Giraffe

Por Diego Maté

Alemania, 2019, 88′
Dirigida por Anna Sofie Hartmann
Con Lisa Loven, Jakub Gierszal, Maren Eggert

La prosperidad

Una antropóloga llega a la isla de Lolandia para entrevistar a vecinos que dentro de poco tendrán que mudarse: la traza de un puente subfluvial que conecta la isla danesa con Alemania pasa por sus casas y la construcción es inminente. Una vez ahí, Dara conoce a Lucek, un obrero polaco que se mueve por Europa buscando trabajo. Giraffe tiene todos y cada uno de los lugares comunes de cualquier película que se precie contemporánea: cruce de culturas y nacionalidades, viajes y la condición de extranjería, un ritmo cansino, planos fijos que se sostienen en el tiempo, solapamientos entre ficción y documental, un tono distante y contenido y, last but not least, un tema de porte, es decir, alguna inquietud de agenda que invite al espectador y a la crítica a hablar de capitalismo, globalización y memoria. Una fórmula tan reconocible y remanida como cualquiera, después de todo, pero que, a diferencia de otras, provee de un blindaje crítico impresionante (traten, si pueden, de encontrar una crítica en contra de Giraffe o que al menos plantee reparos). Otra salvedad, entonces: si una película de robo, un melodrama o un musical cifran sus placeres en los hechos de la ficción, las películas como Giraffe se proponen halagar la sensibilidad del público, hacerlos partícipes de una conversación más grande; operan en un territorio que excede al cine.

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No hay sorpresa: desde los planos del comienzo, cuando una jirafa mira a cámara y plantea abiertamente un juego respecto del título (otro lugar común: la ambigüedad machacona del sentido como indicador de sofisticación), se sabe perfectamente qué suelo se está pisando. Lo raro, en todo caso, es que la película puede arreglárselas para maniobrar con algo de inteligencia esos materiales. Los viajes, las entrevistas y el trabajo de campo de Dara están siempre imbuídos de una fuerza silenciosa: a pesar de la languidez que se derrama a todos los rincones de la película, uno sigue mirando con interés, como si en cada escena apareciera algo que escapa a los planes del relato, un movimiento de la protagonista, un gesto, un lugar, un charla grupal, algo bien filmado, atractivo, que cautiva la vista y la distrae un poco de la atmósfera de corrección general.

Siguen las entrevistas, los encuentros entre Dara y Lucek, la vida de él con sus compañeros de obra y todo toma un curso decididamente plácido, nada altera la superficie calma y contenida de la película, que a esta altura es casi totalmente un largo derrotero por valles, casas y pueblitos hermosos donde la narración tiene poco y nada que hacer. Se intuye, además, un desvío respecto de la fórmula prometida: falta algo, aunque no se lo pueda nombrar con exactitud. En algún momento se lo descubre y es que no hay el más mínimo rastro de pobreza, miseria o de cualquier forma de sometimiento o degradación, un must de este tipo de películas: la agenda de un cine que sobreactúa su progresismo, su conciencia respecto del estado del mundo, no puede estar completa si no se muestra a un pobre, un indigente, o al menos si no se lo sugiere y, de paso, se señala, aunque sea tenuemente, la distancia con otros personajes de buen pasar, es decir, que siempre se habla, de una u otra forma, de la desigualdad, el gran tema de estas películas.

Es extraordinario, como una ráfaga de aire fresco que uno llega a respirar sin darse cuenta, pero Giraffe no tiene mala conciencia, no cree que haya que ir a buscar los males del presente ni señalar con el dedo a sus presuntos responsables. Todos, desde Dara hasta Lucek y los otros hombres de su cuadrilla, se mueven por espacios cuidados, amplios, verdes, por interiores limpios a los que no les falta nada; incluso la empleada fatigada del barco que lleva y trae a los protagonistas desempeña sus funciones en un lugar de trabajo irreprochable. Se tiene la impresión de estar viendo algo así como un CPM (Cine de Primer Mundo), menos por el lugar en el que transcurre la historia que por la buena fe con la que se registran las cosas. 

Es cierto que la película insiste con las entrevistas de Dara, con el testimonio triste de los vecinos expulsados, con la demolición de las casas, con la reconstrucción del pasado y las formas de pervivencia del recuerdo, con la distribución caprichosa y brutal de empleos y trabajadores, con todo eso. Pero el pulso amable con el que nos conduce por esa retahíla de lugares comunes, el placer por la observación de todo lo que rodea a los protagonistas, la renuncia total a cualquier forma de sordidez, de alguna manera ponen en suspenso el discurso, el parloteo altisonante, y nos dejan lo suficientemente libres como para movernos a gusto por cada espacio, como turistas, como la propia Dara, que se desplaza siguiendo el curso más bien antojadizo de sus investigaciones. Raro este drama de la prosperidad que filma sin culpas la opulencia. El final fuerza una visión lúgubre con un par de escenas salidas de registro, golpes de timón inconducentes, como si la directora no estuviera del todo convencida con el espectáculo de plenitud anterior y quisiera recordarnos la lectura seria, los temas, la sensibilidad, el compromiso. Pero ya es tarde, estamos bastante intoxicados con el sol y los paseos y los paisajes y nos descubrimos un poco inmunes a ese aleccionamiento final.

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