento para su próximo film, este productor o magnate “decidía” abruptamente irse para otro lado aduciendo que estaba ocupado con otra cosa. A menudo se ha narrado este tipo de cuestiones como una tragedia que pone a Welles como el genio del cine incomprendido frente a un mundo del cine incapaz de aprovechar a un talento enorme, e incluso como el ejemplo máximo de un Hollywood mezquino que, teniendo en sus manos la oportunidad única de alguien que iba a romper los límites con un cine extraordinario, decidió rechazarlo por miedo a la experimentación y la osadía estética. Sin embargo, creo que hay ser justos. Hollywood ha dado sobradas pruebas a lo largo de su historia de que puede darle lugar a artistas osados y experimentales, y Welles tiene sobradas anécdotas de no haberse comportado en esa industria con la habilidad necesaria como para poder aprovecharla.

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Siempre pensé de hecho a Welles como una contracara de Hitchcock. Ambos deben ser los cineastas más analizados y finalmente venerados del cine americano (quizás del cine a secas), pero ambos no pueden ser más opuestos. Hitchcock era un hombre poco agraciado (por decirlo suavemente), de un carácter tímido y que gustaba de venderse como alguien asociado a un cine liviano y de puro entretenimiento. Sin embargo, logró a fuerza de paciencia y mucha astucia convertirse en uno de los raros casos de directores superestrellas que pudo experimentar en el cine narrativo como casi ningún otro cineasta. Una vez bien asentado en la industria, después de décadas de trayectoria, Hitchcock logró hacer prácticamente lo que quiso: construir un escenario de una ambición desmedida en La ventana indiscreta, experimentar con los límites de lo que podía mostrarle al espectador en Psicosis, un melodrama enfermo en Vértigo, y una película de terror sin música y surrealista en Los Pájaros. Lo hizo de a poco, empezando su trabajo de modo disciplinado para una industria con la que pudo entenderse la mayor parte del tiempo perfectamente. En Welles, en cambio, encontramos una figura que tenía todo para ganar desde el principio. Lindo tipo, con una voz aterciopelada, un genio fácilmente detectable gracias a un talento prodigioso que mostró desde pequeño y no paró de manifestar con el correr de los años. Y sin embargo, pocos grandes directores parecen haber sido menos astutos que él, incapaz de transigir cuando debería de haberlo hecho, tardando mucho más de la cuenta en la posproducción, e incapaz de cuidar el material que filmaba con el debido celo como para que no le cambien escenas o finales enteros. Finalmente, su carrera fue esa paradoja de los cockteles y fiestas, el de alguien muy respetado por el que nadie apostaba. Un poco de nuevo, a la inversa de Hitchcock, si el gran cineasta inglés fue, según la excelente definición de Godard, el cineasta maldito que tuvo éxito (en tanto casi nadie lo tomó demasiado en serio mientras filmaba, lo que no le impidió recaudar millones), Welles fue el cineasta bendecido que nunca conoció la verdadera popularidad, que era considerado tanto como un genio como un repelente de inversores y un fracaso casi asegurado de taquilla.

Citizen Kane

No es que uno se queje tanto de este aspecto de Welles. Su fracaso siempre ha tenido también algo de poético, algo de secretamente hermoso. Welles es esa clase de cineastas que involuntariamente hicieron de lo frustrante de su carrera uno de sus aspectos más interesantes, por los cuales existen decenas de preguntas hipotéticas y contrafácticos sobre qué hubiera sucedido si hubiera pasado si tal cosa o tal otra. Uno de esos contrafácticos más frecuentes consisten en preguntarse qué hubiera pasado de haber existido una sociedad armónica entre él y Hollywood. Ante esto, no es difícil llegar a la posibilidad de que la misma no sólo hubiera sido artísticamente maravillosa sino también comercialmente redituable. Esto observó Pauline Kael en su polémico estudio sobre El Ciudadano cuando escribió sobre el carácter humorístico de la película -con varios chistes satíricos que se perdieron con el tiempo porque estaban conectados con hechos de la época en que se estrenó-, pero también con el potencial gran éxito que hubiera sido de no haber resultado por el boicot de Hearst. Vista hoy, El Ciudadano sigue siendo todo menos aburrida. Hay varias historias, una intriga prácticamente policial, grandes momentos de melodrama y, por supuesto, momentos visualmente asombrosos. El cine de Welles, de hecho, puede ser a veces algo críptico, pero no se caracteriza por ser especialmente denso, y muchas de sus películas tienen una potencia cinemática envidiable. Welles, después de todo, era un fanático rabioso de William Shakespeare, y cualquiera sabe que en el fondo las obras de teatro del dramaturgo inglés estaban en las antípodas de querer ser aburridas. Siempre recuerdo, por ejemplo, algo que escribió el poeta William Yeats sobre Shakespeare en el poema llamado Lapiz Lazuli. Allí Yeats hablaba del arte vital y alegre del Bardo diciendo lo siguiente:

Todos actúan en sus trágicos dramas,
allí Hamlet se pavonea, allí está Lear,
ésa es Ofelia, Cordelia aquélla;
pero ellos, si la última escena llegara,
el gran telón pronto a caer,
si meritorios sus papeles prominentes,
no abandonan sus versos para llorar.
Saben que Hamlet y Lear son alegres;
la alegría transfigura todo ese miedo (1).

El teatro de Shakespeare, como señalaba Yeats, podía ser trágico, pero sus personajes no eran por eso llorosos, eran vitales, y pasionales hasta cuando eran melancólicos o sabían el propio destino trágico que los aguardaba. Hay algo similar en las criaturas de Welles. La gran mayoría de sus películas terminan mal, pero en casi todas ellas sus protagonistas son vitales y parecen aferrarse a la vida sabiendo incluso que los está por llevar la muerte o que están muy afectados por la vejez o la enfermedad. Es el señor K de El Proceso gritando como loco antes de ser ejecutado; es Quinlan levantándose por última vez para decirle algo a su amigo muerto como si este último estuviese vivo; es Falstaff simulando una alegría histérica pese a que todo su mundo cambió alrededor y lo ha marginado; es el propio Welles, riendo jocoso y haciendo una dedicatoria por lo menos sospechosa a un artista en ese funeral hermoso a la idea del arte personal que es F for Fake; y finalmente es el propio Jake Hannaford de El otro lado del viento, riéndose de todo para simular sus frustraciones y angustias. Welles en tanto, siempre ha filmado estas criaturas con la misma pasión desbordada. Así es como su cine abunda en abrupos primeros planos a sus rostros, en contrapicados brutales que hacen de la obesidad de algunos personajes algo enorme, monumental. Así es como, en casi todo su cine, choca esa conciencia de una muerte y una tragedia con un tono desesperadamente vital.

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Sólo conozco un cineasta que hace algo parecido: Fellini. Director experto en disfrazar funerales de fiestas, y de personajes que tratan de disimular su decadencia en una máscara de histeria tan llena de vida que se vuelve sospechosa. Justamente El otro lado del viento no deja de tener conexiones sorprendentes con la película Entrevista, uno de los films menos recordados y más extraordinarios de Fellini. Allí el director italiano planteaba también una película prácticamente confesional, que giraba en torno al propio Federico Fellini intentando terminar una película que no puede realizar. Al igual que El otro lado del viento, Entrevista juega a la ficción adentro de la ficción, a los límites entre la ficción y la realidad; a la autocita a su propio cine (a veces de forma tremendamente explícita, al punto tal de poner a Mastroianni y a Anita Ekberg ya viejos mirando La Dolce Vita), y también a entender ese mismo largometraje como la despedida de su realizador. Fellini además encontró en Entrevista una forma de admitir que estaba frente a un mundo cinematográfico o de imágenes que ya no entendía demasiado y frente una industria que lo había prácticamente expulsado. Sin ir más lejos, en Entrevista Fellini tuvo que recurrir a capitales japoneses para poder hacerla, y se burla de esta propia característica de producción de la película.

Y si bien el bueno de Federico parece tener una mirada crítica del mundo nuevo, de la televisión y las nuevas formas de espectáculo, nunca parece exhibir la mirada de alguien resentido, quizás porque lo hace con mucho humor y quizás también porque sabemos que la persona que nos habla supo tener una trayectoria rica en prestigio y libertades artísticas. Al otro lado del viento, en cambio, es una película mucho más furiosa y no exenta de rencor, donde Welles tiene una mirada negrísima de lo que lo rodea y se permite cargarse a generaciones de cineastas y parodiar el cine de Antonioni (justamente y ya que estamos, un director antivitalista por excelencia) de forma despiadada. Esa furia, combinada con lo que podría considerarse autoindulgencia, es lo que ha hecho que a varios no termine de convencerlos la última película de Welles. En algunos casos incluso, se ha hablado de la posibilidad de que sea mala justamente porque en realidad no es un film de él, sino que se trata de una aproximación inevitablemente imperfecta que Welles hubiera concebido de una manera mucho mejor.

Vaya uno a saber. Si bien hay escenas que me gustaron muchísimo del film póstumo de Welles, aún hay cosas que no terminan de convencerme de ella, y desconozco si mi necesidad de volver a revisarla en el corto plazo tenga más que ver con la calidad de la película que con la reverencia inmediata que surge con el nombre del que filmó esas imágenes. En todo caso, no sé si estaría tan decepcionado con que su último film fuera en verdad fallido. Welles nunca fue un director perfecto y su afán por la experimentación incluso lo hizo más de una vez tomar caminos no demasiado felices. Ahí está ese experimento rarísimo y muy fallido que es Macbeth, pero también las pequeñas desprolijidades y ocasionales trazos gruesos que puede haber hasta en sus obras maestras. Pero pienso también que esa imperfección, esas fisuras en su cine, vienen también de un cineasta en búsquedas estéticas constantes y desesperadas, por parte de un realizador que -de nuevo a diferencia de Hitchcock- las películas perfectamente planificadas y obsesionadas con las simetrías no le importaban demasiado. El cine de Welles es el de las cámaras que se mueven abruptamente, el del montaje veloz e impredecible que rehuía como la peste de la prolijidad académica; el de personajes excéntricos y de escasa o nula elegancia que simulan grandeza mientras tienen comportamientos aniñados; y también, por razones ajenas a él, el de películas cortadas y pegadas a veces a las apuradas, con varias versiones distintas en algunos casos que hacen que nos preguntemos cuánto de lo que hay ahí es de Welles y cuánto no. Quizás, esa misma característica misteriosa y deforme sea también parte de su encanto, y haya algo de triste pero también de poético en esa cuestión frustrante de varios de sus films.  Es como si todo en Welles fuera, finalmente, algo apasionante y trágico: su carrera, su filmografía, sus personajes y hasta su propia biografía y quizás es por esto que la historia del cine no haya conocido muchas figuras más fascinantes que él. Quizás incluso, no haya una sola que se le parezca.

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(1) Versión en idioma de origen: All perform their tragic play,
There struts Hamlet, there is Lear,
That’s Ophelia, that Cordelia;
Yet they, should the last scene be there,
The great stage curtain about to drop,
If worthy their prominent part in the play,
Do not break up their lines to weep.
They know that Hamlet and Lear are gay;
Gaiety transfiguring all that dread.

 

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