Monzón

Por Ludmila Ferreri

Monzón
Argentina, 2019, 13 episodios de 50′
Creada por Jesús Braceras y Gabriel Nicoli
Con Jorge Román, Mauricio Paniagua, Carla Quevedo, Fabián Arenillas,  Celeste Cid, Paloma Ker, Diego Cremonesi, Belén Chavanne, Soledad Silveyra, Atilio Veronelli, Florencia Raggi, Lautaro Delgado, Yayo Guridi,  Rodrigo Pedreira, Gustavo Garzon, Cumelen Sanz, Ignacio Gadano,  Mariano Chiesa, Juanma Muniagurria, Andrés Gil, Fabian Wolfrom,  Jean Pierre Noher, Alexia Moyano, Pablo Sorensen, Pedro Merlo, Diego Starosta, Lucas Pose, Mex Urtizberea,  Pablo Ini,  Guadalupe Docampo

Causalidad

Por Ludmila Ferreri

Es interesante como, desde su cartelería y desde su operación de marketing e instalación de producto, la serie sobre Carlos Monzón busca contar cualquier cosa menos la historia personal del boxeador. Y no, no le interesa contar la historia de la persona, sino llegar a lo que se es, un poco como ese cuento de las mil y una noches sobre el hombre que buscando huir de la muerte viaja a la ciudad en la que terminaría por encontrarla, como si se tratara de una profecía autocumplida. Porque en definitiva, a la serie no parece importarle demasiado los vaivenes de la vida que registra, sino la sumatoria de hechos que vayan direccionando de una u otra manera las conclusiones que necesitan confirmar lo que plantea su estrategia de venta: Monzón como femicida. El problema no es que aborde ese aspecto (al final de cuentas lo fue, y eso no es el punto en discusión), sino que la estrategia que elige para hacerlo es un ancho camino que se va angostando conforme van avanzando los capítulos. Y ahí donde las opciones pudieron haber planteado un juego más abierto, todo termina direccionándose en el horizonte más previsible. Ahora bien: esto fue siempre así en esta serie? No. Hay un punto en el que Monzón parece indagar caminos alternativos, que en definitiva nos hagan preguntarnos quién fue ese boxeador que terminó su vida de la forma en la que terminó. Porque al final de cuentas los grandes biopics (se me ocurren maravillas como Last Days, de Gus Van Sant) no son aquellos que se preguntan por lo obvio y responden con más obviedades aún sino que son aquellos que cuestionan severamente lo premeditado. Y en ese orden de cosas la serie apenas si se atreve a ese leve alejamiento, pero luego vuelve con ímpetu a todos y cada uno de los peores lugares comunes de lo que creemos conocer sobre el boxeador.

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El punto, entonces, es si la serie busca iluminar aspectos desconocidos sobre la figura, si busca simplemente exaltar su costado más exitoso o si busca explotar el aspecto más sensacionalista de la vida de Monzón. Y a decir verdad creo que la decisión oscila entre las últimas dos opciones, ya que a los efectos prácticos nada de lo que cuenta es particularmente desconcido. O en todo caso: la serie funciona como una introducción for dummies al mundo Monzón, pero no habilita ninguna profundización evidente. Y es ese quizás el punto que mejor está funcionando a la hora de abordar biopics para TV: exacerbar de manera vulgar la misma vulgaridad del boca en boca. O para decirlo de otro modo: ilustrar vidas a la luz de wikipedia y búsquedas de google nivel 1. Porque en definitiva en una serie como esta los matices se corroen poco a poco. Y ahí donde pudimos haber entrado a una época, a un modo de entender el mundo, a la complejidad de los múltiples personajes presentados, la serie elige, nuevamente, la banalidad del dato de color. O la ilustración del dato morboso. Pero claro, dirán ustedes: estamos frente a una serie que tiene en su centro un enigma policial. Ahora, realmente lo tiene? Yo diría que dentro de todos sus capítulos solo en uno de ellos estamos verdaderamente ante la duda del asesinato. Y eso es un logro de la serie, porque sin traicionar los acontecimientos, logra que ingresemos en un terreno de duda. Un terreno de cuestionamientos. Y lo más interesante es que esa posibilidad no exonera al personaje, pero si nos permite entrar a un terreno de reconocimiento de posibilidades que salgan del maniqueísmo del que la serie nace y al que la serie llega. Pero bueno, esto es apenas uno de los capítulos (en particular el del ingreso de la abogada protagonizada por Florencia Raggi). Luego la serie hace todo el trabajo que el mundo contemporáneo le pide: menos profundidad y más indignación.

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Quizás lo verdaderamente indignante de Monzón, por lo pronto, no sea el obvio resultado al que llega, sino el desaprovechamiento galopante de todos los personajes que se agolpan a lo largo de sus 13 capítulos: el entrenador, la primera esposa, el manager, Susana Gimenez, Olmedo, Muniz, su familia, los hijos de Monzón, el fiscal de la causa, la abogada defensora. Todos y cada uno de ellos pedía un desarrollo más humano, que permitiera que la figura del boxeador también iluminara una época. El problema, nuevamente, es que el progresismo de la corrección política no ilumina, sino que borronea la historia. Y le otorga una plasticidad adecuada a sus necesidades de orientar el discurso. No hay interés en su operativa por repensar el pasado, sino que se lo borra con la instalación de las verdades del diario del lunes. Desde ese costado el ejercicio al que asistimos es siempre el del anacronismo más violento. Pero esa violencia se hace carne pasando por encima de los personajes. De ahí que en ningún momento sintamos que esos personajes son, en definitiva, hijos de su tiempo. Sino que son hijos de nuestro tiempo extrapolados de época. De ahí que la serie nunca termine de asumir sus problemas, su condición de personas, sino que los designe como lo que terminan siendo: una función logarítmica en pos de un resultado que ya estaba premeditado. En esa decisión no hay empatía. No hay reconocimiento de los matices ni de las diferencias. Apenas si hay una caracterización superficial. Por eso es interesante preguntarse si en buena medida esa caracterización no habla y depende más de la época que enuncia que la época que se ve reflejada.

Carlos Monzón

Hacia el final de la serie, con Monzón en el proceso de su ocaso público (ya no pelea más, se lo pasa de juerga en juerga, de adicción en adicción y rodeado de prostitutas) en ningún momento se procede a pensar en profundidad qué consideraciones podría haber supuesto el registro de esa época. No hay, en esencia, otra cosa que no sea una idea con un claro objetivo castrador y puritano: no hay comprensión del personaje ni una mirada que vaya más allá, sino una simple sucesión causal, como si todo el contexto lo hubiera ido llevando indefectiblemente hacia el camino de la criminalidad y la vileza. En este punto, el capítulo dedicado a Alicia Muniz no solo es vergonzoso desde la perspectiva en que la representa (poco menos que una estúpida, ingenua y manipulable), sino que quita cualquier clase de posible matiz al personaje de Monzón, ya netamente convertido en un golpeador hecho y derecho. Pero ese es el punto más problemático: la serie procede a construir un contexto de época que “empuja” hacia el crimen (un contexto patriarcal bien podríamos decir) a la vez que enfatiza de manera ostensible la responsabilidad individual, como si el contexto realmente importara poco o nada. No hace convivir a ambas cosas. Superpone a una sobre la otra: porque por un lado queda muy bien decir que la sociedad patriarcal es la culpable de los crímenes de mujeres (como si los crímenes no los efectuaran individuos) pero al mismo tiempo precisa que la responsabilidad sea plenamente individual, ya que el sinceramente de las contradicciones sociales también afectaría al rol de las mujeres en la serie. De esa forma, escapando a las responsabilidades de una dramaturgia realmente compleja y reflexiva, la serie se entrega de lleno a la facilidad de construir un hecho imposible: un victimario que nació sin otra historia más que la que le estaba predestinada. A veces el puritanismo y el progresismo se agarran de las manos y bailan el baile de fin de fiesta como nadie. Y que la historia no juzgue nada, porque la historia no existe.

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