#GimmeShelter: cine, series, libros y otras cosas para sobrevivir (IX)

Por Gabriel Santiago Suede

Aquiles y la tortuga

Por Gabriel Santiago Suede

A lo largo de esta cuarentena infinita (y a mi modo de ver una medida bastante medieval, con pocos testeos, con mucha miseria y angustia acumulada y con poco cuidado real, pero bueno, es otro asunto, no voy a ahondar en él) me dediqué a hacer una y mil cosas. Arreglar partes de mi casa, pintar, pegar suelas, adiestrar bestias, cocinar como loco. Pero en el medio de eso también leí bastante (dentro de las posibilidades), vi unas cinco o seis series (no todas buenas, aclaremos), vi casi una treintena de películas. Pero también jugué mucho (a mis hijos y a mi nos encanta el basquet…a mi esposa un poco menos), aprovechando las bondades del fondo de la casa con un patio para disfrutar. No todos cuentan con esos remansos que te sacan de la locura del encierro (de hecho agradezco haber elegido esta casa cuando la compramos en vez del maravilloso departamento de pozo que estaba entre las posibilidades). Me encanta ver películas con mis hijos. Por eso no sé si les voy a contar tanto sobre las películas que vi solo y si las que compartí con ellos. En algún momento lo hablábamos con mi esposa: casi no aparecieron recomendaciones por ningún lado sobre películas o series para ver con los hijos (más si están entre los 5 y los 10 años, edad problemática para el encierro).

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Rondando la segunda semana de confinamiento en casa se nos ocurrió una idea. Y empezamos a pensar en una lista compartida que íbamos llenando día a día con sugerencias (luego constatábamos cuáles teníamos, cuáles estaban pendientes de bajada, cuántas conseguíamos online). Y cuando nos dimos cuenta habíamos llegado a los 40 títulos. Y que buena parte de esos títulos pertenecían menos al presente que al pasado (me hago cargo de la influencia sobre mis hijos para que miren con mayor cariño a Los Goonies antes que a Dora, la exploradora). Diariamente, para eso de las 7 de la tarde, nos propusimos hacer un cineclub. De a poco se impuso la dictablanda del cine de los 80s. Y si bien a mis hijos no les resultaba extraño el material (no completamente), el armado fue más compartido que impuesto. Luego de haber visto Cuenta conmigo, Los Goonies, Leyenda, Los exploradores y La historia sin fin (dicho sea de paso: cuánta crueldad que había en el cine que consumíamos cuando niños hace 30 y pico de años, por Zeus!) nos empezamos a acercar más a estos años. Y aparecieron cuatro hermosas películas que me hacen llorar como marrano: Donde viven los monstruos (Spike Jonze, 2009), El mágico mundo de Terabithia (Gabor Csupo, 2012), Zathura (Jon Favreau, 2005) y Son of Rambow (Garth Jennings, 2007). Quizás en todas y cada una de ellas prevalece una idea común: el juego como escape, el juego como mundo, el juego como manera de enfrentar la pesadilla. Y se me ocurre que en esa fabulación maravillosa es en donde entramos los cuatro, completamente embrujados por la sensación de pertenencia. Porque al final de cuentas las películas que nos cuidan hacen eso. Y creo que todos acordamos en que necesitábamos sentirnos cuidados (hoy, casi un mes después, empezaron de a poco a virar al terror: comprensible).

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Distinto fue el caso de las series. Pero una en particular fue responsable de mi atención porque entendí que manejaba un código verdaderamente distinto. Se trata de una serie pequeña, una serie a la que no le podemos demandar demasiado en términos de trama (una psicóloga debe asistir a ex soldados que retornan del frente de batalla y los acompaña en el proceso de reingreso a la sociedad…pero en el camino descubre que quizás haya un lavado de cerebro en todo el proyecto en el cual está siendo partícipe). Hablo de Homecoming, serie que está por estrenar su segunda temporada en mayo pero que en 2018, cuando pudo verse su breve temporada inicial (10 episodios de no más de media hora), se me pasó completamente por alto. No solo se trata de una de las cosas más sofisticadas que le recuerde a la TV reciente, sino que se trata de una serie obsesiva con los detalles como ninguna de las que podemos encontrar pululando. No es casual, tampoco, que su referencia inmediata sea el cine de Brian De Palma (aunque todos los capítulos están repletos de referencias que van del mencionado BDP a Carpenter, pasando por Hitchcock y algunos otros easter eggs escondidos). No solo puede encontrarse en la plataforma de Amazon sino que también anda dando vueltas por lugares non sanctos. Insisto: búsquenla porque es una anomalía de esas que no se consiguen y en la que no podemos confiar en nada de lo que vemos. Incluso hasta en los créditos finales de cada episodio, que nos retrotraen a un formato televisivo de finales de los 70s. Esperemos que la segunda temporada no decepcione, ya que Julia Roberts dejará de ser la protagonista.

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A diferencia de algunos de mis compañeros a mi me cuesta leer de noche. Necesito la luz de día, necesito sol, aire y respiración. Por eso, con esas condiciones, me metí de lleno a leer dos libros: La sinagoga de los iconoclastas, del maravilloso y poco visitado Juan Rodolfo Wilcock, de quien había leído El Caos y El estereoscopio de los solitarios. Y por otro, pero de manera más dispersiva, el extraordinario Diario Argentino de Witold Gombrowicz. Ambos son libros extraterrestres. El primero, acaso influenciado por el Marcel Schwob de Vidas imaginarias, el segundo como uno de los grandes exponentes de ese género literario perfecto que es el diario (pero que muy pocos saben cultivar con maestría). En ambos casos hay una construcción sobre el exilio (en el primero de manera implícita, en el segundo de forma explícita). Textos sobre la extranjería, si, pero al mismo tiempo, textos sobre la propia condición de locales en esa tierra extraña. No se me ocurren libros más argentinos que esos: uno escrito por un argentino en el exilio, dominando el italiano y el otro escrito por un polaco, en Argentina, dominando el español rioplatense. En ambos casos la prosa es perfecta e imperecedera. Y la compañía adecuada en una tarde nublada en donde abruma la depresión del encierro. La literatura también libera.

Viendo los diarios de otros compañeros de la revista vi que algunos hablaban de mùsica, otros no. En mi caso, cua tengo una relación ociosa con la melomanía (alguna vez fue mas intensa, hoy está atravesada por la pereza generada por Spotify y su sistema de “todo a la mano”). No obstante volví a escuchar a una banda mega ultra olvidada. Me refiero a los ingleses de Japan, dueños de un sonido exquisito, que anticiparon (incluso mejor) a Duran-Duran y a muchas de las bandas del pop inglés de los 80s. Si me preguntan les recomiendo conseguir el ambum de 1980 llamado Quiet Life. No solo se trata de música popular y sofisticada la vez sino que demuestra que durante los 70s’/80s Inglaterra vivió una segunda época dorada para la el pop salido de esas tierras. Yo tengo un amor particular por una canción de ese disco, que es Life in Tokyo. Si pueden conseguir la versión extendida no se priven de ella.

Se me hace tarde. Tengo comida que terminar, sobre la cual les hablaría (una de ellas es una sopa que incluye zapallo y naranja), pero se me acaba el tiempo. Será la próxima ocasión. O la próxima extensión de cuarentena, quién sabe, que no nos pase como a Aquiles con la tortuga. No vaya a ser que se nos escape lo importante por mirar lo urgente.

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