Licorice Pizza

Por Federico Karstulovich

EE.UU., 2021, 133′
Dirigida por Paul Thomas Anderson
Con Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn, Tom Waits, Bradley Cooper, Ben Safdie, Maya Rudolph, Joseph Cross, Emma Dumont, Skyler Gisondo, Mary Elizabeth Ellis, Emily Althaus, Anthony Molinari, Craig Stark, Fatimah Hassan, Bottara Angele, Deana Molle’, Jeff Willy, Zoe McLane, Destry Allyn Spielberg, Louis Delavenne, Devon Knopp, Mary Eileen O’Donnell, Zachary Chicos, Rogelio Camarillo, Nate Mann, Lakin Valdez, Joe Don Harris, Steven Herrera, Christine Ebersole, Trent Longo, Rosie Valdiva, Sasha Spielberg, Joann Coleman, Charlotte Townsend

Los galgos, Los galgos

Alana y Gary corren como galgos detrás de una coneja. Todo el tiempo corren, se mueven, se buscan de manera incansable, como si el reducto de Los Ángeles en el que viven girara, literalmente, como un disco (ese que le da el nombre al universo que los contiene) y los desplazara hacia los límites gracias a la fuerza centrífuga. Como si fuera el Samba, esa maravilla que los parques de diversiones construían sobre la base de una estructura circular que se movía sobre su eje vertical (pero también temblaba como un toro que quería librarse de su domador), lo que sucede con Alana y Gary es propio de la magia, una magia alquímica, material, corpóreo como pocas cosas. Por eso Licorice Pizza vive, nace y muere (aunque no muera nunca) en el movimiento oscilante entre lo centrífugo y lo centrípeto. Y Paul Thomas Anderson filma a esos cuerpos con una felicidad infrecuente, una de la que parecía haberse olvidado su cine cuando se sumía en la solemnidad de las últimas producciones. Aquí la conexión no es con El hilo fantasma, ni con The Grandmaster, ni con Petroleo Sangriento (ni siquiera de Vicio Propio con la que se podría emparentar rápida pero incorrectamente), sino con esa pesadilla luminosa que es Punch Drunk Love en particular y lateralmente con el goce por el movimiento de Boogie Nights.

Alana y Gary corren. Hacen casi todo juntos, pero no saben que van a terminar juntos. En este sentido estamos ante una comedia romántica tradicional pero al mismo tiempo una rom-com que desvirtúa el ritual romántico. Esto se debe básicamente a que ahí donde el género construye montañas ascendentes de indicios que tienden a explotar en un clímax en Licorice Pizza todo es hijo de la postergación, despliegue y repliegue de fuerzas sin ninguna clase de orden ni progresión lógica. Por eso Alana y Gary corren por el asfalto caluroso, pringoso, imposible, casi tercermundista. Y sobreviven con las changas que van saliendo para hacerse unos mangos sin salvarse ni salvar su futuro. Coming of age de corridas, en este sentido los desplazamientos por el espacio tienen otro valor: se corre para sobrevivir, para mantenerse vivo, para moverse y no ser alcanzado por los años, como si Gary y Alana supieran que en algún momento van a envejecer y el tiempo les pasará rápido. Y eso que todavía no llegaron los 80s (y ellos a sus 30s o 40s).

Pero Licorice Pizza es también una película sobre inversiones: niños, jóvenes y/o adolescentes que quieren ser adultos pero juegan a llegar con sus propias reglas. Al mismo tiempo, adultos que se comportan como niños caprichosos con dinero, fama o sencillamente alguna necesidad de centralidad. Todo se mueve y las cosas se ponen patas para arriba en el disco movedizo que compone Licorice Pizza. Entonces tenemos que correr con los personajes, evitar quedarnos quietos. Y cuando menos nos dimos cuenta estábamos corriendo entre ellos (porque PTA filma con una cantidad de reencuadres y monta con una adicción al movimiento en el corte de tal forma que no nos deja salir de las imágenes), en una década (la del 70) que parece haber sido una de las últimas realmente felices para la cultura popular. Hace rato que Anderson abandonó el presente. Por eso habita (y nos hace habitar) un tiempo que fue hermoso y fue libre de verdad. Pero no postula esa mirada, sino que la construye audiovisualmente sobre esa idea grandiosa que es el movimiento como una forma de exorcizar el miedo a fuerza de experiencia.

Alana y Gary corren hasta que se dan cuenta que no tienen que correr. Quizás tienen que correrse, uno sobre el otro, en ese castizismo propio en el que una corrida es también una acabada. Porque si algo tiene Licorice Pizza es una sensación contenida de coger, de cogerse contra las paredes, por el piso, en los autos, a la noche o donde se pueda. Pero en la mayoría de los casos, no por puritano, bien lo sabemos, PTA también posterga ese momento de fluidos. Por eso Gary y Alana se cogen con las miradas admiradas, en donde reconocemos que no hay otro mundo posible sin que estén juntos. Pero PTA, que es un virtuoso del montaje, siempre los une, incluso en el montaje alternado sin confluencia. Siempre han estado juntos y no lo sabían. O en todo caso solo nosotros lo supimos siempre que los vimos correr. Por eso cuando Alana le grita a Gary, obvio, corriendo, no podemos sino llorar. No porque haya llegado el climax, sino porque somos testigos de algo que siempre fue claro para nosotros, pero que, mágicamente se acaba de revelar ante los ojos de ellos. Así de fácil y difícil puede ser el cine, el arte vital de existir moviéndose.

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