Mar del Plata 2019 – Diario de festival (5)

Por Ludmila Ferreri

Lo que el cielo nos da

Por Ludmila Ferreri

Apenas 48hs son las que habilita el cielo cinéfilo de los festivales para que algunos mortales podamos escapar de las miserias laborales que nos depara el año (y noviembre no está exento). En mi caso fue un viaje relámpago. Y el retorno, apurada. Conseguir entradas entre la muchedumbre de gente que agota tickets rápidamente e intentar aprovechar si hay sol. Hay algo de tirano en eso de tomarse vacaciones. Porque en vez de poder relajarse y hacer lo que se le canta a veces uno trabaja de intentar relajarse y es más lo que deja en el medio por el intento que en el verdadero descanso. No sé, yo tengo sentimientos encontrados con las vacaciones o con los fines de semana largos. Los necesito pero a su vez creo que me condicionan peor. Depende de cómo me agarre el asunto. Y este año me agarró, justo en noviembre, a las corridas, con días de lluvia y con suerte dispar. Pude ver varias cosas. Algunas de ellas estarán destinadas para nuestra cobertura post festival, en el número de diciembre. Otras impresiones quedarán en el camino y otras se las cuento acá.

De las seis películas que pude ver, dos me llamaron la atención por su premisa y me lancé a verlas. Pero el resultado distó de ser lo más recomendable.

Casa

La casa, película dirigida por el chileno Jorge Olguín, tenía una premisa que me hacía acordar a una película uruguaya con un final fallido pero con un gran desarrollo. Hablo de La casa muda (Gustavo Hernandez, 2010), en donde un padre y una hija debían pasar una noche terrorífica en una casa que debían pintar y refaccionar. A su vez todo el film estaba construido en torno a un punto de vista único (y en un solo plano secuencia) que nunca se abandonaba. Y esto construía un gran e imaginativo fuera de campo, que concentración temporal mediante habilitaba a grandes momentos…hasta que surgía el desafortunado final. Tan buena supo ser como premisa que rápidamente los derechos fueron comprados por Hollywood. No exenta de algún punto de contacto otro director uruguayo, Fede Alvarez, dirgió No respires (2016), donde lo sensorial construía mucho más que lo hablado. Afortunadamente en este segundo caso el asunto mejoró.
Toda esta introducción de ejemplos recientes viene al caso para recordarle al espectador que el director de La casa venía acompañado de ciertas referencias regionales de esta época, lo que podía haber habilitado una reflexión al respecto para no caer en los mismos lugares comunes. Asi y todo, el film de Olguín parece no reconocer cinefilia alguna. O si la reconoce resulta olvidadiza, porque comete errores que otros films de terror recientes que juegan con el punto de vista no cometerían.

En La casa lo que mejor funciona son los primeros 20 minutos. Estamos en el Chile de Pinochet, en 1986, en plena dictadura militar. El toque de queda es ley y las calles, luego de cierta hora, son un páramo, un territorio desolado y desierto. Un policía termina de hablar por teléfono con su esposa entre lágrimas. Y recibe un pedido: constatar la presencia de ruidos extraños en un caserón abandonado cerca de donde él se encuentra. Lo que suceda de ahí en más quedará íntegramente concentrado en el personaje, casi sin dejarlo. El problema es que ahí donde otros films parecen haber hecho su trabajo de indagación sobre el pasado del género, La casa se convierte en una summa de errores. De los interesantes 20 minutos iniciales pasa a diversos jump-scares, que un par de veces pueden tolerarse, pero más que eso terminan por agotarse. A esto se le suma un muy feo trabajo con el desenfoque y la profundidad de campo, que a los pocos minutos se hace obvia como recurso. Pero lo que hiere de muerte a la película son dos pasos: por un lado la necesidad imperativa de mostrar (ya lo dijo Jacques Torneur: quien muestra, muere), hecho que revela el origen del terror y baja notablemente el interés por ver aquello que desconocíamos. Pero por otro la necesidad de establecer una metáfora política evidente, que se sospechaba, pero que se revela bastante obvia (pero también aplana cualquier potencial ambivalencia para el film): no estamos ante el viejo subgénero de casas embrujadas sino ante la pesadilla individual de la culpa de un torturador en plena dictadura.

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Pero si La casa buscaba proponer terrores por medio de mecanismos algo más alejados del formato clásico, esta segunda matriz narrativa es la que terminó por imponerse en Los que vuelven (Laura Casabé, 2019), una suerte de melodrama de terror gótico con ribetes de cierto terror social asimilable al terror de los 70s. No obstante, en términos narrativos, nada de lo que se nos muestra se aparta demasiado de los convencionalismos de una puesta tradicional. Casabé filma de manera ordenada, con pericia, pero sin riesgo alguno. Es clásica, si, pero también hay algo de conservador en los modos de utilizar los recursos. En este caso también aparece uno de los grandes problemas del terror contemporáneo (y más en países sin tradiciones ricas detrás), que es el de no poder ser capaz de inventar formas nuevas para el género a la vez que no saber cómo administrar las existentes. Como si lo único que quedara para hacer fuera exclusivamente replicar en mayor o menor medida lo conocido, como si se hiciera una receta imitando un video de youtube.

En Los que vuelven estamos ante un pacto (o al menos eso parece ser hasta bien avanzada la película) que consuma una mujer blanca y económicamente poderosa para no perder a su hijo recién nacido. Poco tiempo después comprobamos que ese pacto parece traer malas noticias (la aparición de personas poseídas circundando la casa familiar en donde sucede la mayor parte de lo narrado es apenas el punto de partida) y que nada de lo conseguido ha sido gratuito. Pero es recién en el segundo tercio de la película (que está expresamente dividida en tres capítulos) en donde descubrimos que el pacto está mucho más cerca de ser un problema humano que uno sobrenatural. A partir de ese momento empiezan a hacerse visible los elementos de cierto terror social (los que vuelven, que da el título a la película) son los desclasados, son los expulsados del sistema en donde quienes siempre pierden son precisamente los que primero mueren…pero que ahora retornan en formato zombie-poseído.

Cuando la película ingresa en el terreno de las explicaciones sociológicas, nuevamente el terror y su potencia se disipan, dando paso a la llegada de cierto didactismo. Y con este último se pierde cualquier tentativa de riqueza, de interés narrativo. Nuevamente el género usado expresamente para indicar cosas más o menos previsibles, más o menos obvias.

Dos ejemplos de terror latinoamericano en donde, otra vez, lo que prima es el contenido por encima de las formas, como si nunca pudiéramos abandonar los lastres de las décadas anteriores, como si en el ánimo de ser regionales nos olvidáramos de la potencia universal de un género que merece mejor suerte en esta parte del mundo.

Es tarde, tengo que comer y en Mar del Plata, pasado cierto horario de la noche, es imposible encontrar algo decente que no implique caer en algún McDonalds o Burger King (y luego tener un ataque al hígado). Por suerte encuentro fruta al fondo de mi mochila, fruta que me había dejado separada. Es mi cena mientras vuelvo al hotel y garabateo las primeras ideas de esta cobertura.

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