Tarde para morir joven 

Por Federico Karstulovich

Tarde para morir joven
Chile-Brasil-Argentina-Holanda-Qatar, 2018, 110′
Dirigida por Dominga Sotomayor.
Con Demian Hernández, Antar Machado, Magdalena Totoro, Matías Oviedo, Andrés Aliaga, Antonia Zegers, Alejandro Goic, Mercedes Mujica, Eyal Meyer, Gabriel Cañas y Michael Silva.

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Por Federico Karstulovich

Qué injusto. Ser comparado. Injusto porque todos somos alguien particular y distinto a otros. Por eso es injusto. Pero ser particular no significa ser especial. Ser particular, ser distinto a otros, no nos hace extraordinarios, ni merecedores de atención exclusiva, ni nada excesivo. Apenas nos indica que formamos parte de un cúmulo de células en un tiempo y espacio específico, en un momento determinado, en el vasto mapa de la galaxia. Proporcionalmente, nuestra experiencia es menos que un granito de arena. No obstante, las poéticas del yo (que hoy por hoy habilitan a que broten los poetas-…y los editores- por cualquier lado) han logrado lo imposible: borrar toda categoría, homologar cualquier forma de escritura de cualquier escritor de cualquier época con escritores de hoy día. El resultado no solo es el de un relativismo galopante que desarticula los procesos de cambio y las tensiones dentro de la historia de las ideas estéticas, sino la multiplicación de engendros que por el solo hecho de narrar una  experiencia personal terminan siendo reconocidos. A ese relativismo, que piensa que la experiencia creativa de Montaigne puede ser tan emocionante como el libro de poemas a la cerveza artesanal editado por mí, lo podemos observar también en la corriente autobiográfica del cine latinoamericano de memorias de juventud. Ese relativismo no carente de auto indulgencia es el centro mismo de una película como Tarde para morir joven.

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Pocas frases supieron molestarme tanto cuando empezaba mis primeras lecturas de crítica de cine allá por mediados de los 90s como una que parecía ser una suerte de elogio, pero que en realidad no era más que una discriminación positiva. Para ese entonces, se estilaba mucho en la escritura el uso del concepto “película de una sensibilidad femenina”, asociando la idea del mundo sensible a la percepción como un hecho que solo podía ser posible de parte de una mujer produciéndolo y una mujer experimentándolo. El resto parecía quedar afuera. Así y todo, pasados los años, el razonamiento falaz de seccionar sensibilidades reaparece en el repertorio. Pero el discurso cambia. Y la sensibilidad femenina se transforma en “sensibilidad subjetiva”, “sensibilidad obsesionada con los detalles”. Ese disparador tiene un consecuente estilístico: el plano detalle, y más específicamente, el uso de un lente particular, el teleobjetivo (para quienes desconozcan las características de esta clase de lentes, hablamos de una óptica que tiene una focal muy larga, lo que genera grandes niveles de detalle en el registro, pero poca profundidad de campo, aislando a los personajes casi completamente de lo que los rodea, encerrándolos en su propio mundo). Casi casi, me atrevería a decir, que la mayor parte de este cine de la subjetividad, este cine autobiográfico, este cine de las memorias extraordinarias, tiene un correlato visual obsesionado con el recurso del teleobjetivo. El segundo gran recurso, como contraparte, es el sonido extrañado, el sonido ambiente que busca salirse de ciertas coordenadas realistas, como si en alguna medida esa percepción personal se convirtiera en la banda sonora del mundo representado. “¿Está acaso mal?” me podrían preguntar. No necesariamente. En un contexto de libertad de expresión no puede haber males comunicativos; en todo caso lo que debe haber es una recepción atenta. Y creo que, en todo caso, esta clase de cine de la subjetividad hace buen rato que no cuenta con receptores atentos. Bien por el contrario, creo que hemos tendido a automatizar la percepción con esta clase de películas (sí, la automatización nos puede pasar con Avengers: Infinity War así como con una película filmada con $100 mil pesos).

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Creo que el problema mayor de Tarde para morir joven es menos su necesidad de contar lo que puede evaluar como una historia digna de contarse (al fin y al cabo, discutir subjetividades sería estéril), que los medios con los que lo hace, y a su vez la capacidad de conectarnos con ese mundo deshilachado, disperso, en el que nunca terminamos de empatizar con ninguno de los personajes, y en el que, a la vez que se nos expone a una serie de coordenadas propias de los relatos corales, de fondo no hay nada que los vincule verdaderamente, más que una época (Chile, finales de los 80s, inicios de 1990), un contexto (una suerte de comuna pseudo-hippie de adultos con sus hijos) y una necesidad (contar un cambio de la historia). El problema es que el cine latinoamericano ya ha hecho esto una y mil veces, por lo que el desplazamiento del eje público del discurso político hacia la experiencia privada y autobiográfica, en el fondo, tampoco parece mover demasiado el amperímetro. Y acaso ese sea el problema de fondo real: estamos ante una película que habla en voz tan baja que no hay forma de conectar con ninguna de sus experiencias, como si en el fondo la película despreciara las formas del lenguaje clásico. Estamos ante otra constante del cine latinoamericano independiente: el desprecio masivo por las maneras de un cine narrativo sostenido sobre los personajes y la trama en pos de un cine apoyado en las situaciones.

Hacia el cierre, el retorno de lo reprimido vuelve con las figuras, las metáforas de las que el cine hecho del Río Bravo hacia abajo tanto sabe. Y ese cine situaciones, acaso tironeado por un pasado que no se va y un futuro que no llega encuentra en el eterno presente de la subjetividad a la mejor estrategia, el salvoconducto perfecto, para no hacerse cargo de una idea: que es un cine que ha llegado a su límite. Que ya está. Que no se puede volver una y otra vez a un recurso como si fuera la primera vez. Porque hoy es hoy. Y alguna vez habrá que crecer.

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