El pino no se planta. Te deja plantado. A veces con elementos contundentes, a pleno golpe en el plexo solar (La próxima estaciónMemoria del saqueo), a veces con artilugios berretas o bien metáforas que harían sonrojar al mismo Kusturica (Los hijos de FierroSurEl viajeLa nube) o con sentencias salidas de un mundo fenecido (La hora de los hornos, la trilogía de documentales sobre Perón). En esta dirección y casi completando lo que podríamos llamar una octología de la degradación argentina (Memoria del saqueoLa dignidad de los nadiesArgentina latenteLa próxima estación, las dos partes de Tierra sublevada La guerra del fracking) Solanas se larga casi en soledad con su camarita y su steady portátil, sin importarle demasiado ni el acabado de lo que registra ni las ideas que expresa. En los documentales del Solanas crepuscular lo que importa es la urgencia. Por eso adentrarse en Viaje a los pueblos fumigados es también adentrarse en el desorden, en el caos formal que aunque el mismo director lo intente, se traslada parcialmente a los contenidos, que parecen limpios y claros, pero por momentos aparecen plagados de contradicciones (entre la demanda de políticas de estado a la vez que el rechazo al mismo como brazo ejecutor).

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Solanas nos ha mostrado (con mayor suerte y capacidad en sus documentales) cómo la ausencia del estado se la llevado puesta la infraestructura energética, la sustentabilidad económica, alimenticia, tecnológica pero también el transporte como vehículo de un crecimiento productivo sostenido. Nada de lo que denuncia nos sorprende, estimo. En todo caso nos corrobora muchas de las cosas que ya sabíamos y/o sospechábamos (pero que nunca indagamos más allá de alguna indignación suplementaria). Y quizás buena parte del problema que se despliega del cine del director no sea otro que ese: nos hemos terminado acostumbrando al lamento solitario del geronte. Pero al mismo tiempo hay algo de lo que dice que no termina por interpelarnos. Posiblemente eso se deba a que su cine ha dejado de cuestionar(se) y se ha convertido, paralelo a la carrera política del hombre, en un púlpito desde el cual repartir sentencias. ¿Está mal? No necesariamente, pero supone una enorme presunción de importancia por lo que se dice, algo radicalmente distinto a la curiosidad como acto sensible e intelectual frente a un mundo desordenado.

En Viaje a los pueblos fumigados, como ya lo hiciera con sus documentales urgentes anteriores, no hay mayor toma de distancia o reflexión sobre cómo mostrar la urgencia que la traducción en desprolijidad formal (me atrevo a decir casi forzada, como si a mayor feísmo mejor efecto político). Pero lo que resulta curioso es que semejante desprolijidad supone también una idea sobre el mundo: que importa más lo que se dice, la sentencia que la retórica expresiva de la forma, como si esta última, en definitiva, fuera una suerte de vicio burgués. Y si hay algo que la forma puede expresar, precisamente, es la distancia reflexiva con respecto a la voz, a la sucesión monocorde de sentencias. Era precisamente en la forma en la que las películas más logradas de Solanas solían asentar una idea distinta, como si en alguna medida, la forma expresara una saludable disidencia o una involuntaria distancia.

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De a poco, con el paso de los años, el cine de Solanas se ha hecho más necesario para iluminar algunos aspectos o temas sin un tratamiento adecuado, pero al mismo tiempo que el director ha abierto una puerta, ha clausurado un futuro aporte. Como si con la sentencia, con la palabra justa, con la sonrisa perfecta, en el fondo, en vez de que pase algo, nunca terminara pasando nada. En el documental, Pino debería saberlo, las certezas son un camino de ida. Pero la vuelta la hacemos solos.