Leaving Neverland

Por Federico Karstulovich

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Leaving Neverland 
EE.UU, 2019, 240′
Dirigida por Dan Reed
Con  Wade Robson y James Safechuck

Quisiera ser grande

Por Federico Karstulovich

En las últimas páginas de Lolita, su protagonista, Humbert Humbert, se reencuentra con la niña que alguna vez había abusado. Pero la niña había crecido. No obstante, contra todo pronóstico sensacionalista, Nabokov mantiene a su personaje en el centro moral. No solo no desprecia a esa niña que ya había crecido, sino que no puede dejar de ver en ella, en la adulta, a la persona a la que amó (y de la que abusó) de manera enfermiza. El aspecto interesante es que en la novela del escritor ruso en ningún momento la moralización ocupa un espacio central. Sencillamente porque la moral punitoria y el señalamiento son los ejercicios más fáciles para expurgar el dolor y la incomodidad. La indignación es prima hermana de ese sentimiento. Y la censura, como etapa superior del estado policial de la mente, hace el resto.

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Nabokov sabe que la pedofilia es un delito, que es un abuso, que es un horror. Pero si Lolita fuera simplemente eso, créanme que duraría menos de cinco líneas. En aquella novela había una sensibilidad distinta, por eso la perturbación derivada del abuso de un adulto a una niña se percibe de otro modo, se imprime (iba a escribir impacta, pero la impresión funciona como un tatuaje, el impacto es una lastimadura superficial, un moretón) de otra manera. Con esa incomodidad no quiere lidiar nadie. Por eso, como la novela no habilita patologización alguna, toda expectativa sensacionalista se ve traicionada.

Cuando comencé a ver Leaving Neverland me sospeché, para que negarlo, el mayor de los sensacionalismos. Al igual que las derivaciones amarillistas del #MeToo creí que iba a encontrarme con ese lugar cómodo que la indignación fácil provee a los espectadores: asumir posiciones, estar de tal o cual lado, borronear cualquier posible complejidad a la hora de establecer responsabilidades sobre los hechos. Pero no, Leaving Neverland , si bien no deja de ser un documental de entrevistas, es cierto, es lo que es no por la potencia de lo que se dice sino por la sensibilidad narrativa del cómo, por la sensibilidad del acercamiento. Esa sensibilidad le debe mucho a la novela de Nabokov, precisamente porque evita cualquier superficie de banalidad. Nada más lejano: estamos ante un documental incómodo, pero no impactante. Se queda, pero no busca el sopapo. Es, en definitiva, un documento. Y como bien sabemos, los documentos hoy por hoy parecen importar menos que las opiniones. Pero aquí no hay una disputa de palabra contra palabra, versión contra versión. Lo que se impone en las cuatro horas de duración esa una sensación peor, que es similar a ver un accidente en cámara lenta: sabemos lo que sigue, podría haberse evitado, pero qué fue lo que sucedió como para que esto fuera posible.

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Culpar al acusado es el terreno más fácil y posiblemente el que genere menos daños en todo lo que rodea. Jackson está muerto, su pedofilia ya era un material de controversia desde hace décadas, su prestigio (personal, no musical) estaba severamente cuestionado. Pero el documental que estamos pensando no es sobre su persona, curiosamente. Si bien lo pone en un inevitable centro, lo que hace que Leaving Neverland se vuelva insoportable es otra cosa: la sensación inmediata del reconocimiento de una cadena numerosa de responsabilidades silenciadas. Al abordar ese terreno, el documental se vuelve áspero. Fundamentalmente porque se produce en su interior una concatenación de voces: por un lado los testimonios que circundan y exploran el detalle de los abusos, pero al mismo tiempo los testimonios que eluden responsabilidades de otros adultos como para que el abuso se hubiera podido consumar repetidamente.

Sustentado en los testimonios de James Safechuck y Wade Robson, quienes supieron formar parte de la comitiva Jackson durante algunos años en la década del 80 y del 90, en ningún momento se nos prepara para lo que sigue. Pero Nabokov si lo había hecho. Intentaré explicarme: en términos legales cualquier relación sexual entre un mayor de edad y un menor es considerado abuso. Sea la circunstancia que fuera, la ley interpreta que, como mínimo, hay abuso de poder e influencia. Y que por más consenso que pueda dar el menor, siempre habrá abuso. Asi y todo, dado que el aspecto legal no repara ninguna interpretación alternativa (por suerte, sino sería un peligro), le película opta por escuchar a las personas. Cuando emergen esas voces, las de los abusados, es cuando el documental ingresa a uno de sus terrenos más espesos e incómodos. Robson y Safechuck narran, desde su adultez, con lujo de detalles, cómo era la operativa de Jackson sobre los niños. Asi como en otros momentos refieren a la estrategia de evasión de adultos, cuando los testimoniales tienen que contar los detalles desagradables, los cuentan. Contrario a cualquier estrategia de shock, lo que emerge de esos detalles que proveen adultos es, lo digo con todas las letras, una escabrosa ternura. No la de un abusador, sino la de dos adultos que, incluso varias décadas después de los vejámenes, describen a las relaciones sexuales que tuvieron con el cantante como “cuidadosas”, “amables”.

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La coexistencia de los detalles de los abusos con la distancia del ejercicio de recomposición de la época es lo que genera el cambio perceptivo de lo que vemos. De repente esas víctimas vuelven a ser niños, visitan su pasado, pero lo hacen sin ira. Lo hacen con una distancia conmovedora y atroz a la vez, que les permite reconocer que en al abuso también había una dosis de admiración, pero también placer (que es, posiblemente, el mayor tabú detrás de todo abuso sexual a menores: el ejercicio del placer del cuerpo de un menor, algo que Nabokov entendió a la perfección: a la vez que puede haber abuso puede haber placer en el abusado) que (naturalmente) como niños no pudieron manejar, pero que a la vez como adultos los permea. Como si se tratara de un embrujo, que no los abandona. Esa sensibilidad del relato no es usual ni en las denuncias por abuso ni en los documentales sobre hechos criminales. Esa melancolía de los testimonios de los abusados es como un viaje en el tiempo.

El segundo nivel de incomodidad, que construye un gran fuera de campo (tal y como sucedía en la reciente Abducted in plain sight, que reseñamos aquí) es el encadenamiento de responsabilidades de los adultos que habilitaron que esos abusos que se testimonian hubieran podido suceder. Desde los padres, acaso tan fascinados como sus niños, hasta los asistentes personales, los encargados de administrar los lugares en los hoteles, las personas de limpieza que sabían o escuchaban, los que transportaban, o incluso todos aquellos que veían que Jackson siempre llevaba niños en su comitiva. Contra ellos también opera el documental, pero no para denunciarlos, sino para exponerlos, si se quiere, de un modo más discreto y elegante. Esto es asi porque no hay voluntad de denuncia detrás de esas palabras, sino de comprensión. Para que un menor pueda ser abusado en repetidos casos no solo tiene que haber una acción de un abusador sino una circunstancia en la que otros adultos dejen hacer. Acciones y omisiones. En ese sistema, los niños que padecieron el accionar de Jackson no detentan culpas con un dedo acusador, pero si permiten entrever responsabilidades, algo que pertenece al mundo de los grises, de la vida real y no de las indignaciones convenientes (insisto: estas acusaciones sobre Jackson, pero con otros nombres detrás, se conocían desde hace casi 20 años, por lo que nada de lo narrado en el documental es novedoso).

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El final del documental, en alguna medida, se toma el delicado trabajo de olvidarse de la figura púbica y privada de MJ para volver sobre Robson y Safechuck, para intentar entender el modo en el que estos lograron seguir con sus vidas (incluso mediando, mientras el cantante estuvo con vida, el pedido de ayuda hacia ellos, obligándolos a mentir y a declarar en favor del cantante en los juicios de 2003 y 2005), como se hicieron adultos y como pudieron rearmarse emocionalmente. Ese costado no carece de emoción. Ahí el astro del pop reaparece, pero en su faceta más positiva, casi como un acto de resiliencia lateral. Centrado en Robson y en su rol como coreógrafo, es el mismo adulto quien dice que no podría ser lo que es sin esa figura sombría y luminosa a la vez detrás de él. Con el tiempo sobrevendría la denuncia pública, la paternidad y la necesidad de dejar de lado la fascinación infantil. Ser adulto también es hacerse pelota contra todos los costados del tablero de pimball que forma la experiencia vital. La secuencia de créditos expresa esa certeza.



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