Seberg

Por Ludmila Ferreri

Seberg 
EE.UU., 2019,  96′
Dirigida por Benedict Andrews
Con Kristen Stewart,  Jack O’Connell,  Vince Vaughn,  Stephen Root,  Zazie Beetz, Margaret Qualley,  Anthony Mackie,  Colm Meaney,  Jade Pettyjohn,  James Jordan, Ser’Darius William Blain,  Robin Thomas,  Yvan Attal,  Fatimah Hassan, Victoria Barabas,  Laura Campbell.

La mirada desviada

Por Ludmila Ferreri

Algunos de los errores de esta película intrascendente (que de no haber mediado el corona virus pudo haber tenido estreno comercial en salas), que ni molesta ni hace ruido ni hace nada que afecte a la existencia (excepto sacarnos 90 y tantos minutos de vida) tienen directa relación con la incapacidad manifiesta de focalizar la mirada en el lugar adecuado, como esa mirada a veces estrábica, a veces bizca, mirada que tiene esa maravilla llamada Kristen Stewart (que suele hacer casi todo bien pero que aquí no). Porque si algo grave le sucede a esta intentona de narrar la historia de una de las primera estrellas de cine progresistas (léase: estrellas que apoyaban causas antisistema, con alguna simpatía por movimientos sociales, por organizaciones políticas de izquierda) es que la misma película no parece tener muy en claro cuál es la historia que narra. Porque lo que a primera vista nos convence de ser potencialmente narrado es la historia de los últimos años de carrera de la actriz Jean Seberg (la rubia de pelo corto de Sin Aliento y tantas más: si a esta altura no la conocen, Google).

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Pero algo de eso se trastoca rápidamente para convertirse en una versión ligera (en el peor sentido) de una película de espionaje. Y sumado a eso se combina una suerte de parábola confrontada sobre los roles de la mujer en el EE.UU. de finales de los 60s (contraponiendo a la misma Seberg con otras mujeres, pero en particular con un personaje específico, que interpreta la esposa del encargado de espiar a la actriz). Claro, el problema es que de una suma de partes no hacemos una película completa. Ni media. Ni una cuarta parte. Pero Andrews no parece tener conciencia de esto, entonces acumula como si se tratara de un revuelto gramajo. O de ropa vieja, esa comida hecha de restos de las comidas previas. En esa incapacidad de orientar la mirada se sostienen los problemas más graves de esta película, que de tanto andar cruzando los ojos o de tanto separarlos queda bizcocha.

La realidad es que la mayor parte de quienes vimos Seberg lo hicimos con poco conocimiento del caso en particular (al menos yo no me voy a mandar la parte y decir que conocía este episodio de persecución política de parte de servicios de inteligencia estadounidenses sobre la actriz que durante casi una década apoyó a grupos políticos contra sistema, por ejemplo los Panteras Negras). Posterior a la película indagué un poco más y a decir verdad el caso es apasionante. Lo que no causa pasión alguna es que un contador de palotes sea el encargado de armar el sistema narrativo de una película que demandaba más de la paranoia polanskiana de El bebé de Rosemary o de la locura claustrofóbica de la indirectamente citada La conversación que de lo que terminó resolviendo. No hay, en definitiva, decisión alguna. Porque lo que prima en Seberg es esa equidistancia cómoda que quiere contar mucho a la vez para no contar nada. Para no asumir riesgo alguno.

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No hay ni apoyo a su protagonista ni cuestionamiento. No hay dubitación sobre el estado psíquico ni condena explícita a los servicios de inteligencia (un poco como los thrillers políticos progresistas de los 70s, a los que la película se quiere parecer pero con los que se emparenta por el blanco del ojo). No hay elecciones, pero si acumulación. Por eso, a lo largo de sus minutos la sensación que tenemos es que siempre nos sobre tiempo. Porque las cosas se acumulan pero no se espesan, no arman ningún sistema narrativo. Por eso no nos importan sus personajes, no nos importa el devenir. Porque quizás a nadie le importó verdaderamente contar esa historia de una niña rica con tristeza (pobre Kristen, la viene pegando mal con algunos papeles que viene eligiendo: entre la versión reciente de Los ángeles de Charlie y esta no hay nada bueno para augurarle, en la de los monstruos submarinos si).

Esta suerte de biopic (que como muchos eligen un segmento de la vida de una persona antes que realizar una narrativa global de esa vida en su totalidad: esto lo vimos en la reciente y también floja Judy, acerca de los últimos años de carrera de Judy Garland como en esa maravilla poco querida de Eastwood llamada Invictus, sobre la figura de Mandela en un contexto particular) sin atributos elige bien el momento que narra. El problema es que no termina por decidirse entre la fábula feminista, el alegato progresista, la crítica antisistema con medio siglo de retraso, la publicidad encubierta de uñas postizas, el thriller de espionaje, el drama psicológico que narra el ascenso a la locura suicida. O nada de eso. O todo eso a la vez. Porque si algo hace el cine incoloro, inodoro e insípido es que todo aquello que puede suponer un rasgo vital termine por importarnos un quinoto. O, para decirlo académicamente, que todo lo que pudo haber sido interesante termine por chuparnos un huevo y la mitad del otro.

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