El aprendiz

Por Federico Karstulovich

El aprendiz
Argentina, 2016, 80′
Dirigida por Tomás De Leone.
Con Nahuel Viale, Esteban Bigliardi, Malena Sánchez, Mónica Lairana y German De Silva.

Construcciones

Por Marcos Rodríguez

La parquedad probablemente sea una de las mayores virtudes de El aprendiz. Se habla en la película, pero no tanto y, en general, casi no se habla de lo que se está hablando. Hay charlas, hay momentos de intercambio (entre los pibes, con la minita), pero en esos momentos, que flotan como una nube de costumbrismo sobre una película más bien seca, las palabras no dicen prácticamente nada o, para ser más exactos, no dicen más que los gestos, el ambiente, la situación. Hay algunas excepciones, como el desafortunado diálogo en el que se explicita de forma innecesaria el detalle de la manera en la que prende los cigarrillos el protagonista, pero lo que prima es esa lógica: se dice poco de lo importante y, cuando se dice, es apenas con el filo de un par de líneas.

Lo que sí habla mucho (otro de los hallazgos de El aprendiz) es el paisaje. Para esto ayuda, por supuesto, el formato apaisado, que permite abrir la vastedad del espacio y ancla el sentido de lo que podrían haber sido simples planos de transición. La ciudad portuaria, gris, semi-industrial y semi-campesina, casi vacía, se levanta como una presencia ominosa por sobre la vida del protagonista, es el fondo siempre presente, con sus compuestos planos generales, de lo que podría haber sido una película claustrofóbica, egocéntrica y asfixiada.

El paisaje del pueblo replica el verdadero paisaje que filma El aprendiz: el paisaje que es su protagonista, lleno de una cartografía sutil y variada. La mayor parte de lo que vemos lo vemos en la cara de Nahuel Viale, pero, de nuevo, lo vemos apenas. El aprendiz de cocina casi no dice lo que piensa, mucho menos lo que siente, y sus gestos tampoco.

Elaprendiz Tomas De Leone

Todo se va construyendo de a poco, con un espacio (pero no una distancia) que le permite al espectador ir conociendo al personaje y, a través de este, a su lugar. Lo que la aleja, por el otro extremo, del minimalismo no es la supuesta trama criminal (esporádica, episódica) sino una tensión secreta que va creciendo y se va acumulando sobre el protagonista. Lo que termina por estallar hacia el final de la película de Tomás De Leone no es un robo que salió mal, una incipiente vida criminal que lo hunde, como arenas movedizas, en el pueblo. Lo que estalla es el propio protagonista; eso incluye la imposibilidad de comunicarse con su novia, el aire enrarecido del pueblo, la madre alcohólica y manipuladora, el padre ausente regresado, los sueños que no se van a cumplir, la violencia que lo atraviesa. Todo se ha ido posando sobre sus hombros, en los escasos 80 minutos de la película, como delgadas capas que no asfixian por sí mismas, pero terminan por ahorcar. Ese trabajo, ese meticuloso entramado de gestos chicos y situaciones claras, es lo que lleva a la trama hacia adelante, lo que le permite superar una simple pintura de personaje o pueblo para vislumbrar una narración más amplia, que tiene que ver con la construcción de una personalidad.

En esa construcción es fundamental el espacio (el pueblo hermosamente filmado), la historia (aludida, elidida, narrada de refilón en una escena corta con el padre), el trabajo (ese habitáculo casi siempre vacío del hotel, con sus esperanzas de pasión por lo que se hace), la relación con los demás (la pandilla de pibes a los que más que la amistad los une la costumbre) y hasta la posibilidad del amor.

No hay definiciones de cómo es Pablo, no hay caracterizaciones o funcionalidad. Es bueno, pero no tanto; es leal pero hasta ahí; es un poco más noble que el garca de su jefecito (construcción lograda aunque un poco disonante de Esteban Bigliardi) pero no por eso menos violento. Pablo es un poco como lo han hecho sus circunstancias y otro poco lo vemos construirse en su decisión final. Una huida nunca es noble, pero es, al menos, el inicio de una novedad: un gesto propio.

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