Carmel: ¿Quién mató a María Marta?

Por Federico Karstulovich

Argentina, 2020, 4 episodios de 55′
Creada por Alejandro Hartmann y Vanesa Ragonne
Con Carlos Carrascosa, Horacio García Belsunce, John Hurtig, Irene Hurtig, Diego Molina Pico, Pablo Duggan, Rolando Barbano

Los espejos y la especie

El modo de encarar los misterios policiales de buena parte de la produccion argentina cree estar bajo la influencia borgeana (como evidente resultado cultural de lo que se produce en esta tierra: Borges nos inventó a todos). Quizás sea esa influencia aquella que terminó de escribir en nuestra cabeza el modo retrospectivo de entender a lo policial visto desde una perspectiva argentina. En su ya mítico texto sobre el cuento, Ricardo Piglia describe la programática borgeana. Un cuento siempre narra dos historias, “para Borges la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la esencial monotonía de esa historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. (…) La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. (…) Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar. El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la busca siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta.” sostiene Piglia.

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La pregunta, al finalizar Carmel: ¿Quién mató a María Marta? es entonces otra: estamos ante un policial o simplemente ante la construcción cifrada de otra cosa que, en todo caso, utiliza al policial como excusa? Si le hiciéramos caso a Piglia bien podríamos pensar que “las maniobras que construyen perversamente la trama secreta con los materiales de una historia visible” bien podrían referir a la necesidad del armado del caso público. Y que en el fondo la serie tiene menos preguntas sobre el caso que sobre el proceso de su representación pública. Esto convertiría a Molina Pico, por ejemplo, en uno de los demiurgos de esas maniobras. Y la serie dejaría expuesta, sin tapujos, la condición necesaria de toda construcción mediática: el armado del artificio de lo real. A ver: al final de cuentas la misma serie hace esa declaratoria de principios con el último plano, que, recorrido de travelling out mediante, revela el juego de espejos final: la puesta en escena (de la serie) dentro de la puesta en escena (del juicio y del caso) dentro de la puesta en escena (de la escena del crimen), como si en su reflexividad de manual la serie nos recordara que todo puede falsearse. Pero aquí no sobrevuela el espíritu de Welles ni de Kiarostami, sino de Borges, acaso uno de los grandes falsarios literarios que hayamos podido concebir en esta llanura de los chistes.

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El asunto es que ese atisbo reflexivo con el que la serie juega lateral, parcialmente (sus reenactments no son precisamente reveladores de nada, sino más bien un complemento a las cabezas parlantes que dan testimonio) nunca termina por transformar en anécdota el problema de narrar, sino que pareciera, bajo toda circunstancia, convencernos de la posibilidad de estar testimoniando un whodunit. Aclaremos que de por si no debería mediar problema alguno porque esto fuera así: se trata de la forma más anticuada y clásica del policial pero al mismo tiempo también es de las formas más previsibles. El punto es que al mismo tiempo la serie juega a ser un noir, en donde las respuestas pueden considerarse dadas pero lo que importa es el sistema de vínculos, las relaciones de poder que funcionan por debajo. En este sentido la serie también busca desmarcarse de esa vieja tradición del policial que busca al asesino y al móvil.

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Ahora bien, cabe preguntarse entonces: estamos ante un policial clásico, de esos que nos habilitan al giro de tuerca final que revele a el/los responsable/s del crimen? Estamos ante un policial negro que nos muestra el la sordidez del mundo de contactos de la clase alta o estamos ante una figuración reflexiva sobre el acto de mirar, pensar y representar públicamente al crimen de una mujer en el marco de una sociedad que estaba saliendo de una crisis económica de a poco? Quizás el mayor de los problemas de Carmel: ¿Quién mató a María Marta? es que pretende hacer las tres cosas juntas: narrar un misterio, describir una operativa del poder y deconstruir y preguntarse por los procesos de representación y mediatización en un contexto especifico como el del agitado 2002. Pero es aquí donde aparece la pregunta clave: es nuevo algo de todo esto? Quizás no: más bien nos resuena a material conocido. Incluso las formas más reflexivas del cine y la televisión hoy no nos sorprenden. Entendemos, si, que ese movimiento podía suponer un mecanismo de ruptura varias décadas atrás. Pero la realidad es que hoy por hoy ninguna de esas perspectivas para el genero parece sumar un adicional a un caso apasionante como el del asesinato de Maria Marta Garcia Belsunce. 

El Fiscal Diego Molina Pico Y Carlos Carrascosa Exesposo Maria Marta Garcia Belsunce Los Dos Protagonistas La Serie

Con sus villanos y héroes intercambiables a piacere del espectador, con sus lugares comunes en la estructura narrativa propuesta (nada de lo que propone la estructura de la serie se mueve demasiado de las expectativas a las que nos acostumbraron las docu-series basadas en crímenes reales), con su coqueteo superficial con las diversas tradiciones del policial, la serie dirigida por Alejandro Hartmann logra otorgarle más frialdad a la ya fría racionalidad del género en sus diversas variantes. Por eso su plano final resume más que nada el valor del gesto antes que de la estructura, del sistema narrativo: nada de lo que acabas de ver debe ser tomado demasiado en serio. Quizás en esa liviandad debió haber sido encarada la serie desde su inicio: traer al centro el problema de enfrentar la representación del policial desde la trivialidad de sus matrices. Y en todo caso, dando un giro de tuerca más sobre el giro borgeano, narrar la problemática narrativa de la problemática narrativa de la puesta en escena de un género en un país en donde el policial se ha convertido en un territorio devastado (porque la institucionalidad casi no existe mas que como un caparazón vacío). Una puesta en abismo. Un juego de espejos llevado un paso mas allá. El problema de los espejos es que además de multiplicar a la especie también multiplican las ideas más convencionales que, a la distancia y replicadas ad infinitum, parecen infinitamente mejores de lo que son. 

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