Juego limpio

Por Sergio Monsalve

Fair Play
Estados Unidos, 2023, 113′
Dirigida por Chloe Domont.
Con Phoebe Dynover, Alden Ehrenreich, Eddie Marsan, Rich Sommer y Sebastian De Souza. Fotografía: Menno Mans. Edición: Franklinm Peterson. Música: Brian Mcomber. Duración: 113 minutos.

La generación de la angustia

Juego Limpio narra la historia de una joven pareja que compite por un cargo de importancia en una casa de corredores de bolsa. La película revista la estructura de films como Wall Street, El nuevo sueño americano y El Lobo de Wall Street, pero desde la perspectiva de una mujer. 

La cinta cuenta con un reparto de actores que convencen en sus papeles, sin embargo, la trama suele pecar de reduccionista hacia el segundo acto, cuando las personalidades se confrontan y los personajes quedan estancados en meros vehículos de un contenido moral, sobre los abusos que se cometen en la industria. 

El problema del filme es su escritura chata, que se quiere profunda y compleja por su aproximación políticamente correcta del género. 

El clasicismo de la dirección expone la decadencia de un mundo sofisticado de oficinas, restaurantes y bares de élite. 

La cámara fotografía los lugares y los espacios con recursos efectivos de puesta en escena, donde los interpretes lucen cuerpos y semblantes aparentemente impolutos. 

Entre los protagonistas se va cociendo, a fuego lento, un quiebre sentimental porque ella consigue lo que él desea: un puesto de honor en la empresa, bajo la conducción de un típico jefe tóxico y despiadado, una caricatura que despierta cierto encanto gracias a la caracterización demoníaca de Eddie Marsan. 

En el primer tramo, el guion establece una confrontación de poder que la audiencia reconocerá de inmediato como una secuela tardía de melodramas de cuello blanco como Succession.

El tema es que Juego Limpio se desploma por cargar las tintas de la tragedia, amén de una administración culposa y binaria de los arcos, de los asuntos del libreto. 

Falta personalidad en la ejecución, garra en los planos y encuadres, un giro que nos sorprenda al menos, sin subrayar una condena “al patriarcado”, como viene siendo costumbre en la era de Barbie y demás narrativas de reivindicación femenina. 

Todo bien en la casa de Hollywood con que propongan relecturas de viejos códigos y tropos, que se fosilizaron en la mirada de hombres y estrellas, como el Gordon Gekko de Michael Douglas. 

En tal sentido, resulta más estimulante el aporte de una Jennifer López en Estafadoras de Wall Street, que la gruesa y lacrimógena ilustración de imágenes que acumula Juego Limpio, clonando los peores vicios de 50 sombras de Grey o de un softporn chic, pasado de moda en su tensión de un erotismo frustrado y destinado al escarmiento, a la ruina. 

Sabemos que la meca tiene poco y nulo tacto para tratar los conflictos del corazón y el sexo, optando siempre por su filtro de coito interrumpido, de tragedia chapada a la antigua, de censura y código hays, en el que el crimen no paga y la sangre impone una mirada alarmista de tiempo puritano. 

Ni siquiera Juego Limpio tiene la inventiva de armar un aquelarre cínico como los de Paul Verhoveen y Adrian Lyne, conformándose con ser retrato de las impotencias y los bloqueos de los millenials, más obsesionados por encontrar la receta del éxito que por satisfacer sus instintos básicos. 

De modo que topamos con aquellas críticas al liberalismo y al mercado que poblaron las películas de los ochenta y noventa, como consecuencia del conservadurismo de Reagan, solo que ahora se actualizan en los años despiadados de la post-pandemia, que han dejado a todos en la calle, inestables y en plena crisis de salud mental. 

Lo mejor que podemos destacar de Juego Limpio es su foto de la insatisfacción y la angustia de una generación del entusiasmo que se quemó y explotó a sí misma, hasta secar y dilapidar su capital simbólico. 

Aun así, la película no logra impactar con una historia y una forma que nos cautiven, más allá del simple hecho de elaborar una anécdota para Netflix.

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