Mar del Plata 2020 – Diario de festival : El tango del viudo y su espejo deformante, Isabella, Atarrabi et Mikelats

Por Marcos Rodríguez

Dado que este año las circunstancias no permitieron que el Festival de Mar del Plata se llevara a cabo como siempre en la ciudad que le da nombre (ni en ningún otro lugar, en realidad), los espectadores nos encontramos liberados, con esa libertad absoluta y horrible que proporciona lo digital, simplemente a nuestros criterios. Ya no hay pasillos donde uno se cruza, charlas en una esquina, encuentros. El espectador, que se pasea por una página de internet, no se chocará con entusiasmos ajenos, reacciones en la platea, recomendaciones fervorosas, ni tan siquiera con el impacto que le causó un póster o con los caprichos que una grilla ajustada, atiborrada, que termina por obligarlo a perderse algunas películas (a preferir otras) e, inversamente, a encontrarse por azar en salas a las que entra, básicamente, porque le quedaba un hueco, porque le quedaba cerca, porque andá a saber. En la edición 2020, uno elige qué ver (si puede hacerlo) solo siguiendo su voluntad. Eso es bastante terrible. Habrá nuevas ediciones y habrá, esperemos, nuevos pasillos, pero mientras, algunas de las impresiones e ideas cosechadas frente a una pantalla solitaria.

Después de ver algunas pocas películas, que son de entre las pocas que creo que llegaré a ver este año (un festival es, además, un tiempo aislado de la rutina), me rindo ante una evidencia: elijo películas por su director. La nueva de Green, la “nueva” de Ruiz. Una nueva evidencia: elijo directores que si no son coherentes (qué palabra fea) son por lo menos insistentes: trabajan de una cierta forma y empujan siempre adelante. Sabía que quería ver la nueva película que dirigió Ruiz desde ultratumba, sabía que quería ver la nueva película del afrancesado de Green. También resultó que quise ver la nueva película de Matías Piñeiro: otro que insiste.

Fueron lindas sorpresas. ¿Sorpresas? Lindas películas.

Tango 1

Si había alguien que podía seguir haciendo películas después de muerto, era Raúl Ruiz. Sería un argumento muy ruiziano: un director de cine muere y se sigue manifestando en las pantallas del mundo desde el más allá. Había pasado con La telenovela errante (gloriosa) y ahora con El tango del viudo y su espejo deformante. Como si al prolífico de Ruiz (en internet su filmografía cubre supuestamente casi 120 títulos) todavía le hubieran quedado películas en el tintero, ahora se nos vuelve a aparecer esta, que según la información festivalera fue en realidad la primera película de ficción que filmó, allá cuando era joven (año ’67), cuando todavía vivía en Chile. Cincuenta años después, un mini equipo de producción, con Valeria Sarmiento (su colaboradora y viuda) a la cabeza, desempolvó las latas perdidas y armó con eso una película. El material no tenía audio (además de estar deteriorado) y no existía un guión, y a partir de eso, jugando con sordomudos, inventando, imaginando e incluso invirtiendo la casi totalidad del viejo metraje, nace una película que muy probablemente no se parezca a la idea original de Ruiz, y por eso es tanto más valiosa.

Si todo el juego de dirigir desde el más allá, de tomar materiales y reinventarlos, de seguir explorando caminos para el cine sin que el dato circunstancial de tener pulso o no sea una factor determinante la hacían una película ruiziana, lo más interesante de ver hoy El tango del viudo y su espejo deformante es precisamente que uno descubre, incluso a través de las capas de reconstrucciones y reinvenciones que supone este trabajo, que Raúl Ruiz fue Raúl Ruiz desde el principio. Para un autorista, incluso para uno que reniega de serlo, es algo que le enternece el corazón.

En 1967, en Santiago, Ruiz estaba lejos todavía de ser lo que fue: toda una filmografía, una vida de exploración, e incluso de reflexión. Faltarían décadas para que Ruiz formulara sus ideas, por ejemplo, en torno al cine chamánico y el estatuto de la imagen en el cine y, sin embargo, resulta evidente cuando uno ve determinados planos de El tango del viudo que ya hay ahí una cierta forma de mirar. Le falta desarrollo, le falta claridad (en el juego), le sobra tal vez un poco del estilo experimental de la época, pero está ahí. La atención a los detalles. La fuerza de determinadas imágenes (una peluca que corre por el piso, por poner un ejemplo). La atención descentrada. El diálogo lúdico. Las cámaras imposibles.

El tango del viudo y su espejo deformante es una película un tanto desconcertante, tal vez un poco áspera, divertida en su voluntad de jugar (aunque no necesariamente graciosa). Quien siguió a Ruiz va a estar feliz de verla, me gustaría saber qué impresión le causa a quien llegue a ella desde afuera.

Isabella Matias Pineiro

Isabella, la última shakespereada de Piñeiro, no solo me resultó linda, sino que me trajo un cierto alivio. Si bien nunca fui un devoto de Piñeiro, tampoco puedo negar que por momentos sus imágenes resultan hipnotizantes. Es cierto que no he visto a otros que filmen como él, y esa singularidad debe ser interesante, pero también es cierto que sus películas se me escurren entre las manos apenas termino de verlas. Mientras estoy frente a la pantalla, puede producirse algún hechizo (no siempre, pero a veces), pero terminado el hechizo descubro que no me interesaron nada. Esto era particularmente evidente con sus películas basadas en Shakespeare (que son casi todas las que hizo, si no me equivoco): un momento etéreo de cine que se desvanece en el aire.

Ahora llegó Isabella, según decían, la más “experimental” de sus películas. Primero: lo de experimental es bastante dudoso, por varias cuestiones que no me interesa analizar. Pero sí es cierto que, dentro de un parámetro ya bastante abstracto, esta parece ser su película más abstracta: hay largas secuencias de colores que se mueven, hay fragmentación, prácticamente no hay historia (antes tampoco es que hubiera tanta, pero por lo menos había una línea clara). En Isabella la única línea temporal clara es el cuerpo de María Villar. Lo demás son repeticiones, variaciones, juego sobre el juego. Todo lo cual no es nada nuevo.

La gran revelación personal que fue Isabella para mí es la medida (escasa) en la que se relaciona con el texto de Shakespeare. Hay algunas escenas (pocas) de Medida por medida que se repiten algunas (pocas) veces, y la cosa termina ahí. Como siempre, Piñeiro está interesado en sus actrices más que en crear personajes y esto es particularmente evidente en su nueva shakespereada. Como viejo tipo de Letras, vengo a descubrir que una de las cosas que me molestaba en las anteriores shakespereadas era precisamente que se planteaban como un juego sobre las obras de Shakespeare (canchero, claro, personal y muy moderno) pero con Shakespeare tenían que ver poco y nada. Las actrices de Piñeiro repetían parlamentos de sus obras pero bien podrían haber estado recitando la guía telefónica. Claro, sus bocas y sus voces no hubieran sonado tan hermosas solo recitando un listado alfabético de nombres y si hay algo que está claro es que Matías Piñeiro tiene un ojo afilado para la belleza. Por lo menos para una cierta belleza.

En Isabella, en cambio, la excusa Shakespeare termina de diluirse sin culpas: hay dos actrices que recitan algunos parlamentos de Medida por medida, pero lo que importa es definitivamente otra cosa. Vemos a las actrices actuar y ahí está todo. No en qué dicen. Liberada de la excusa Shakespeare, la película de Piñeiro se entrega plenamente la abstracción: belleza por todos lados, colores púrpura, piedras, actrices, reflexiones sobre la incertidumbre.

La cosa flota en el aire y eso era lo que buscaba plasmar.

Ssiff33049 Atarrabi Et Mikelats

Solo un tipo que tiene ideas muy claras podría haber filmado algo como Atarrabi et Mikelats. Hay una genealogía que explica a Eugene Green, y que pasa un poco por Raúl Ruiz, otro poco por Manoel De Oliveira, pero no mucho más, más allá de la pista portuguesa y un tanto Straub/Huillet. Es una genealogía corta y bastante excéntrica. En este caso, Green toma su método Green (ese que nos gusta a los que nos gusta Green: planos frontales, actuaciones antinaturalistas, un cierto ritmo de palabras y de planos) y lo aplica a la leyenda vasca de Atarrabi y Mikelats: dos hijos que la dios Mari (la Naturaleza, la Tierra, el Todo) tuvo con un mortal y que termina por entregar al Diablo (su subordinado) para que los críe. Adultos, uno decide quedarse con su mentor y alcanzar la inmortalidad, mientras que el otro sale al mundo e intenta conseguir la salvación. Se trata de contenido arcaico, hermoso y simple.

En algún punto, esa simplicidad es la que parece cuadrar tan bien con el método Green para filmar. Hay una sofisticación engañosa en el cine de Green: muchos de sus personajes hablan como disertantes, se permiten diálogos imposibles, sutilezas arquitectónico/románticas que no podríamos definir más que como afrancesadas. El antinaturalismo de su puesta le permite abarcar temas amplios, abstractos. Pero en realidad la sofisticación de su forma de filmar tiene que ver con reducir los elementos de su cine a piezas simples: el antinaturalismo nos suena estilizado (forzado, y por eso sofisticado) porque se opone a convenciones que nos resultan naturales cuando, obviamente, no lo son. Pero el suyo es un trabajo que, en definitiva, termina por reducir el cine a unas pocas formas de filmar. Lo cual obliga a trabajar, en realidad, de una forma bastante directa.

La historia de santidad y pecado de Atarrabi et Mikelats es una historia vieja, que se plantea en términos sencillos: dos hermanos que representan el lado del Diablo y el lado de Dios (o, para ser más precisos, de la búsqueda de Dios). Eso se plantea en la película de Green sin sutilezas y sin engaños: no hay trucos, tramas o música tejidas en la película para seducirnos, para que aceptemos un cuento que está lejos de los cuentos que solemos ver en cine hoy. Esa simplicidad potencia la historia y potencia la película.

Dotar a ese mito de una plenitud de sentido es, precisamente, la genialidad de Green.

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