El bastardo

Por Rodrigo Martín Seijas

The Promised Land / Bastarden
Dinamarca-Alemania-Suecia/2023, 127′
Dirigida por Nikolaj Arcel.
Con Mads Mikkelsen, Simon Bennebjerg, Amanda Collin, Kristine Kujath Thorp, Hagberg Melina y Gustav Lindh.

La aventura

En el cine de los últimos años, abunda la pretenciosidad: ahí tenemos las filmografías de Christopher Nolan y Denis Villeneuve como ejemplos de lo que implica pararse en un pedestal temático y/o formal, que muchas veces no se condice con resultados concretos, porque al fin y al cabo pareciera importar más la pose que contar una historia. El bastardo era una seria candidata a caer en esa carátula, más que nada por sus ambiciones: unir la épica histórica, el drama íntimo, el western, las intrigas palaciegas, el romance, el estudio de la psicología masculina y hasta la lectura sociopolítica, todo en un relato. Pero ocurre un pequeño milagro: esas ambiciones están a la altura de los logros, en buena medida porque la película nunca se la cree.

El argumento tiene su complejidad, por más que los conflictos de fondo no dejan de ser simples. Estamos en el año 1755, un momento donde las naciones todavía buscaban establecer sus límites apelando a la exploración, el descubrimiento y el colonialismo. En esa coyuntura, un capitán del ejército llamado Ludvig Kahlen (Mads Mikkelsen), tiene la intención de instalar una colonia en Jutlandia, en los páramos daneses, donde solo hay tierra pelada y aparentemente imposible de cultivar. Su objetivo de fondo es acumular méritos para obtener un título real, una distinción que le permitiría esconder sus orígenes humildes, que incluyen el ser un hijo bastardo precisamente de un noble. Sin embargo, se encontrará con la oposición de Frederik de Schinkel (Simon Bennebjerg), el gobernante de la región, que toma la tierra como propia y hará todo lo posible para impedir que Kahlen -y la comunidad que se forma bajo su liderazgo- hagan pie en el territorio. Esa rivalidad entre ambos conducirá a una pequeña, pero cruenta guerra, que Kahlen peleará en varios frentes, porque su enemigo no solo será de Schinkel, sino también el entorno natural hostil que pretende colonizar y, en buena medida, él mismo.  

Hay un logro, que es en sí básico, pero al mismo tiempo muy relevante, por parte del director y coguionista Nikolaj Arcel, que adapta un libro de Ida Jessen, a su vez inspirado en sucesos reales. Este es el presentar los distintos niveles de conflicto en pie de igualdad, logrando una confluencia y retroalimentación entre sí, sin que uno se imponga sobre el otro. La clave, en buena medida, pasa por una puesta en escena y una narración donde el paisaje es el verdadero conductor, lo que lleva a que solo en algunos pasajes puntuales se recurren a diálogos de carácter didáctico. Y si la historia dejaba todo servido para la grandilocuencia y la solemnidad, hay una combinación de elegancia y brutalidad en las atmósferas que le permiten eludir ese camino. Lo que se impone es la gestualidad concentrada de los personajes, en especial de Mikkelsen, que hace casi todo desde el rostro: pasa, progresivamente, de la inexpresividad -lo que acrecienta el enigma sobre qué es lo que realmente impulsa sus acciones- a una emocionalidad creciente, lo que potencia la empatía del espectador, por más que varias de sus decisiones son realmente cuestionables o hasta incomprensibles. Su interpretación es, francamente, estupenda, confirmándolo como uno de los mejores actores de los últimos treinta años.

En El bastardo se pueden detectar rastros del John Ford de Más corazón que odio, del Howard Hawks de Río Rojo, del Martin Scorsese de Pandillas de Nueva York y del Paul Thomas Anderson de Petróleo sangriento, por citar apenas algunos nombres. Pero también hay una tonalidad distintiva, que quizás tenga que ver con su origen danés. Entre la fisicidad y la frialdad, pero también la aventura con aires épicos y hasta operísticos, Arcel encuentra para su film un lugar propio. Y si bien se podrá objetar que ese villano que es Schinkel bordea la caricatura, posiblemente esto sea así porque a la película le interesa más la lucha de Kahlen con él mismo, con cómo conviven sus ansias afectivas con su obsesión por ser alguien más, alguien superior y reconocido por la autoridad monárquica. Y hay que agregar una virtud más para El bastardo: si todo estaba dado para que fuera una película de tres horas o más, prefiere ser concisa y dura apenas algo más de 120 minutos. Esa economía narrativa también se relaciona con cómo Arcel entiende que, en el fondo, lo que cuenta es un conflicto mínimo, fundamental y muy humano: el de un sujeto que encara una aventura tanto exterior como interior, donde pone en juego el alma entera.

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