Esquirlas

Por Ludmila Ferreri

Argentina, 2020, 70′
Dirigida por Natalia Garayalde
Con intervenciones de Natalia Garayalde, Esteban Garayalde, Nicolás Garayalde, Omar Gaviglio

Una paz ausente (*)

Esquirlas tiene su origen en un tiempo pretérito, en este caso de 1995, el año en el que se produjo el atentado en Río Tercero (para los lectores extranjeros: una localidad Argentina de la mediterránea provincia de Córdoba), atentado que fue negado por años (incluso caratulado durante mucho tiempo como accidente) y que dejó una ristra inagotable de daños y secuelas (materiales, emocionales, políticas). Con la necesidad de reconstruir los hechos, pero también a partir de los mismos, con el fin de revisar la propia historia familiar en la que a la directora le toca la parte melancólica del exilio interior y el retorno años después p[ara constatar el deterioro (varios de los familiares portadores de cáncer, como derivación natural de la dispersión de químicos en los habitantes de la zona, intoxicación silenciosa provocada por el atentado).

La reconstrucción que realiza Natalia Garayalde, por lo tanto, no gira en torno a la celebración del yo. Ni siquiera de su victimización. La operación realizada va por otro lado: la directora elige un discreto lugar de observación activa, como quien ha sido afectada por los hechos pero a la vez elige presevarse como si el pudor primara en sus decisiones. Por eso lo que muestra Esquirlas lejos está de la denuncia, con la mirada puesta hacia afuera, o en la auto-observación. El movimiento aquí es centrípeto y centrífugo a la vez. Por eso la película tampoco es fácil de transitar en su dolor.

Con estrategias elípticas Esquirlas se aleja de la tendencia irritante del documental contemporáneo por retratar la propia historia como eje exclusivo. Por eso, de manera contundente, apelando a su propia voz en los viejos VHS de grabaciones caseras, incorporando con cuentagotas la propia voz actual, pero fundamentalmente, convirtiendo al mal colectivo del atentado en un hecho personal a la vez que convirtiendo el duelo personal en un hecho de potencia colectiva, la directora construye un documento imprescindible, acaso uno de los pocos sino el mas potente que se haya filmado al momento. El final es de un lirismo y una tristeza suprema que hace preguntarse por las posibilidades de un nuevo cine político que vaya más allá de la denuncia conveniente.

Con un lirismo sostenido en el valor de los detalles como estrategia para comandar la despedida de un tiempo y de unas personas que los conformaron, las decisiones que toma la directora la ponen mucho más cerca de otros experimentos en los que el duelo, la experiencia pasada y la reformulación de los documentos pasados se convierte en la mejor estrategia para acercarse a una sensibilidad distinta, que encuentra en la oscilación melancólica una vía novedosa para pensar en formas que permitan salir del documental político tal y como lo conocimos durante años.

(*) Una versión reducida de esta crítica fue publicada en Perro Blanco, en Diciembre de 2020.

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