Una bella mañana

Por Marcos Rodríguez

Un beau matin 
Francia-Alemania, 2022, 112′
Dirigida por Mia Hansen-Løve.
Con Léa Seydoux, Melvil Poupaud, Nicole Garcia, Pascal Greggory y Camille Leban Martins.

Acariciando lo áspero

Uno de los aspectos más interesantes de Un beau matin es su aspereza: hay algo muy bello, algo muy lírico en la sucesión de días, en los paseos al solcito, las vacaciones, hasta en las caminatas congeladas por terrazas grises. Hay un placer que es puro placer del cine: recorrer, filmar una cotidianeidad en lo que tiene de simple, abrirse a un cine de prosa que, por supuesto, tiene larga tradición en el cine francés y que quien haya visto ese cine no puede evitar sentir que resuena en su corazón: de Sautet a Rohmer a Renoir, una lista linda que incluye lo mejor que el cine tiene para ofrecer. Ese aspecto lírico se asocia, por supuesto (aunque no de forma exclusiva) con la historia de amor naciente (y circunstancialmente adúltero) entre Sandra (la siempre luminosa Lea Seydoux, encarnación de la fotogenia) y Clement (Melvile Poupaud), con todo lo que tiene de vaivenes, de carne y encierro, de paseo y coqueteo, sonrisas secretas y vergüenzas feas. Ver a Lea enamorarse, sonreír, también sufrir y arrastrarse por el transporte público como puede, todo eso puede sostener la impresión de un lirismo trabajado minuciosamente por Hansen-Love, incluso desde la música.

Pero así como el lado luminoso de Un beau matin nos transporta y enamora, en la misma medida ese lirismo se sostiene en la película por todo lo que esta tiene de feo. Después de todo, el título mismo de la película (“una bella mañana”), con todo lo que parece prometer de paradisíaco, es en realidad el título de la autobiografía que el padre de la protagonista deseaba escribir (y que, por los pocos datos que se nos proporcionan de su vida, estuvo lejos del idilio) y que ahora, presa de una enfermedad neurológica degenerativa, ya no podrá escribir nunca. El peso de la decadencia del padre es tan fuerte que ni siquiera importa tanto la fuerza simbólica de esa historia que no fue: importa, más bien, todo lo feo con lo que tiene que lidiar esta madre soltera, que tiene que ver con la contraparte de esa cotidianeidad luminosa: la cotidianeidad gris, insulsa, trabajosa, y los infinitos problemas que surgen cuando una persona ya no está en condiciones de afrontar su propia existencia solo. A la degradación inicial con la que arranca la película le siguen rápidamente la burocracia y remarla contra corriente: la internación en un hospital, paso por un psiquiátrico, la derivación a geriátricos públicos con paredes descascaradas y pacientes que rondan pasillos sin saber ni quiénes son. Lea (con su familia) debe emprender un camino del que no parece haber salida, solo nuevos peldaños en descenso.

Por la propiedad misma de lo cotidiano, estas dos historias se entrecruzan a medida que seguimos los meses que se suceden en la vida de la protagonista: del calor del verano al invierno, y de nuevo al calor. Los momentos se intercalan pero también se contaminan: la historia de amor, que primero estalla con toda la fuerza del descubrimiento y del sexo, se interrumpe más de una vez, se vuelve agria. De la misma forma, la historia del padre por momentos destella también con secuencias luminosas, no porque haya pausas en un transcurrir irreversible, sino porque en torno a esa caída surgen también reuniones y momentos de afecto.

Pero más allá de la precisión de una cámara prolija, de la fuerza de todos los actores elegidos para componer la película (desde Lea hasta los secundarios más pasajeros), de la fluidez de un guion impecable, lo que sostiene Un beau matin es su materialidad irrenunciable: importan tanto los vaivenes amorosos y el devenir psicológico (toda una marca registrada del cine francés) como las calles y los subtes y los pasillos y las estanterías apiñadas de libros, los metros cuadrados escasos donde se acumulan vidas, las escaleras, los departamentos con cortinas en lugar de puertas, las ventanas por las que nunca miramos hacia afuera, terrazas, plazas, pasillos de oficinas.

En un momento, justo antes de que brote el amor, Lea va a visitar a Melvile a su oficina. Cuando quedan solos, él le ofrece mostrarle uno de los aparatos ultratecnológicos con los que analizan los restos de meteoritos que son su materia de estudio. Lea acepta, más por flirteo que por curiosidad intelectual, y Melvile la lleva hasta un aparato gigantesco, brillante, incomprensible. Ella sonríe (¿por amabilidad?), a él le brillan los ojos. Hay poesía ahí.Un beau matin no es la primera ni será la última película que se dedica a recorrer y a mostrarnos la bella París, con todo lo que eso implica (de burguesía, de esnobismo, de simple belleza), pero sí es la primera (hasta donde sé) que se dedica también a recorrer, junto con los jardines hermosos y las calles grises, un laberinto feo de hospitales y geriátricos públicos. Esa es su materia más pregnante: ahí donde la historia de amor se queda a un lado y aparecen en sus orillas un registro más documental, donde vemos espacios, donde vemos personas que no parecen hacer más que de ellos mismas (como la abuela del personaje de Lea, probablemente la abuela de vaya uno a saber quién, que se dedica a contar las desgracias de ya no poder andar por la calle sin que la gente te mire con compasión). Todo se cruza y convive, como en la secuencia final, en la que una nueva visita al geriátrico del padre (este, se supone, por lo menos un poco más lindo) se desvía luego a un paseo familiar que termina por llevarnos a un mirador desde el cual alcanza a verse toda la ciudad. Desde arriba, este nuevo núcleo amoroso mira todo, momentáneamente ubicados en nuestra perspectiva. El peso de esos pasillos, de esos estantes polvorientos, de las caderas de Lea, toda esa materialidad transforma la amargura de Un beau matin en belleza.

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