El guante dorado

Por Raúl Ortiz Mory

El guante dorado (Der Goldene Handschuh) 
Alemania, 2019, 110′
Dirigida por Fatih Akin
Con Jonas Dassler,  Margarete Tiesel,  Katja Studt,  Martina Eitner-Acheampong, Hark Bohm,  Jessica Kosmalla,  Tilla Kratochwil,  Uwe Rohde,  Marc Hosemann, Philipp Baltus,  Dirk Böhling,  Lars Nagel,  Adam Bousdoukos,  Tristan Göbel, Victoria Trauttmansdorff

Provocadores

Por Raúl Ortiz Mory

Para Joel-Peter Witkin una situación extrema es lo más parecido a un milagro. El fotógrafo que utiliza cadáveres para montar sesiones interminables y que ha sido acusado de explotador, sensacionalista y morboso, recurre a la fugacidad de la vida como punto de inicio para transitar por un camino minado de sensaciones crueles y piadosas. Witkin, el agente de la repulsión macabra, sigue algunos principios y una ética que pueden ser cuestionados, pero que él mismo ha señalado como consecuencias de su manera de auscultar el mundo. Estamos ante un artista que defiende ferozmente las motivaciones de su obra, a pesar del repudio de un buen sector del ególatra universo de las artes.

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Witkin también ingresa en la categoría patológica de la egolatría gracias a la excesiva confianza que tiene en sí mismo, al punto que no repara en los beneficios que le podría traer algún tipo de interrelación con su entorno. La desconfianza del fotógrafo hacia los medios de comunicación también es muy conocida. La prensa lo ha retratado como a un monstruo impredecible, huraño y ensimismado, que en caso de acceder a una entrevista podría argumentar violentamente, en el mejor de los casos, ante las interrogantes que menos le gusten. La misma egolatría que padece Witkin la tuvieron muchos hombres y mujeres que dejaron su impronta en la Historia: genios, héroes, villanos y algunos miserables de la creación.

Sin embargo, la egolatría también puede desprender un lado narcisista que repele. Una caso peculiar de esta distorsión la exhibe Fatih Akin en su última película, El guante dorado. El cineasta alemán, de raíces turcas, ha filmado una historia criminal basada en un hecho real, aprovechando el impacto que suscitó en el momento que fue descubierto. 

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El guante dorado se ambienta a inicios de los años 70s y narra la tragedia de Fritz Honka, un hombre de apariencia inofensiva, aunque de una fealdad notoria por sus deformaciones en el rostro. A Honka, también conocido por ser uno de los clientes habituales de un bar de Hamburgo -que lleva el nombre de la película- donde se concentraban alcohólicos sin familia, esquizofrénicos inofensivos y prostitutas ancianas, bebía unas cuantas copas y buscaba compañía sexual que satisfaga sus instintos más primitivos. La historia de Honka no pasaría de ser la de un marginal si no fuese porque la policía germana halló en su apartamento cadáveres cercenados de varias personas.

Para muchos directores, la vida de Honka -y el contexto del barrio rojo del principal puerto alemán- sería la fértil semilla de un thriller que abarque un trasfondo social sórdido y cambiante. Por ejemplo, Fincher, un mago del género, quizá, le hubiera sacado provecho filmando una película de verdadera profundidad psicológica y situaciones al límite cargadas de cambios de ritmo. Si bien estas suposiciones se dejan llevar por preferencias personales hacia el director de Perdida, que sirven poco o nada, también se ven superadas por el fastidio que genera Akin al desperdiciar secuencias en un lucimiento personal, seudoautoral, al dirigir a un Honka sobreactuado, casi caricaturizado, que más llama la atención por sus bufidos que por sus enrevesados pensamientos de orate fogoso.

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El ejercicio de Akin donde muestra secuencias de violencia sin cesar denota un abordaje superficial de la esencia que lo produce. Akin olvida que toda acción tienen un origen, sobre todo cuando está fuera de las convenciones psicológicas, fuera de lo que el mundo denomina como “normal”. El realizador alemán se centra en el regocijo de Honka a la usanza de la ficción de exploitation sin la provocación absurda que distingue a esta expresión cinematográfica. Akin, el ególatra, no es Witkin. No es un provocador que metaforiza con los cadáveres, menos con la muerte. Akin, en El guante dorado, es un pésimo aprovechador de las circunstancias. Akin es un efectista que no sabe utilizar las oportunidades del sonoro cuando recurre al fuera de campo. Akin juega a ser un autor polémico y se queda a medio camino entre el escándalo y la desmesura. 

Si El guante dorado tiene algún mérito que la haga menos grotesca de lo que parece este es la recreación de las conversaciones que se efectúan en el bar donde se interrelacionan sus personajes. La ambientación y los diálogos guardan ciertas semejanzas, tangencialmente, con Fat City (John Huston, 1972). Akin no tiene a un boxeador fracasado como centro de atención, pero sí a un pervertido sexual que, al igual que el pugilista de Huston, padece de una soledad infinita, profunda, oscura. Akin le pone su firma a un título de premisa prometedora que va cediendo a las ansias de su propia figuración artística sin entender que ser un ególatra tiene consecuencias nefastas para aquellos que ponen la falsa provocación antes que la mirada original al servicio del oficio. Para Fatih Akin una situación extrema es lo más parecido a la vanidad.  

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