Por un cine palingenesia: Cerdos que corren picadas, termitas que devoran elefantes

Por Federico Karstulovich

Dentro de la repetidísima banda de sonido  de Trainspotting aparece un temilla, una canción de Underworld -¿será así o me equivoco?- llamada Born Slippy. Esa canción es eterna, un loop imposible y feliz, como esos temas de Gun’s and Roses que no terminan nunca, pero sin la voz de falsete de Axl.

Leyendo a Demócrito y Zenón de Elea, mientras hacía cruces de caminos mentales, colisionaron Tarantino, Llinás, Monte Hellman… y la mencionada canzonetta. ¿Por qué? Porque todos ellos comen de la misma mesa, comen de los mismos alimentos que podría cocinar Manny Farber desde una caótica cocina. Y si comen de la misma mesa, algún gusto común tendrán. No comparten el plato, eso sí, pero tienen un mood culinario equiparable.

Todos ellos, cada uno con su plato, degustan de ese plan alimenticio que se parece mucho a una picada o en su defecto a comida china: el piqueteo, el gusto por los fragmentos, por la mezcla. Claro, salta uno por ahí, por el fondo, “todos esos directores son postmodernos”. No. El piqueteo, ese procedimiento alimenticio hermoso y catártico, que atenta, que aterroriza (si, y sin comillas. y además, aterra) a las reglas de la buena moral y las proporciones tiene un correlato físico-fisiológico-cinético con el cine de Tarantino, el de Monte Hellman, el de Llinás y..bueno…con esa canción de Underworld, que a esta altura parece ser la mejor excusa para hablar de otra cosa.

El piqueteo tiene un correlato, algo que estéticamente podríamos llamar la estética de lo inacabado. Y así de solemne como suena es exactamente lo contrario. Lo inacabado parece ser una suerte de estética de quedarse por la mitad (si, si, in media res). ¿Por la mitad de qué?, diría Le Goff. Por la mitad de algo. No importa de qué, ni a qué porcentaje de la susodicha mitad., lo importante es quedarse, no terminar, no acabar. Es el placer antes que el goce (mucho más elegante, mejor y más seriamente puede decircelos Barthes). Decía: lo importante es romper, fraccionar, quedarse a medio camino y virar. Un cine de volantazos. Un cine de virajes, de cambios. No así, ojo, un cine de guionistas astutos (nada más mortal para una película que un guionista astuto y consciente de ello). Ese cine cierra y clausura todo, como un cepo al auto.

La estética del medio camino aparece fielmente en los mejores exponentes de los directores…y en GrindhouseDeath Proof (Tarantino, 2007), Two lane blacktop (Monte Hellman, 1971), Historias extraordinarias (Llinás, 2008). No es casual: en las tres los automóviles, los viajes, las rutas y los caminos son factores clave, son escapadas cuasi-godardianas. No casualmente las tres son formas de la road movie, una suerte de género en desuso, cuerpo cinematográfico que solo unos pocos han sabido acariciar.

Tarantino tendría sus películas más clásicas (Jackie Brown e Inglorious basterds), sus boutades geniales y extravagantes disfrazadas de estructuras raras (Reservoir Dogs Pulp Fiction). Dejo afuera a Kill Bill, cuya 1er entrega pudo haber sido el más grande ejemplo de lo inacabado, su obra cumbre de lo serial (del serial cinematográfico, al mejor estilo de Feuillade) convertido en película. Sin embargo, la lectura con la 2da entrega convierte al asunto completo en un giro innecesario a un clasicismo autoimpuesto casi como castigo: cerrar, enyesar, fundamentar lo que pedía a gritos la fractura de tibia y peroné expuesta, la gratuidad. Con Death Proof en cambio, el tipo se juega a contar con colores, con velocidades, con luces: hace de la venganza un acto físico-químico. Como si fuera un vanguardista finisecular, o mejor aún: un alquimista (atención con esta figurita). La elección no es menor pero, claro, ¿quien quiere ver un fragmento cuando la promesa es un todo? El resultado es uno de sus mayores fracasos… ¿pero desde cuándo le importó eso a Q?…

Con Llinás la cosa es notable: tres cuentos inacabados, tres historias que nunca se cruzan, un territorio infinito (el horror borgeano a la llanura-desierto pampeano persiste en el film -no menos borgeano- de Llinás), una investigación, una pelea íntima, una identidad a revelar, todas ellas indagaciones que se presumen tan eternas e inacabables como los llanos de la provincia de Buenos Aires.

Con Monte Hellman una ruta, evanescente, rizomática (dale con Deleuze), vueltera, caótica, carroñera. Una carrera imposible, también indefinida en unos límites que se evaporan tanto como la misma película, el mismo celuloide del final (nuevamente, la alquimia). La América de Monte Hellman es doble acentuación: pérdida y perdida. Es una pendiente hacia la nada, en la niebla. También es una muestra obscena de caminos imposibles, es el fantasma de las comunicaciones, ya no del progreso, es el espectro de la desolación, de la soledad. La ruta, así, se hace exorcismo contra el horror del vacío. Bueno, MH nos devuelve el vacío y al vacío…con el ocio. Como en casi todo Monte Hellman, todo viaje es por tierra arrasada, con o sin pavimento.

Tres éticas afines y disyuntivas: Tanto en la ética faulkneriana de Llinás, como la russmeyeriana de Tarantino, asi como la cormaniana de Monte Hellman, en todas ellas pervive una idea de mundo en expansión. Son películas hiperbólicamente superficiales: no nos brindan explicaciones, motivaciones ni objetivos ni voluntades de sus personajes: son pistas de hielo en las cuales patinamos sin barandas para agarrarse. Parecen, lo sé, a primera vista, aparatos con vida propia, artefactos raros y autónomos, aislados del mundo. Y en parte lo son. Al mismo tiempo, exceden la pantalla, nos continúan por debajo de los pies porque borronean los límites, son transformación química que comienza en la pantalla y pega el salto. Si muchas películas marcan límites, ponen reglas, moralizan, pocas son las que ignoran cualquier tipo de limitación y abren la puerta de un plano de inmanencia, de una lógica de la sensación extendida por el cuerpo. Y no hablo de empatía: es un cine físico entendido como alteración de la materia, finalmente, evanescencia. Por eso las figuras para comprenderlo son las de la alquimia y el espiritismo.

Son, en definitiva, películas sobre la extensión material y sobre su inaprehensión. Lo curioso es que al mismo tiempo son películas sobre lo sólido, lo líquido y lo gaseoso como procesos en acción ante nuestros ojitos sorprendidos. Son, como querría Lavoisier, películas sobre energía, en tal caso, energía que nunca se pierde, que se transforma, que muta, que se convierte en otra película, en otro cuerpo. Transmigración fílmica. Palingenesia.

Tenía razón entonces Bergson, cuando equiparaba las imágenes y las personas: somos fantasmas habitando cuerpos que se miran. El cine: una sesión de espiritismo y de alquimia.

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