Sin nada que perder

Por Fernando Luis Pujato

Sin nada que perder (Hell or High Water)
EE.UU., 2016, 102’
Dirigida por David Mackenzie
Con Chris Pine, Ben Foster, Jeff Bridges, Gil Birmingham y Katy Mixon.

Welcome to Texas

 

Por Fernando Luis Pujato

“La necesidad de la ley no ha estado nunca más próxima de la necesidad de una moral; jamás tampoco su antagonismo ha sido más claro y más concreto”

André Bazin
¿Qué es el cine?


Cuatro muertos, dos de ellos en el asalto a un banco, los otros dos en un tiroteo en la montaña, y una golpiza en una estación de servicio. Esta es toda la violencia explícita que se desata en un sitio donde todavía funciona el imperio de la ley, dentro de un film inclasificable salvo para publicitarlo con etiquetas del tipo “thriller with punch” y cosas por el estilo, o encerrarlo en un género determinado (thriller, western, neo western…) o, lo que es peor incluso, difuminarlo con la sentencia de siempre: es una mezcla de varios géneros.
Todo esto es tanto una comodidad expositiva como la secreta esperanza de encontrar la categoría con la cual atravesar el film -y eventualmente escribir sobre él- sin dudas ni sobresaltos; no debería ser así. Al menos no lo debería ser para Sin nada que perder que no pone en escena ni dicotomías absolutas ni metáforas acerca del mundo, que no trabaja -manipula sería la palara exacta- con la crueldad y mucho menos con un reflejo especular. Esto es: no hay buenos versus malos, no existe nadie ni nada que encarne metafísicamente el Mal, la muerte no es un agónico sufrimiento sino un morir tan frío y seco como el suelo donde se muere y, salvo que uno sea un servidor de la ley o un asaltante de bancos, y además no reniegue de ninguno de estos oficios que le ha tocado en suerte, no puede haber identificación alguna; aunque si tal vez una suerte de empatía. Pero esta, en todo caso, se encuentra dentro del film, de manera explícita como el abogado que asesora a los hermanos Howard acerca del levantamiento de la hipoteca que pesa sobre su rancho y les sugiere que la propiedad pase a un fideicomiso que controle el mismo banco al que le robaron o, un tanto más soterradamente, como los lugareños a quienes no les importa que alguien robe al banco que les ha robado desde hace “treinta años”; pero esto no significa más que esto.
En la secuencia en la cual los dos rangers a cargo de la investigación se encuentran cómodamente sentados en la vereda de un pequeño pueblo del oeste texano frente a una pequeña sucursal del Texas Midlands Bank aguardando por los hermanos con la (casi) certeza de que intentarán asaltarla, Alberto señala al edificio, con el dedo índice de su mano derecha ¿o izquierda? extendida parsimoniosamente, diciendo algo así como “ellos tienen la culpa”. Pero esta frase contundente es, en realidad, el final de la respuesta a su compañero Marcus quien había dicho que estos pueblos están empobrecidos desde hace ciento cincuenta años; el inicio de la respuesta es: hace ciento cincuenta años mis antepasados eran los dueños de este lugar. Aquí se encuentra, tanto formal como discursivamente, el núcleo de Sin nada que perder, una escena que transcurre sosegadamente, con un par de planos medios variando el ángulo de la escena según hable uno u otro de los personajes, y un diálogo estableciendo un fuera de campo que no solo es el leimotiv de gran parte de la historia de los EE.UU. sino también el del film: la pertenencia a la tierra donde se ha nacido o se ha elegido vivir.
Se pueden buscar otras escenas y planos, como el plano medio de los dos hermanos mirando el horizonte en un rojizo atardecer y después empujándose y correteando juguetonamente porque tal vez mañana mueran por intentar mantener el rancho de su familia a salvo; no hay sonido en esta escena que suspende un incierto y temerario futuro por un breve instante de irredimible felicidad. Se puede mencionar también la escena en la cual Toby, el menor de ellos, le explica al ya jubilado ranger Marcus que planificó los robos -pero no las muertes que se sucedieron- por la sencilla razón de que no deseaba para sus hijos el futuro de miseria que había sido el pasado de todas las generaciones de su familia; el leve contrapicado sobre Toby con su rifle en mano apoyado en un poste de madera de una casa que ya no es suya porque la ha cedido a sus hijos y el leve picado sobre Marcus que escucha atentamente y cuya única respuesta es achacarle las muertes señalan, formal y dialógicamente, quien domina la situación, al menos en ese momento. Hay otras cuestiones circundando el vórtice del film, ahí está la secuencia en el casino donde los hermanos van a cambiar por fichas el dinero robado y Tanner, el mayor de ellos, cuando abandona la mesa de póquer donde estaba jugando se enfrenta cara a cara, literalmente, con un comanche a quien momentos antes le había llamado “jefe”; la utilización del primer plano -y son muy pocos en el film- adquiere aquí un sentido específico, el combate con el enemigo desde hace siglos atrás sólo se puede dar, sin infringir la ley, a través de los rostros o, no tan paradójicamente, por medio de un juego de cartas. Ahí está también la escena donde Roberto y Marcus deben soportar pacientemente a una camarera que lleva trabajando cuarenta y cuatro años en el mismo local cuando les indica aquello que no pueden pedir, es decir, el único plato que pueden elegir; con sutiles cambios de plano y siempre tomando a la camarera con un leve contrapicado pues la cámara se encuentra a la altura de la mesa no hay ninguna duda sobre quien controla el contexto gastronómico. Ambas escenas transcurren en un espacio cerrado como lo puede ser un casino o un comedor o como se le quiera llamar a un sitio donde sólo se puede ordenar un trozo de carne acompañado con té helado -una excentricidad texana seguramente. Ambas nos informan, a través de la tensión y una pizca de comicidad, de un lugar donde el pasado lejano y no tan lejano en realidad nunca ha sido un pasado. Hay muchos más ejemplos pero debería ser suficiente con estos.

Suficiente para señalar que el registro formal de David Mackenzie no sólo nunca pierde su elegancia sino que se encuentra siempre a tono con el espacio y con lo que ocurre en ese espacio. ya sea un estallido de violencia o una huida o una persecución no hay una aceleración frenética a fuerza de insertar un plano cada siete segundos o un plano secuencia acelerado o el habitual ping pong de plano contraplano. Sí, el guion es tan preciso como la elección de la banda sonora pero esta, en ningún momento, se inmiscuye atropellando las escenas sino que las acompaña matizándolas; y Outlaw State of Mind sonando en ese final se lleva aquí todos los créditos. Sí, las actuaciones son impecables, ninguno de los personajes se destaca por encima de los otros y aún cuando Jeff Bridges logra una composición extraordinaria por fuera de sus desbordes habituales sus colegas no le van en zaga, cada personaje encuentra su lugar y sus momentos en el film. Si, aquello que se dice es importante -hasta en esa suerte de retruécanos que se da entre los dos rangers siempre hay claros indicios de algo que va más allá de un intercambio de frases ingeniosas- pero también lo es aquello que no se dice; las imágenes, por supuesto. Estas, las imágenes, son en definitiva lo distintivo del film, nada menos que la puesta en escena del estado de un mundo acotado al oeste de Texas, aunque lo que sucede hoy ahí comenzó en los inicios del siglo XVIII cuando los Pilgrims desembarcaron del Maryflower en Massachusetts, y quizá antes también. El despojo y la humillación nunca se fueron, tan solo han cambiado sus formas. La amistad y esa elusiva noción llamada amor pueden o no haber cambiado sus formas, pero siguen mitigando el dolor y la desgracia en el presente de una tierra siempre por disputar.

 

 

 

 

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