Cielo Rojo

Por Marcos Rodríguez

Afire / Roter Himmel
Alemania, 2023, 102′
Dirigida por Christian Petzold.
Con Thomas Schubert, Paula Beer, Langston Uibel, Enno Trebs y Matthias Brandt.

De manga larga

El arte de Christian Petzold (siempre preciso) se alimenta de la inestabilidad: una tensión constante, una trama flotante, algo que apenas se deja entrever. En las películas de Petzold siempre está ocurriendo algo más de lo que parece indicarnos su superficie, la cual, por otro lado, suele inmiscuirse en relatos de una cierta cotidianeidad más o menos burguesa, más o menos banal. Pueden variar los contextos (Petzold tiene lo que podríamos llamar casi películas “de época”), pero sus planos se nos muestran como cargados de transparencias, de capas superpuestas siempre a punto de separarse y soltar esa tensión que amenaza a sus personajes, ya sea desde el pasado, sea desde el presente o de la inestabilidad del relato mismo, que incluso llega a teñirse de elementos sobrenaturales.

Pero esta vez, con Cielo rojo, hace una apuesta narrativa más radical, más arriesgada pero a la vez más sencilla: sin misterios, sin magia, sin pasados negados, Petzold decide canalizar toda su película a través de un protagonista que es, básicamente, un pelotudo. No es la primera vez que juega ese juego, algo parecido ocurría por ejemplo en Barbara, pero solo de forma parcial y relativa, ya que una vez encarnado el personaje de Barbara, es este quien lleva adelante la trama. En cambio, en Cielo rojo, no. De entrada, Leon, el protagonista, se define como el que no percibe, no se da cuenta, no escucha lo que está pasando a su alrededor. Leon es un escritor egocéntrico, preocupado solo por su trabajo, por su prestigio, por la validación de un ego frágil y necesitado, al cual literalmente buena parte de la película los demás personajes que lo rodean (pocos, se trata casi de una película “de cámara”) se la pasan preguntándole (gritándole): ¿cuál es tu problema? El problema de Leon es Leon y cualquiera (el espectador, los personajes que habitan con él) puede darse cuenta de eso, menos él, por supuesto, que supone conspiraciones en su contra y solo sabe leer su contexto en la medida en que lo afecta a él.

En un principio, la película explota esta estrechez de Leon en favor de la comedia: “Yo no escucho ningún problema con el motor” dice Leon e inmediatamente pasamos por corte al auto largando humo; “No puedo ir a la playa porque tengo que trabajar” dice Leon y poco después lo vemos boludeando por la casa vacía y corriendo, cuando ve que su amigo ya vuelve, para llegar rápido a la computadora y poder poner cara de estar pensando mucho. Se trata, claro, de una comedia incómoda, inesperada por el tono frío (eficiente) que Petzold no podría dejar nunca. Pero comedia al fin. Por otro lado, el contexto también resulta inesperadamente plácido para el cine de Petzold: una casita de veraneo, la playa, una chica hermosa en vestido corto y amenas cenas al aire libre en las que se discute sobre el arte y el amor. Casi podría parecer una película francesa, si no fuera (de nuevo) porque Petzold decide atarnos a la mirada de Leon, el que nunca podría sentirse cómodo en ese contexto porque ni siquiera está cómodo consigo mismo. Fue a la playa, dice Leon, para buscar tranquilidad para poder trabajar y pensar en su novela. Todo lo que pasa una vez que llegan ahí, toda esa explosión fortuita de encuentros y de vida y de peligro también, todo eso no es más que una molestia para él. Cielo rojo no puede entregarse a la placidez del verano que muestra porque lo sigue de cerca y exclusivamente al pelotudo, ese que va a tirarse en la arena a leer el libro más gordo que tiene a mano, vestido de negro y manga larga desde los tobillos hasta las muñecas. Leon es el que se corta.

Y, sin embargo, la película señala constantemente esa escisión: el espectador de Cielo rojo no puede más que preguntarse, junto con el resto de los personajes, cuál es el problema de ese pibe. Apenas llega, sale a su encuentro el amor, y él no hace más que rechazarlo. Su amigo lo invitó para que pasaran unos lindos días en la playa y no se cansa (hasta que se cansa) de invitarlo a meterse al mar, y él no hace más que rechazarlo. Su editor decide acercarse hasta la casa para leer junto con él su manuscrito, y él no hace más que intentar explotarlo/convencerlo en su provecho. Un incendio forestal acecha constantemente como una amenaza roja, cada vez más cercana (fundamentalmente desde el plano sonoro, pero no únicamente) y él no hace más que ignorarlo: “Por suerte acá el viento sopla en otra dirección”, como si los caprichos del viento fueran garantía suficiente. Leon es, en definitiva, un personaje acechado: todo lo que excede su ego, todo lo que no es él, lo que está más allá y que él no puede controlar, todo eso le sale al encuentro y él lo esquiva hasta que ya no puede hacerlo.Supongo que todo espectador que mire Cielo rojo no puede dejar de preguntarse cuál es el problema de Leon (ese pibe que se esfuerza por estar siempre de mal humor incluso cuando está pasando unos días en la playa con amigos) pero de todas formas también puede entenderlo: no solo porque el poder de la narración impecable de Petzold propicia esa identificación con un personaje que, a fin de cuentas, también duda y cambia; sino también porque todos, en algún punto u otro, estuvimos cerrados, enfrascados en lo que creíamos que era importante, sin poder ver. Leon no es, a fin de cuentas, un idiota supino sino apenas un tarado: él se la pierde. Lo arriesgado, la gran apuesta de Petzold, es proponernos un protagonista exclusivo, una mirada que va a llevar adelante la película, que nos obliga a ponernos en uno de los lugares más incómodos dentro de nosotros mismos.

¿Te gustó lo que leíste? Ayudanos con un Cafecito.

Invitame un café en cafecito.app

Comparte este artículo

Otros ArtÍculos Recientes

Enterate de todo...

Recibí gratis todas las novedades en tu correo a través de nuestro Newsletter