Saint Maud

Por Ludmila Ferreri

Reino Unido, 2019, 84′
Dirigida por Rose Glass
Con Morfydd Clark, Jennifer Ehle, Turlough Convery, Lily Knight, Lily Frazer, Faith Edwards, Rosie Sansom, Marcus Hutton, Noa Bodner, Jel Djelal, Jonathan Milshaw, Linda E Greenwood

Incoloro, inodoro, insípido

No hay nada nuevo. No existe la novedad. No hay manera de invocarla sin estar pergeñando una estafa de raíz. Pedirle a Saint Maud que no se comporte como todos y cada uno de los exponentes del cine de personajes que asumen un camino de santidad, con todas y cada una de las estaciones del calvario de una pasión con horizonte de crucifixión, sería absurdo. No obstante seguimos, porque la película de Rose Glass no carece de ideas visuales. Tampoco le sobran, pero las que tiene permiten que podamos avanzar sobre el camino de lugares comunes que nos resultarían insoportables en cualquier otro contexto.

Nada de lo que narra Saint Maud es privativo del cine de terror. De hecho solo por algunos de sus climas podemos hablar de una película entroncada en el terror religioso y/o terror psicológico. Pero el continente genérico excede a la historia. Ese exceso, incluso, es el que determina la identidad de esta película. Pero no se trata necesariamente de un exceso de las formas. O en todo caso ese excedente está sometido al control y a la administración, algo que tensiona los climas de la película entre las ganas de irse al carajo y la contención arty. En algún momento deberemos preguntarnos por qué comenzamos a tolerar estos avances sobre el cine de terror al punto tal de pasteurizar la experiencia del límite (de la misma manera, fíjense lo sintomático que será esto, muchos han comenzado a hablar de las experiencias que promueve el cine de Gaspar Noe –epaterlebourgeorísticas, valga aclarar- como experiencias propias del terror; incluso se mencionan a sus últimos films como abiertas películas de ese género) o en todo caso por qué regalarla y permutarla por adornos bonitos, caritos o lisa y llanamente por cantos de sirena.

Sea como fuera, la experiencia sensorial bonita, excesiva pero regulada, administrada y equilibrada, que nos propone Saint Maud es también la experiencia del abandono de los riesgos. Quizás porque en su marco regulatorio no hay lugar para que el terror psicológico se comporte como tal plenamente ni que el terror religioso-místico haga su entrada triunfal. Para esto quiero concentrarme en la decisión falaz de un plano. Que dura apenas una fracción de segundo, menos de 1/5 de segundo, por lo que hay que detenerse y darle pausa al asunto. Hablo del plano final sobre el cual voy a SPOILER ALERT SPOILER ALERT SPOILER ALERT adelantar todo. Ese último plano resume la tensión mal resuelta de toda la película, que no se anima a ser un pleno retrato de la locura, ni un salto místico hacia la santidad pero tampoco se atreve a jugar el juego ambivalente del fantástico. En el anteúltimo plano, luego de haberse prendido fuego a lo bonzo, vemos a su protagonista observar cómo quienes la rodean la ven erigirse en un ángel, en una santa con sus alas incluidas. Ese final no solo no invalidaba la posibilidad de la doble interpretación sino que, al mismo tiempo, se permitía el riesgo del exceso si arruinar la ambivalencia previa. Pero no. El plano inmediatamente posterior muestra a la protagonista ardiendo en las llamas. Pero no se trata de ninguna llama infernal, sino que vemos a la carne humana asarse debido al suicidio a lo bonzo. No solo se trata de un plano horrible, cruel e innecesario, sino que también nos arroja a la estupidez de la banalidad a la que, precisamente por evitar cualquier choque, la película nos había evitado.

Oscilando entre las variaciones snob de un terror sin gusto, un fantástico sin riesgo, un exceso controlado y, finalmente, una burla cruel que denigra al personaje y se ríe en la cara del espectador, lo de Saint Maud (película de 2019 que comenzó a circular con fuerza en 2020 pero que recién en 2021 comienza a tener su pasada por diversas plataformas legales y no legales) es un testimonio de las propuestas que propone el cine de género en el presente: el desprecio progresivo y continuado de la experiencia como eso mismo que la palabra indica, que es la posibilidad de narrar algo que alguna vez fue un riesgo. Hoy, el terror, en una encrucijada acuática, entre lo incoloro, lo inodoro y lo insípido.

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