El niño y la garza

Por Luciano Salgado

The Boy and the Heron / Kimitachi wa Dō Ikiru ka
Japón, 2023, 124′
Dirigida por Hayao Miyazaki

¿Y ahora qué?

Hayao Miyazaki recorrió un largo camino sobre el cual siempre es tentador volver. Lo digo porque los críticos perezosos pueden comportarse como empleado bancario en microcentro en la hora de la comida: rajan a comer lo conocido (milanesa a la napolitana con puré de papas) y luego vuelven, felices, porque no hubo motivo para preocuparse. Una minuta es eso: además de un punteo de ítems es, también, algo que puede hacerse en pocos minutos y que está tan estandarizado en la práctica que puede realizarse con los ojos cerrados y dentro de un baúl con candado en la pura oscuridad.

El niño y la garza es, en términos visuales, una película deslumbrante, como podría decir un diseñador de interiores con profusión gástrica por expeler adjetivos y adverbios. Pero no hacemos interiores por estos lares. Y si el cine fuera cine por su función decorativo-visual, entonces el canon estaría dominado por los vendehumo del preciosismo. Miyazaki, durante años, no tuvo nada que ver con esa porquería. Se apartó de ese caliz gracias a tener los pies sobre las nubes y darle bola al universo Ghibli y al suyo en particular. El problema, como bien venimos diciendo hace rato en estas páginas, es el autorismo, la identidad, la au-to-ri-dad, que convierte en sacrosanta a la palabra propia y encierra a las personas en cárceles de las que no pueden salir. Esas cárceles están construidas de palabras ajenas e imágenes propias. Y ahí estamos hoy, como si no hubiera pasado casi un cuarto de siglo, con el mismo problema que Miyazaki evidenciaba allá por el 2001 con El viaje de Chihiro (para más datos recomiendo leer la excelente nota que hicimos en este dossier sobre el estudio Ghibli).

El niño y la garza adolece de todas y cada una de las marcas de Miyazaki, quien había encontrado en la mencionada película del 2001 su propia angustia creadora, su propio espejo de los tópicos magnificados (es decir, su La ciudad de las mujeres, si pensáramos un paralelismo con Fellini, una influencia que da vueltas por Miyazaki indecorosamente). El problema es que no se puede volver dos veces al mismo lugar haciendo de cuenta que el tiempo no pasó. Porque el tiempo pasa y las obras también. El problema, a ver si logro explicarme, ni siquiera es la obsesión con los temas: Clint Eastwood no se mueve de los mismos temas hace mas de medio siglo como director, sin embargo sus temas mutan en el tratamiento, porque el nonagenario llegó a comprender que crecer también es morir un poco. Miyazaki vuelve a los mismos temas (panteísmo, representación secularizada de figuras religiosas, el gran pattern narrativo del viaje al otro mundo, la obsesión por el miedo al crecimiento, el duelo ante la muerte de los padres, la mirada reaccionaria y nostálgica despreciativa del mundo urbano de la posguerra y la reivindicación de la cultura ancestral, el ecologismo desesperante) pero no hay vida ni variación sino consolidación de lo conocido y repetición ad infinitum.

Paradoja miyazakiana que se produce con el visionado de El niño y la garza: si conocemos todos los tópicos y códigos, la película se vuelve previsible y sabemos todo lo que va a pasar paso a paso; como contrapunto, quien desconoce el universo Miyazaki se ve sometido a un caos y una arbitrariedad narrativa galopante (“es un autor, el cine de autor es así” escuché al salir del cine). Perdido entre un clasicismo para unos pocos y un autorismo aceptado acríticamente, la última película de Miyazaki no solo es la peor de su carrera. Es, probablemente, la que vaya a consolidar su obra por segunda vez cuando reciba un nuevo Oscar, con una figura encargada de ser su nuevo carcelero en una jaula cada vez más grande e inexpugnable.


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