Saltburn

Por Marcos Ojea

Reino Unido, 2023, 131′
Dirigida por Emerald Fennell.
Con Barry Keoghan, Jacob Elordi, Rosamund Pike, Richard E. Grant, Alison Oliver, Archie Madekwe, Carey Mulligan y Paul Rhys.

A pleno sol

Incluso antes de estrenarse, Saltburn ya arrastraba consigo el ruido de sus componentes y sus posibilidades. Emerald Fennell, la responsable de Hermosa venganza, en el guión y la dirección. Frente a la cámara, los ascendentes Barry Keoghan y Jacob Elordi. El primero, uno de esos actores raros, comprometidos, oscarizables; el segundo, un intérprete menos dotado pero hiper sexualizado, chongo absoluto, viva imagen de la lujuria sentado al sol, en cuero, chupando un helado de palito y leyendo Harry Potter. Los posters y los avances prometían un juego perverso entre los dos, una deformación de Llámame por tu nombre en plan kinky y afiebrado. Tal vez había algo de terror, no quedaba claro. Lo que sí quedaba de manifiesto es que la película gritaba SEXO por todos lados, como se dice en las redes sociales, y que alude a un estado físico y emocional donde un determinado producto, evento o individuo invita a las más salvajes fantasías. Puede ser una atajada en un partido de futbol, una camisa, un repartidor de delivery que se va a las piñas o, claro, una película. Sexo.
Finalmente Saltburn apareció en Amazon Prime y se puso a juicio de los espectadores, quienes pudimos constatar que no era para tanto. O sí. Es decir: Saltburn, con su título de una sola palabra que nos hace pensar en fuego, o mejor, en algo que arde, es un objeto tan fascinante como predecible. Su superficie lustrosa nos adentra en parte de su encanto, ese mundo de ricos desquiciados encuadrado y montado como un largo videoclip. La historia, de reminiscencias ripleyanas (hablamos de Tom Ripley, la creación literaria de Patricia Highsmith, que pasó más de una vez por el cine), cuenta el ingreso de Oliver Quick (Keoghan) a la universidad, en un contexto que todo el tiempo evidencia su falta de pertenencia. Oliver está becado, viene de una situación familiar difícil, y además es un tipo raro, inteligente y despreciado. Hasta que un accidente fortuito lo cruza con Felix Catton (Elordi), la estrella del lugar, aquel con el que todos quieren acostarse o, si no queda otra, entablar una amistad. A pesar de su estatus de millonario, casi de la realeza, Felix parece ser un buen tipo, con intenciones honestas. Tal es así que, conmovido por las circunstancias de Oliver, lo invita a pasar el verano a Saltburn, la extensa y lujosa propiedad de su familia, un lugar donde la gente se pierde en un loop de veraneo y placeres terrenales.
La directora, por supuesto, es consciente de la presencia de sus protagonistas, y a través de esa corporalidad, de los gestos, las miradas (sobre todo las de Keoghan), construye una dimensión de misterio y sensualidad que envuelve al espectador en una experiencia sensorial. Es como una invitación a una fiesta saturada de colores y fluidos, con secuencias provocadoras que buscan sacudir las buenas conciencias. El problema, quizás, es que esas conciencias ya estaban sacudidas. En una era donde la infantilización es la norma, una película como Saltburn aparece para enrostrarnos la posibilidad de un mundo menos prejuicioso y menos ofendido, pero detrás del gesto se percibe un juego medio vacío. Esa sensación que puede irrumpir a la madrugada, después de mucha joda, cuando esa misma joda deja de tener sentido, y tanto la diversión como la energía comienzan a escurrirse. La vuelta de tuerca, anunciadísima, redobla el pecado poniendo a un personaje a explicar sus acciones, paso por paso, por si acaso no lo entendimos. Lo que queda, cuando suena Sophie Ellis-Bextor al final, es la impresión de que sí, todo estuvo muy rico y muy lindo, pero algo falló. Nos vamos bailando con pasos poco convencidos. Nos prometieron sexo y que íbamos a perder la cabeza. Algo de eso hubo, sí, pero… Dejamos Saltburn atrás, mientras la música se va alejando. It’s a murder on the dancefloor… you’d better not kill the groove…

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