Dos delirios cinéfagos: Sandler x Truffaut

Por Federico Karstulovich

A veces nos levantamos en medio de la noche. Escribimos. No podemos volver a dormir hasta 16 horas después. Pero también dormimos 10 años. O viajamos en el tiempo con nuestra memoria cinéfila que es, a veces, lo único que nos queda. No podemos pedirle coherencia a eso que decimos. O podemos pedirle, apenas, corazón (más y mejor que el odio). Por eso, en nuestra memoria, el cine es alimento. Lo comemos entre sueños. De dos delirios cinéfagos insomnes nacen estos dos pequeños textos: Truffaut y el melodrama y sobre Sandler y sus perfectas comedias románticas, como ya no hace desde hace mas de una década. No hay coherencia en el sueño. Apenas encuentros.

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No sé lo que quiero, pero lo quiero ya

La mujer de la próxima puerta (traducción-engendro del más correcto la mujer de la casa de al lado, Truffaut, 1982) es una fantasía desalmada de amour fou y cosha golda de orígenes melodramáticos casi circenses, donde hay desde desmayos de amor hasta miradas con puñales y todo.
El encuentro casual de los amantes, vecinos circunstanciales, reunidos por el azar, en el contexto de la falsa pax burguesa (porque ambos están casados y hasta ese encuentro, felices; porque el pasado pasional de lo que existió entre ambos es mas fuerte que la cama calentita y las tostadas recién hechas) de la casa de familia, detona el peligro: la fatalidad siempre hiperbólica entre Bernard y Matilde y su amor desatado, exacerbado, amor-demonio de tasmania, que se lleva puesto a todo lo que rodea. Truffault ya venia de otro amor loco, con  La historia de Adela H. Pero aquí, sin hacer una película de época, apelando a las premisas del romanticismo literario (aquel que asocia amor al acto de fundición en el otro, soldadura cárnica), se traslada al presente convocando al melodrama decimonónico como exorcista. Nos sorprende de cachetazo con el relato enmarcado de la tragedia con una evocación en tono policial que comienza en… una cancha de tenis (¡!) para establecernos en el terreno del cotidiano contemporáneo, como si Truffaut quisiera recordarnos que el siglo XX, aun en sus ultimas décadas, puede entregarnos esas formas aparentemente olvidadas del amor.
Y dado que en toda tragedia se está ante la consumación del deseo o la muerte (así de adolescente, así de inquieta es la quinceañera), le petit François se la juega por evitar el dilema de la artificiosa dialéctica: aquí la consumación del deseo es la muerte y la muerte hace a la consumación del deseo. Así, la tragedia, desliga su estamento clásico (aunque parezca remotamente) y se convierte en un grito desaforado de incomprensión. El amor entre Matilde y Bernard no es un amor trágico porque no es un amor de este mundo: es un amor amorfo y extraterrestre. Este amor tanático vincula a Truffaut con David Cronenberg (en especial el de M Buterfly y Pacto de amor), ahí donde no hay resolución posible entre el contigo y el sin ti..
Huracán de pasiones sirkeano (Douglas Sirk, otra influencia visible) vuelven los ecos de ese amor-monstruo híbrido de dos cabezas, ecos de los gritos de ese sujeto doble conformado por Heathcliff-Cathy en Cumbres Borrascosas. Porque el azar hace eso con los que se repelen como actos de reacción nuclear: en algún momento los junta químicamente. Y se cargan la hipocresía del mundo que los rodea, como si nadie más que ellos existiera.

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Someone to grow old with

Aunque se haya convertido en un payaso con algunas de sus películas de los últimos 15 años -de Golpe bajo y Click a Misterio a bordo podemos encontrar muchas-, Adam Sandler logró ser alguna vez dulce&melancólico al mismo tiempo con un puñado de cuentitos entrañables. Una de sus mayores apariciones, Como si fuera la primera vez -vaya coincidencia- también contó con la presencia de Drew Barrymore, por lo que podemos sospechar un agenciamiento de potencias inusitadas a la hora de mezclar amor con canciones populares.
Habrá que pedirle a la memoria un proustiano esfuerzo para retrotraerse al estreno, allá por 1999 de La mejor de mis bodas, una comedia romántica relegada al olvido, que es preciso salvar. Los adictos de las películas de cable a medianoche lo saben, hay rescates que acarician como frazadas, que nos tapan y nos permiten acurrucarnos entre sus pliegues cuando estamos tristes o mareados de tanta inconducta cotidiana, de tanta desmemoria emocional.
En las películas de Adam Sandler la música popular de los 80’s, el pop de Madonna y The Cure, está lejos de comportarse como un dislate nostálgico. Cada tema suena como debe sonar toda canción pop: no como una declaración de amor o confesión de pérdida, sino como una lengua alguna vez perdida, hoy recuperada. Sandler, como compositor y letrista, hace dos cosas interesantísimas con las canciones de la película: invierte o desplaza su uso ordinario (la abulia del tema de amor standar) para dotarlo de nuevos significados. Inventa baladas a años luz de cualquier amorismo banal justamente porque hablan del proceso más difícil: crecer juntos. Adam, como ente actor-productor-autor (no dirige pero casi…), trabaja sus canciones con una figura retórica muy útil: el oxímoron. Baladas tontas de melodía pegajosa cantadas con odio y resentimiento. A su vez, compone canciones románticas plagadas de comentarios escatológicos sobre la vida en pareja, lo anti-amoroso. Ni hablar cuando versiona “Holliday” de Madonna en franca clave de melodrama de Cecil B. DeMille.
En La mejor de mis bodas (traducción opiácea del original The wedding singer) además, somos testigos de una curva dramática que comienza bien abajo, ahí donde se junta la mugre en la suela y se eleva tan alto que el clímax de la película se da en un avión con la canción-peluche “I wanna grow old with you”, un producto sandleriano 100% donde la frase final de la canción es “Si hasta te dejaría manejar el control remoto”. El despecho como maremagnum sensacional (por las sensaciones encontradas) encuentra en la película de Adam Sandler, una salida estrepitosa y lucida: el abandono experimentado con humor e ironía.

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