Last Christmas: otra oportunidad para amar

Por Amilcar Boetto

Last Christmas: otra oportunidad para amar (Last Christmas)
Reino Unido, 2019, 102′
Dirigida por Paul Feig
Con Emilia Clarke,  Henry Golding,  Michelle Yeoh,  Emma Thompson,  Lydia Leonard, Patti LuPone,  Ingrid Oliver,  Rebecca Root,  Sue Perkins,  David Mumeni, Davina Sitaram,  Jade Anouka,  Joakim Skarli,  Ritu Arya,  Ruth Horrocks, Peter Mygind,  Nasir Jama,  Helena Holmes,  Rene Costa,  Laura Evelyn, Joe Blakemore,  Martyn Mayger,  Jassie Mortimer

Domar a la fiera

Por Amilcar Boetto

Rasgos de contemporaneidad. Hay dos o tres rasgos formales comunes a varias películas contemporáneas. Empezar y comenzar las escenas cuando estas ya empezaron o todavía no terminaron, pero también el orden narrativo, como el problema de los planos de establecimiento que no son tales (es decir, en lugar de comenzar la escena con un plano de establecimiento, poner el plano de establecimiento luego de un primer plano). En definitiva, son lógicas que siempre responden a darle menos valor al plano y a la escena por sí misma, una lógica estructural que prioriza el todo ante el fragmento, pero a su vez los minimiza, los atomiza. En estas circunstancias el artificio emerge involuntariamente, la costura queda a la vista y el verosímil se resquebraja. Ante todo esto, Last Christmas responde con una primer escena interesante, donde hay un travelling in a la que será nuestra protagonista cantando una canción navideña y un juego de lagrimas en primeros planos entre sus familiares (a partir de esos indicios nos enteraremos que ella esta peleada con su familia). Más allá de la obviedad argumental, la escena escapa un poco del desprecio por el plano. En pocos minutos logramos sentir la identidad del cine de Paul Feig. Y esto suponía que podía venir algo bueno.

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Ella. Está claro que Last Christmas tiene un personaje interesante. Ese es Kate, nuestra protagonista. Hay algo en ella que se siente casi como un síntoma de época: su ansiedad, su estrés, su necesidad de estar llenando de chistes toda situación para no volverla agobiante, su carisma que está basado básicamente en su cinismo. Todas estas característica, imperantes en gran parte de los millenials, se amalgaman maravillosamente con esa tradición bien clásica de la comedia romántica (y también del musical) del personaje ecléctico y desastroso que se cruza con otro recto y contenido. El choque da pie a la comedia y los enredos. Emilia Clarke brilla durante los primeros minutos de la película. Parece que todo se sostiene en ella, como si en efecto cargara todo el peso de la película y derrochara carisma. Más allá de las líneas melosas de los diálogos y la música, y de la obviedad de los gags, Emilia Clarke sostiene con su rostro maquillado, su valija, sus caminatas rápidas y su tropezones a una la película que caerá. Es ella quien la mantiene viva, como si se aferrara a una tradición noble que la película invariablemente traicionará.

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Él. Si Emilia Clarke mantiene viva la película, lo que la mata y la hunde en cada aparición es Henry Golding. Y es que el choque que anteriormente mencionaba, entre el desastre de uno y la rectitud de otro, que funciona y es una tradición estructural desde La Adorable Revoltosa (Howard Hawks, 1938) o esa obra maestra del musical llamada Love me, Tonight (Rouben Mamoulian, 1932) en adelante. En Last Christmas no solo no funciona porque la rectitud de él parece inconmovible (tanto desde el guión, como desde la actuación), sino que además la película en ningún momento cree verdaderamente en que las características de Kate, desde su irreverencia hasta su tendencia al desastre sea algo bello o destacable. Y esto responde a un problema de lógica interna. Vayamos por caso al canon: la película tiene una estructura diametralmente opuesta a la de La Adorable Revoltosa. En aquella, el personaje positivista, recto y escéptico de Cary Grant terminaba cayendo en el huracán de emociones que representaba Katherine Hepburn. La rectitud y la corrección eran más bien captados por la incorrección: el personaje de Cary Grant terminaba por mandar a la mierda toda su corrección porque el personaje de Hepburn lo captaba y lo sacaba de ese círculo de compromisos y tareas, llevándolo a un mundo más amable en donde no se le debía respeto a nadie (no quiere decir esto que el personaje de Cary Grant era el único que cambiaba en la película, por supuesto que el personaje de Katherine Hepburn aprendía que era eso de amar a alguien y por lo tanto, que algo le importe). Por el contrario, en la película dirigida por Paul Feig, el remolino de emociones de Emilia Clarke es más bien rectificado y llevado a un mundo de lo políticamente correcto. El personaje de Golding es más bien algo que está para enderezar al de Emilia Clarke, es decir, neutralizar todos los rasgos visibles de carácter, convertirla en alguien “normal” (en la más siniestra de las acepciones posibles del termino). Por eso es que, al aproximarnos a la hora de película, Kate deja de ser ella y pasa a ser otro personaje, así como la película, decide ser otra cosa. Deja de ser una aparente comedia de enredos para convertirse en una comedia dramática de auto ayuda de sábado a la tarde, una película sobre la solidaridad, los buenos modales y la importancia de la familia. No hay aprendizaje, más bien hay negación de lo que se es y vergüenza por la historia de la tradición irreverente e incorrecta de un género amante del caos como la comedia de enrredos (curioso el dato de lo normativo: la película presenta a una pareja progre de amigos de ella que la albergan, para luego hacer que el personaje vuelva a pedirles perdón, como si hubiera hecho cosas tan graves como tener sexo). En este contexto, el ingreso del personaje de Henry Golding es el de la más pura y dura de las normas.

Last Christmas

Sobre el puritanismo. Otro de los grandes problemas del cine contemporáneo (algo con lo que somos particularmente insistentes en esta revista, pero incluso es algo que excede al cine y atañe a la cultura en sus diversos aspectos) tiene una relación directa con lo que mencionaba en el párrafo anterior, y es el despojo de la contradicción humana en los personajes, para convertir las películas en un panfleto discursivo. Eso que conocemos como corrección política, el puritanismo del siglo XXI. Esa vuelta de tuerca que tiene Last Christmas hacia el segundo acto es precisamente una vuelta de tuerca hacia los terrenos de la corrección. En la solución fría (pretendidamente sentimental) y analgésica del problema de Kate con su familia, su empleadora y su propia relación con el mundo, no hay confrontación, ni contaminación entre ambas partes, simplemente el asunto se resuelve como la revelación de una equivocación. Ella bebía, ella tenía sexo ocasional con quien se le cantara y decía las verdades que nadie se animaba a decir (¡que terrible!). No hay lugar para alguien así: no hay lugar para equivocarse (cometió errores, por supuesto, como todo ser humano, pero ¿hizo algo tan grave más que querer ser como ella quiera?), no hay lugar para la fiesta (cuando se niega a tomar otro trago -escena patética y puritana por excelencia-, contrastando a quien bebe con quien no lo hace).

Si bien, hay algo entretenido en que el personaje de la mamá de Kate (Emma Thompson) tenga que enfrentar este mundo moderno y globalizado, siendo una persona antigua que no conoce la diversidad, la película deliberadamente le da la razón a la moralina salvaje que indica que Kate tiene que cambiar y ser como su familia (y los demás) le exijan que sea: funcional. Porque qué es la corrección política sino un acto de conservadurismo feroz en el que hay que ser como nos imponen que seamos (en la dirección ideológica que sea). Se me dirá: “es porque es una película navideña, las películas navideñas siempre moralizan”. No es así. Pensemos en ¡Qué Bello es Vivir! En la película de Frank Capra se nos muestra que incluso un tipo a primera vista entregado, generoso, bueno y trabajador puede convertirse en una persona oscura para con su familia y para con aquellos que lo quieren. La emoción en esas películas se reconoce en el recorrido humano, en el cambio. Y eso es porque en esas contradicciones y enfrentamientos la experiencia humana se hace presente y permite alguna clase de empatía. Los finales de esta clase de películas no son simples epifanías sino que funcionan, más bien, como actos humanos de autoconocimiento, como conciencia de que algo se ha hecho mal. El perdón es emocionante, entonces, porque resuena en todos los que humanamente hemos pasado por él. En esos casos no hay neutralización frente a la norma y rechazo del mundo, sino más bien disentir, aprender a él y abrazar las diferencias.

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Gusto empaquetado. Lo veo en algunos musicales de Broadway. Lo veo en Michel Bublé, en ciertas cosas de Ariana Grande (particularmente todo lo que no tenga que ver con sus incursiones en el trap), en los remakes live action de Disney y en las películas de Rob Marshall. Ese algo, también lo vi, por momentos, en Last Christmas (no sé cuanto tenga que ver la incidencia de Emma Thompson en el guión), o quizás me predispuso mal el trailer de Cats antes de la película. Pero la verdad es que siento que esos productos funcionan como gustos empaquetados y prefabricados. Generadores de emoción desde el calculo, que la reemplazan por la sensiblería y la melosidad. Productos temerosos de la emoción verdadera (fíjense en la utilización de la música en Last Christmas y entenderán lo que digo), la que emerge de los aprendizajes y no de las bajadas de línea. Por eso el gesto imitativo, como si el pasado fuera un sistema de matrices replicables (como imitar las formas del musical clásico pero con una frialdad que asusta). Hay también una conducta evitativa: evitar la transición de un personaje, evitar la contradicción propia de la tridimensionalidad, evitar el romanticismo y suavizarlo para un publico adulto que no quiere que le muevan ninguna estructura preconcebida en su experiencia contemporánea. En definitiva, negar al cine como experiencia.

El final. Para hablar del final de Last Christmas creo que habría que escribir una nota aparte. Una nota que hable acerca de porque un plot twist que no deriva de ninguna pista dada previamente al espectador no puede funcionar. No solo es ridículamente inverosímil, sino que se siente como un desesperado intento de la película por forzar una emoción ausente o justificar un final, como ya había dicho antes, analgésico, un final cercano al ejercicio de auto ayuda. Lo curioso es que genera exactamente lo contrario: la película logra que todo lo que había construido deje de importar, por lo tanto que la emoción deje de ser posible (como habíamos dicho antes: la emoción en el cine clásico tiene mucho que ver con el recorrido Y acá se anula completamente esa experiencia). De hecho, con el final de sombrero, todo importa menos, la película se termina por desplomar por completo, porque una vez que la narración te traiciona a diestra y siniestra, toda la costura de la carpa de desploma. Y descubrimos que siempre estuvimos en el polo, en medio del frío, la nieve y el miedo a la vida. Asi de triste es el modo de relacionarse con tradiciones que supieron hacernos felices.

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