Proyecto Florida

Por Andrés Nazarala

The Florida project
EE.UU., 2017, 115′
Dirigida por Sean Baker
Con Brooklynn Prince, Willem Dafoe, Bria Vinaite, Caleb Landry Jones, Mela Murder, Valeria Cotto, Christopher Rivera, Macon Blair, Sandy Kane, Karren Karagulian, Lauren O’Quinn, Giovanni Rodriguez, Carl Bradfield, Betty Jeune, Cecilia Quinan, Andrew Romano, Samantha Parisi, Gary B. Gross

Disney ya no nos quiere

En los últimos años, Nan Goldin se ha dedicado a fotografiar niños. La gran retratista del micromundo yonqui del Nueva York de los 70, compone ahora obras sobre infantes en distintas situaciones de intimidad. Su intención es develar los misterios de la infancia (“No recordamos nada antes de los 3 o 4 años. Los niños son de otro planeta”, dijo en una entrevista) y también, como en todo su trabajo, encontrarse a sí misma a través de otros (nunca fue madre). Pero, más allá de las motivaciones y argumentos, hay en esas fotografías un correlato con sus viejas postales. Vemos niños en camas deshechas, jugando en ropa interior, maquillándose, abatidos en bañeras, mirándose al espejo. De alguna manera, los universos de Goldin encuentran una cohesión a través de patrones formales y surge una idea: todos esos adictos del pasado, la mayoría ya muertos, eran como niños, lúdicos, espontáneos, tentados, viviendo el momento. La artista, probablemente sin saberlo, complementa ahora el salvajismo de sus viejas fotografías con dosis de ternura y empatía.

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Los protagonistas de Proyecto Florida son niños inmersos en un mundo de adicciones y violencia. Niños que viven con padres tan inmaduros como ellos en un motel ubicado en ese estado del sur que le da el nombre a la película en cuestión. Pero este motel, para agravar la decadencia, está ubicado muy cerca de Disneyworld. En resumidas cuentas funciona como un negativo perfecto, una suerte de lado B de ese gran sueño americano. Pero los niños que protagonizan el cuento saben menos de Mickey Mouse que de prostitución y supervivencia (y bastante de sobreadaptación a los hechos). Y sin embargo, (casi) nada de lo que les pasa logra abatirlos porque el juego es más importante que los problemas. Uno de los mayores logros de la película de Sean Baker es que la sensibilidad con la que encara el relato y el tono que le imprime rompe con el cliché de niños sensibles que contemplan un drama de adultos. Pero también con otros vicios comunes en el cine centrado en personajes menores de edad, como por ejemplo la omnipresencia del guionista en sus diálogos y acciones en donde la declamación busca la filiación moral forzada y directa con los personajes en vez de dejarlos ser. Los niños de Baker no actúan como adultos. Son libres, lúdicos, desordenados, caprichosos, completamente reales.

Florida Project

De esta manera el director encuentra altas dosis de verdad a través de un grupo formidable de no-actores, con la excepción de un oscarizado Willem Dafoe -haciendo del administrador del motel que también tiene algo de figura paterna lejana- que se adapta perfectamente a la naturalidad de los demás personajes, sin resaltar (algo parecido había pasado con Robert Pattinson en la excelente Goodtime, sobre la que hablé aquí). Esa idea, la de estar presenciando un pedazo de realidad, es también sostenida por Baker a través de una propuesta narrativa centrada en los pequeños asuntos del día a día y no necesariamente en la construcción de un arco dramático tradicional. No hay en Proyecto Florida la imposición de una historia única, sino que, acorde a la libertad de su propuesta, busca acoger la deformidad de los acontecimientos cotidianos sin sentenciar. Ese flujo de pequeños hechos no admite camisas de fuerza narrativas mi moral que emita juicios. Los personajes de Baker parecen seguir respirando después de los créditos finales. Y nosotros con ellos.

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A propósito de esa aproximación cuasi-documental a la ficción (y para retomar a Goldin), lo excepcional de Baker siempre ha sido la forma en que retrata a sus personajes marginales -digamos, cómo convierte a sus adultos en niños- lejos de todo intento de paternalismo o condena. Los vuelve dignos exhibiendo sus bajezas, vicios y miserias (y si no son propias al menos a las que quedan expuestos). Aunque siempre tienen disputas salvajes y problemas que en muchos casos nos resultarían insoportables de tolerar en nuestra cotidianeidad, nunca se instala sobre ellos la gravedad. Por el contrario, las películas de Baker pueden funcionar como comedias costumbristas que, de tanto en tanto, nos golpean con pequeñas epifanías terrenales, no exentas de poesía. En este caso, un final enigmático e inesperado que cierra un largometraje fascinante que podría no terminar nunca.

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