El tiempo del Armagedón

Por Tomás Carretto

Armageddon Time
Estados Unidos, 2022, 115′
Dirigida por James Gray.
Con Banks Repeta, Anne Hathaway, Jeremy Strong y Anthony Hopkins

Boomer de alma

A mi abuelo Willy (Guillermo)

Una de las razones por las que tardé tanto tiempo en escribir esta nota es que sabiendo que (de algún modo) compartía argumento con Los Fabelman (Steven Spielberg, 2022) quería aprovechar la oportunidad y escribir la crítica del film de Gray no sin antes poder contrastar ambos films. Suena arbitrario pero me parecía un juego cinéfilo, un desafío de pensamiento dentro de los pocos que ofrece el cine de hoy, tan acostumbrado a la chatura, donde las ideas sobre cine han quedado sepultadas frente a la pirotecnia distorsiva de la publicidad y el dinero, y con dos directores que mas allá de estilos y de gustos hacen un cine abierto a las ideas. La película de Gray compitió por la Palma de Oro en el festival de Cannes del año pasado, pero pasó inadvertida para un jurado que reconoció a la abyecta “Triangle of Sadness” del abyecto (y de moda) Ruben Ostlund. No llama la atención que esos jurados estén cada vez más integrados por actores y menos por realizadores, músicos, directores de fotografía o críticos, gente acostumbrada a pensar el cine desde otro lugar, apostando a la popularidad de ciertas caras, a la fotogenia del photocall, a la foto vendible del jurado world cinema, en una coyuntura donde la figura (y el papel) del director se diluye cada día más (también la de los directores de los festivales). Seamos justos también: este es un Gray autobiográfico e intimista que abandona toda pretensión de espectacularidad (parafraseando a Strassera). Pero de algún modo también sabemos que más allá de la escala de cualquier película, lo que se premia (las más de las veces) y aun inconscientemente, es cierta visión de mundo satinada con pericia técnica y un intangible que puede ser el de generar un impacto más emocional que intelectual. En ese punto las películas honestas, en clave menor, corren con todas las desventajas posibles. La otra razón de mi tardanza (no les voy a mentir) es cierto bloqueo de fin/principio de año del que me ha costado mucho salir; y que espero poder torcer en estas líneas (veremos). 

Spielberg y Gray dos grandes cineastas judíos pertenecientes a dos generaciones distintas (la generación boomer de SS vs la X-Gen de Gray); que vienen de dos geografías diferentes: el clan Spielberg una verdadera “familia rodante” en virtud de la profesión de ingeniero de su padre: Cincinnati, Nueva Jersey, Phoenix, ciudades alejadas del cosmopolitismo progre de los Gray que vivieron toda la infancia y juventud de Jimmy y su hermano como las típicas familias judías de clase media en Queens (NY) hasta que les llegó el momento de concurrir a la universidad. Paradójicamente Spielberg y Gray hicieron sus estudios de cine en California: Spielberg en la Long Beach State University (una pequeña universidad pública) luego de ser rechazado tres veces por la privada, centenaria y mucho más céntrica Universidad del Sur de California (USC), donde estudió Gray y donde cursaron también los futuros grandes amigos de Spielberg: George Lucas, Ron Howard y Robert Zemeckis (y donde James Cameron –sin ser estudiante- pasaba muchas horas en su biblioteca).  A propósito de este hecho: es sugestivo y contundente el contrapunto (con mirada descarnada) entre educación privada y pública que hace Gray en su película; donde tampoco es menor cuando en la misma, el gran Aaron (personificado por Anthony Hopkins), el entrañable abuelo de Paul (el genial Banks Repeta), se sale por primera y única vez de su retórica cálida y condescendiente hacia su nieto y lo interpela sobre el antisemitismo de los claustros universitarios. Aaron le advierte a su nieto que saliendo de una escuela privada y con un apellido neutro que esconda sus raíces judías (en el film Graff) tiene buenas perspectivas de ir a una buena universidad, de lo contrario, más allá de cualquier mérito, no cuenta con demasiadas chances. 

Ahora viene lo interesante: como una rara avis, en contraste con la mayor parte de su generación, Gray es un cineasta orgánico con la historia del cine que siempre ha tributado a la generación de Spielberg, aunque no específicamente a él, sino más bien a otros como Coppola, De Palma o Scorsese (ampliaré sobre esto luego), a modo de deudor de una tradición cinéfila y autoral que es menester honrar. Como alguna vez bautizó Gustavo Noriega a quién esto escribe, Gray “es un boomer de alma”.

Al revés de Gray, de alguna forma Spielberg se ha adaptado como ningún cineasta de su generación (junto a quizás Cameron y Lucas) a este cine de masas contemporáneo (prácticamente lo han inventado), en clave alta, espectacular, mas  infantil que adulto, nunca ascético, lo que le permitió;  junto a su talento único como creador de imágenes y su capacidad para saber interpretar los gustos del público; mantenerse vigente y convertirse en continuado, desde hace más de 4 décadas y media, en el cineasta más popular y reconocido del mundo. 

James Gray por el contrario es (en mi opinión) el cineasta más talentoso y subestimado de su generación. Las grandes estrellas Brad Pitt, Anne Hathaway, Joaquin Phoenix, Mark Wahlberg, Gwyneth Paltrow, Marion Cotillard, al igual que Thierry Fremaux, el director del festival de Cannes, pueden tributarle las más altas pleitesías, pero las masas que pueblan los cines y las plataformas (a diferencia de Spielberg) lo desconocen por completo. Cualquier persona común que tiene el hábito de ir al cine puede citar sin problemas cinco películas de Tarantino, de Tim Burton o de Wes Anderson, pero sería una enorme sorpresa que distinga algún film de Gray más allá de que sus películas pueblen el menú de los catálogos de las principales plataformas de streaming (y se encuentren como obras maestras que son entre las más valoradas): Los amantes, La traición, Sueños de libertad, Ad Astra, Los dueños de la noche, Z: la ciudad perdida…todos han visto (y disfrutado) de algún film de Gray pero nadie lo sabe. 

En ese punto no puede haber más contraste entre estos dos directores norteamericanos, judíos, vástagos de una tradición clásica, con algunos gustos comunes (Hitchcock, el espacio, la ciencia ficción), frente a un proyecto de muy similares características. Pero cuyos temperamentos y visiones sobre el arte son decididamente opuestos.   

Todo esto redunda en películas antinómicas (a pesar de que como dijimos tienen un plexo temático similar: la perdida de la inocencia, el arte como vocación solitaria y quijotesca, el choque inicial con el antisemitismo, la desilusión por el desamor de los padres,  el desencuentro con ellos, el duelo por la muerte o por el primer desengaño amoroso, etc…) con elecciones estéticas muy diferentes. 

Mientras Gray hipoteca su casa y apuesta a un modelo de realización que llevó a la quiebra a Coppola y a De Palma, Spielberg se dedica a vender con éxito otro producto, esta vez su propia biografía. No siempre con éxito comercial, aunque aquí está claro que el objetivo no es ese, sino un reconocimiento crítico del modo en que lo entiende el cine americano: la película tiene muchas más nominaciones al Oscars -y tiene muchas más chances de llevarse el premio mayor, el de mejor película- que Puente de Espias y The Post, dos films hechos y derechos, que se encuentran entre lo mejor de Spielberg en los últimos años, y que son además películas muy superiores a Los Fabelman.

La de Gray en cambio no pudo haber sido más ninguneada. Empezando porque la tuve que ver de la manera más innoble posible. Y es poco probable que frente al ninguneo de los premios logre su estreno en Argentina en la ventana de las películas oscarizadas. Si antes existía el “directo a video” no sé a qué tipo de purgatorio van películas como las de Gray hoy en plena era digital. En principio la gente termina viéndolas mucho después de lo que debería cuando están presentes en el catálogo de alguna plataforma. Sin estreno, las películas están pero no están, en el limbo de la red y los sitios de descarga. No se pueden recomendar masivamente ni dejar constancia de esa adhesión política que constituía la compra de una entrada. 

Ni siquiera fue considerado el chico Banks Repeta. Majestuosamente pequeño en su arte. Natural y luminoso en su retrato tan humano de ese nene que tiene todos los sueños, las dudas, los miedos y las ilusiones que tenemos todos, en esa entrada tan traumática de la pre-adolescencia. En su fabuloso rol de Paul Graff (alter ego del director), que con sonrisa nerviosa y mirada ilusionada ve pasar tras de sí una tormenta de emociones incontenibles. 

Cuando escribí el primer dossier de Gray en esta página dije a raíz de We Own the Night (2007):

“Bobby Green (Joaquín Phoenix) es una típica criatura grayciana. Esos seres caracterizados por la falta y la carencia y la necesidad interior de trascender. Como cualquier antihéroe clásico. Quizás toda la impronta clasicista del propio Gray provenga -como él cuenta- de ser un chico “poco agraciado en un vecindario de clase media de Queens”, en contacto con aquellos nuevos ricos de la era reaganiana. Hay algo de eso. Bobby Green es un sobrenombre amigable e impersonal que busca ocultar los orígenes judíos y polacos (Grusinsky) casi igual que el de “James Gray”.”

A pesar de ser autobiográfica, Armageddon Time guarda la misma visión de mundo que las óperas de ficción graycianas. Se mantiene ese realismo tortuoso de sus películas “cuyas criaturas están movidas por una ilusión de amor, redención, ascenso o respeto social o para reparar algún deshonor. Donde un hijo pródigo busca redimirse de sus excesos y errores del pasado. Una obligación alienante de reparar aquello.”

Pero con una salvedad notoria, Gray deja de lado aquí la espectacularidad de la ficción, en compromiso político con la realidad, y como todo lo político: más emocional y visceral que racionalizado. No hay distancia cínica. Para empezar este es el primer film de Gray filmado en video y no en 35 mm. La fotografía de Darius Khondji, en su compromiso ético con la realidad no sobre-estetiza la mirada, no busca como Janusz Kaminski en los Fabelman, ese entorno idílico, de lentes angulares y colores en alto contraste. 

La línea del horizonte

Esa visión de Spielberg sobre el arte (a mi parecer) reduce al cine a una suerte de talento deportivo, como aquel donde el tipo que agarra una raqueta por primera vez a los 4 o los 5 años, tiene más ventaja de convertirse en un talento del tenis, que aquel otro que tiene contacto con ese deporte por primera vez a los 10, 12 o más tarde. Pero un talento obsesivo, calculado, cerebral, de resistencia física y racionalización extrema, como el de Nadal o Guillermo Vilas, en lugar de un talento lúdico como el de Nastase, Mc Enroe o Federer. Una pedagogía que se aprende como la técnica de un revés y que deja fuera de combate a cualquier posible adversario. Porque la superioridad hay que exhibirla. 

Vale esta frase de Gray a modo de comparación: “Cuando era chico, mi objetivo era ser rico. A los 20 ya me di cuenta de que no iba a ser posible, porque ya estaba con el cine, pero ansiaba ser un gran director. A mitad de la treintena ya sabía que no sería de los grandes, y ahora lo único que espero es hacer mis filmes lo mejor posible y que sean relevantes para alguien… Además, el cine es una mezcla de arte e industria. Yo he tendido al de autor, y el equilibrio es precario”.

En la película de Gray vemos que Paul Graff es un chico sensible de 11 años, sobradamente  imaginativo, que dibuja y pinta, con inquietudes artísticas (y humanistas), pero cuya relación con el cine todavía es difusa, más allá de ser la salida familiar, siendo que todavía tiene que lidiar con el mundo, con una sociedad cargada de injusticias, hacerse de las herramientas emocionales, descubrir su vocación ayudado por el aliento de su abuelo que le da coraje y rebeldía y lo saca de ese papel monótono y predecible que sus padres (que hacen lo que pueden con su propia vida) le asignaron. 

La biografía de Sammy Fabelman no es tan diferente, pero da la pauta que después de aquel deslumbramiento inicial, el cine pasa a ser su única inquietud, al punto de asumir sin pruritos, el papel de camarógrafo de eventos familiares o escolares. Como dice Juan Villegas en esta nota (https://seul.ar/spielberg-fabelman/) el cine es su educación emocional (como la de cualquier persona de nuestra generación). Pero de un modo diferente (y esto es una visión mía): Spielberg es el chico del frontón que practica incansablemente para ser número uno del mundo, o mejor dicho, porque no quiero ser injusto ni despectivo, para hacer su historia dentro del cine filmando películas de manera compulsiva. La anécdota con Ford, varias veces repetida por el propio Spielberg a lo largo de su carrera, habla más de un secreto (de un maestro) del oficio, un atajo a lo emocional si se quiere, una historia risueña en código cinéfilo. Como una experiencia que muere en el cine. En Spielberg la realidad (exterior) apenas se filtra. Es por eso que miro con desconfianza esa suerte de sensibilidad aprendida. No porque crea que sea algo falso, sino porque siento que es algo que se puede imitar, a diferencia de Gray, donde las dudas están presentes y nada es tan redondo. 

Esa auto-referencia spielbergiana agotadora, con ese optimismo scout frente a experiencias desilusionantes me deja un poco afuera. Cada uno vive el cine desde su propia experiencia sensible. Y sería muy soberbio pensar que las vivencias de Gray tienen más valor que las de Spielberg. 

Pero en Gray, aquella experiencia traumática y desagradable con los Trump, es una vivencia que trasciende al propio director y que habla de un estado de cosas. Del mundo ni más ni menos. El cine no está todo el tiempo en primer plano. De hecho cuando el cine gira sobre sí mismo es para el apunte inteligente: como cuando Paul decide robar una computadora de su escuela, a modo de cita de los 400 golpes, Antoine Doinel y la máquina de escribir. Aunque esa intromisión de la política coquetee con la bajada de línea. Aunque se anime a romper/cuestionar el verosímil (porque en el cine lo verdadero es su opuesto). Aunque se muestre un cine imperfecto. 

Aquellas escenas de la familia Graff reunida viendo por televisión la avanzada conservadora del reaganismo, me trajo a mi mente mis 9 años. Más precisamente a Mayo de 1989 cuando Menem ganó las elecciones presidenciales. Estábamos todos en la casa de mis abuelos y mi abuelo (ante el resultado inminente) para llevar tranquilidad (siendo nosotros una familia identificada con el radicalismo) e intentando apoyarse en el respaldo de la cama (como intensando reposar) dijo con un nudo en la garganta que intentaba disimular “Dios dirá”. Mi abuelo murió 6 años después. En el medio como gerente de YPF fue obligado a jubilarse y la empresa (a la que dedicó su vida) privatizada. El candidato que hizo campaña con la revolución productiva, el plan quinquenal y el pleno empleo, recorriendo el país con poncho y patillas, que financió su campaña con la plata de un secuestro y que después dijo “si decía lo que iba a hacer no me votaban”, que se develó como un cínico irrecuperable, ostentoso y desvergonzado, que banalizaba la corrupción, firmaba indultos de genocidas y terroristas, traficaba armas, encubría atentados, volaba ciudades para tapar actos de corrupción y ponía a su socio de presidente de la Corte Suprema, mientras designaba un ejército de jueces federales para asegurarse impunidad, gobernó aquel país durante una década y cambió para siempre la cultura política y social del país. Para privatizar YPF (la principal empresa del país) se sirvió como ariete de un matrimonio patagónico, al que puso al frente de la provincia de Santa Cruz, los Kirchner. Tanto él, como el matrimonio patagónico y el ministro de Economía de aquel entonces, Domingo Cavallo, se hicieron (como en otras privatizaciones) de cuantiosas coimas. Después como cualquier pelea entre mafias que buscan lotearse el Estado, se pelearon unos con otros.  Con las millonarias regalías petroleras de la provincia de Santa Cruz, los Kirchner financiaron su carrera política que los llevó a gobernar el país por 20 años más, multiplicando aún más su fortuna con los retornos de la obra pública. Convirtieron a sus secretarios, cadetes y asistentes en multimillonarios y terratenientes. Nunca le restituyeron a la provincia ni un centavo de lo que a la provincia le pertenecía. Hasta removieron un procurador provincial para dejar el delito impune. 

La empresa que fue orgullo de mi abuelo (que me hablaba de Illia y la ética de la responsabilidad, que me inculcó la mirada social, el sacrificio y la empatía) fue descuartizada con las sucesivas privatizaciones, nacionalizaciones (eufemismo para colocar testaferros), estatizaciones del peronismo a lo largo de estos 30 años. 

Volviendo a Gray, si para reconstruir la relación con su padre tuvo que atravesar la galaxia (Ad Astra), si para recrear ese amor desencontrado y cariñoso con su madre tuvo que volver como aquí al Queens de infancia, para recobrar la relación con su querido abuelo (Aaron) tuvo que bucear en sus más profundos recuerdos y en su interior más íntimo. Rememorar cada frase, cada consejo, cada abrazo, cada apretón de manos como quien restaura un tesoro valioso, de ese ser que se fue demasiado pronto y al que se extraña (mucho). Si Gray es un “boomer de alma” ahora entiendo por quién lo es. Como también entiendo por quién lo soy yo. 

Creo que el bloqueo por fin se fue.

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