Rimini

Por Marcos Rodríguez

Austria, 2022, 115′
Dirigida por Ulrich Seidl
Con Michael Thomas, Tessa Göttlicher, Hans-Michael Rehberg

El frío

No sé cuál sea el problema del Sr. Seidl. Al parecer, le molesta que existan el invierno, la vejez (ocasionalmente, la muerte) y lo grasa, y sin embargo esos son los materiales que elige para construir su película Rimini, en la que un cantante venido a menos, gordo y fracasado, se dedica a cantar canciones románticas viejas (suenan a hits italianos mersa traducidos al alemán, no lo sé) y a voltearse a señoras viejas a cambio de algunos euros. La repetición y el machaque serían parte de su poética. La de Seidl, no la de su personaje Richie Bravo, quien en cambio parece muy a gusto en su barriga, entre las piernas de sus admiradoras y en cuartuchos de hotel vacío y, sobre todo, entre los versos gastados que se sabe de memoria.

Más allá de las diferencias de opinión que uno pudiera tener con el Sr. Seidl sobre esas cosas con las que decide trabajar, lo que verdaderamente me cuesta entender es cuál se supone que es el objetivo de este despliegue de miserias y humedades que construye. A uno puede no gustarle el invierno ni lo grasa ni, ¿por qué no?, que el tiempo siga pasando y todos debamos consumirnos y morir. Es razonable. Y, sin embargo, estas cosas existen. Asumo que el Sr. Seidl no supone que sus espectadores van a descubrir, gracias a su obra, que después del verano viene el invierno y que el tiempo es inclemente. Rimini no dice nada que no sepamos todos y, sin embargo, lo enfoca como si fuera algo a lo que se nos debiera obligar a prestar atención.

Uno podría, también, frente a la existencia de lo indigno, llenarse de indignación y bramar contra lo que es. El cine es un buen lugar para los desesperados. Y, sin embargo, no creo que Rimini sea eso. O por lo menos no la pude ver así. Hay algo en el tono, en la repetición, en las elecciones que toma el Sr. Seidl que más que angustia pareciera transmitir deleite: como si estuviera buscando detrás de cada esquina, en cada posible nudo de su historia, algo viscoso para intentar espantar a su público. Siempre desde una distancia prolija. Seidl mira desde su púlpito y señala con apuntador las miseras de lo que él mismo ha creado, pero en ningún momento se esfuerza por crear un mundo cinematográfico en el cual podamos adentrarnos, por trazar un sendero narrativo que nos pueda llevar hasta la angustia por medio de alguna identificación, de alguna pasión, siquiera de una intriga. En cambio, de entrada, todo se nos muestra del otro lado de un vidrio de laboratorio: esto debe ser analizado con la distancia de quien sabe que todo es un asco y nada vale la pena.

Solo una excepción brilla por su rareza en Rimini: un momento casi cálido, bien sobre el principio de la película, que podría habernos engañado para que creyéramos que íbamos a ver cine y no una demostración. Me refiero al momento, en el funeral de la madre de Richie, en el que cual este, después de decir algunas palabras emocionado, se pone a cantar una canción pegajosa sobre el amor materno. La canción es imposible y el momento casi también, pero el contexto podría engañarnos: en el funeral de su madre, el personaje pareciera tener permiso de emocionarse sin tener que rendir cuentas de ello (cosa que no pasa, por ejemplo, en el encuentro con su hija) y a nosotros, como espectadores, pareciera invitársenos a sentir lo que sienten los personajes que estamos viendo. Pero el momento es breve y ahora, habiendo atravesado ya la película, no puedo evitar preguntarme si incluso aquel momento no se suponía que fuera también ridículo, aunque lo traiciona la emoción. Por otra parte, no habrá nuevos peligros de desborde en lo que resta de Rimini, una película bañada del cinismo más calculado.

En lo personal, considero que el cine debería estar hecho con y desbordar amor, pero incluso si uno no busca eso en el cine (que es grande y tiene lugares para todo), el problema de Rimini es que no puede dar nunca más de lo que el espectador ya tiene: quien venga a la pantalla buscando asco, lo va a encontrar. Si alguien viene a Rimini para ver qué tiene para ofrecer la película, va a encontrar poco, porque la película no construye sino que repite, y nunca desde la repetición que pudiera conducir al encierro y la angustia. Todo tiene un tinte de lo levemente inteligente y esnob, supongo que para incitar una sensación de superioridad, pero en realidad lo que dice es bien poco (y repetido) y bastante boludo: el invierno es frío, la vejez es indigna, para vivir hace falta guita.

Lo verdaderamente triste de todo esto es que el Sr. Seidl, que pareciera estar constantemente preocupado por dejarnos bien en claro que él considera que todo lo que nos está mostrando no vale nada, machaca tanto y pareciera tener tan claro lo que nos quiere decir que se pasa por alto la belleza de lo que él mismo está mostrando: esos neones, esas canciones, esas viejas cachondas, incluso la ciudad a la que decide parasitarle el nombre, todo eso vibra con una pulsión que, lejos de evidenciar la podredumbre que quiere demostrar, habla de una vitalidad que él no puede comprender. El control que ejerce sobre sus materiales es tal que no pueden traicionarlo y a nosotros solo nos queda el sabor amargo de la intuición de algo que podría haber sido cine.

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